Cuba es tierra de poetas, ya lo dijo José Lezama Lima en una sentencia memorable: “Nuestra Isla comienza su historia dentro de la poesía”. Dentro de esa fecunda veta lírica, los poetas rebeldes y los versos de contenido nacionalista ocupan un lugar relevante. De estos poetas y esos versos, que cantan al amor por la tierra natal, subliman sus dolores, exaltan sus virtudes, entonan sus hechos gloriosos y combaten metafóricamente a sus opresores, trata el libro titulado Guerreros y desterrados. Poesía patriótica cubana del siglo XIX, donde se reúnen 33 poetas, algunos bardos anónimos y más de 50 poemas. La sugerente imagen de cubierta, una bandera cubana multiplicada, titulada significativamente Estado de gestación, nos anticipa desde el comienzo el protagonismo de los elementos simbólicos, y de ese en particular, en el corpus del volumen.

En Los poetas de la guerra, “Martí escribió con emoción sobre los que blandieron el acero y recitaban con piedad versos tristes”.

El epítome, pulcramente impreso por la Editorial Letras Cubanas, ha sido compilado por Roberto Méndez Martínez, actual presidente de la Academia Cubana de la Lengua, eruditísimo conocedor de las letras de aquella centuria, llamada con propiedad nuestro “Siglo de las Luces”, biógrafo literario de Heredia, Plácido y La Avellaneda, quien además de realizar la selección, escribió un ilustrado prólogo y breves reseñas biográficas de cada uno de los autores reunidos. Complementa el texto un breve exordio de Enrique Sainz, donde el crítico pondera con honradez las virtudes y desiguales calidades de los poetas reseñados, y encomia el valor de su contenido axiológico, sobre todo para un público joven, ávido de conocer la cultura de su país y necesitado de encontrar un enriquecimiento espiritual para sus vidas.

La idea original de hacer este libro, como expresan las páginas iniciales, surgió en el seno de la Academia Cubana de la Lengua, como un homenaje culto al sesquicentenario del 10 de octubre de 1868. El recientemente fallecido e inolvidable amigo Ambrosio Fornet propuso reeditar Los poetas de la guerra, aquel volumen inicial de la Biblioteca del periódico Patria, con prólogo de Martí y noticias biográficas escritas por Serafín Sánchez, Fernando Figueredo y Gonzalo de Quesada, aparecido en 1893. En su preámbulo, Martí escribió con emoción sobre los que blandieron el acero y recitaban con piedad versos tristes, cuya literatura “no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces; pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara; porque morían bien”.

Se prefirió, en cambio, no reproducir exactamente aquel libro, que solo se ocupa de un periodo de la poesía de tema independentista, y en su lugar imaginar un tomo de mayor envergadura, que recorriera todo el registro patriótico del largo siglo XIX cubano. Un acierto que nos ofrece una cartografía lirica resumida, de las diferentes opciones separatistas, reformistas, abolicionistas y anexionistas que, junto al independentismo radical, matizaron el espectro político de aquellos años turbulentos.

Fueron justamente dos protagonistas de las veleidades anexionistas de mediados del siglo XIX, José Elías Hernández y Pedro Santacilia, quienes inauguraron la tradición de recoger en un volumen los versos de los rebeldes extrañados de su patria, en el libro Laúd del desterrado, publicado en Nueva York en 1858, donde aparecen textos de José María Heredia, José Agustín Quintero, Pedro Santacilia, Pedro Ángel Castellón, Juan Clemente Zenea, Miguel Teurbe Tolón y Leopoldo Turla. Este poemario ejerció una notable influencia entre sus contemporáneos, quienes referían sus versos como una suerte de “catecismo patriótico” y fue introducido de manera clandestina en la Isla, como apoyo moral al fermento político de aquel momento. Pocos años antes, Santacilia había dado a conocer sus versos en un texto con un título semejante: El arpa del proscripto (Nueva York, 1856).

“Se prefirió, (…) no reproducir exactamente aquel libro, que solo se ocupa de un periodo de la poesía de tema independentista, y en su lugar imaginar un tomo de mayor envergadura, que recorriera todo el registro patriótico del largo siglo XIX cubano”.

La sensibilidad poética de Roberto y también su origen geográfico, ha influido de manera notable en la presente selección, donde las voces femeninas ocupan un espacio privilegiado, y de manera singular ese trío de camagüeyanas ilustres: Martina de Pierra y Agüero, Sofía Estévez y Valdés y Aurelia Castillo. Martina Pierra estuvo involucrada directamente en la desdichada conspiración de Joaquín de Agüero, para cuyo levantamiento bordó una bandera y escribió un exaltado poema que decía:

De libertad, sublime y glorioso,
El pendón recibid camagüeyanos;
Con entusiasmo desplegadlo ufanos,
Que ha llegado el momento venturoso.

Hacedlo que tremole siempre hermoso
En vuestras firmes y valientes manos,
Y el que ostentan los déspotas hispanos
Destruid con su influjo portentoso.

Relacionado también con el martirologio de Agüero y sus compañeros, es el poema “Impresiones de La Sombra”, que Roberto Méndez llama “en clave”, de la santiaguera Luisa Pérez Montes de Oca, donde se alude de manera encubierta al luctuoso acontecimiento. Sofía Estévez y Valdés, esposa de un capitán mambí y cuyo seudónimo era La hija del Indio Bravo, fue la única fémina antologada en Los poetas de la guerra, y Aurelia Castillo, desterrada en varios momentos por sus ideas independentistas, rememora, en su soneto a la bandera, aquel momento glorioso en que, arriado el pabellón estadounidense en el Palacio de los Capitanes Generales, tremoló libre y victoriosa la enseña patria. También poemas a la bandera, escritos en circunstancias diferentes, de la poetisa habanera Nieves Xenes, cierran el libro, con ese tono melancólico y desencantado que inaugura la República.

Otras dos mujeres, Mercedes Matamoros y Catalina Rodríguez, refieren el asunto terrible de la esclavitud africana en sus versos, una desde la mirada al siervo prófugo y cimarrón, redimido en la muerte de su servidumbre horrenda; y la otra desde la celebración a la emancipación de los esclavos, proceso comenzado por el joven Agüero cuando liberó a sus siervos en 1843, continuado por Carlos Manuel de Céspedes en la mañana del 10 de octubre de 1868 y reafirmado por la participación de muchos de ellos en la guerra de los Diez Años.

La tradición de recoger en libro los versos de los rebeldes extrañados de su patria, comienza en el libro Laúd del desterrado, publicado en Nueva York en 1858. Imagen: Internet

El lector familiarizado con la poesía cubana encontrará aquí a los clásicos del archivo épico y patriótico insular, desde los grandes poemas románticos y elegiacos de Heredia, pasando por los versos conmovidos y redentores de Plácido, Milanés, Fornaris, El Cucalambé, Pedro y Fernando Figueredo, Palma y Zenea, hasta llegar a los trenos sublimes y sencillos de Martí, Casal y Bonifacio Byrne. Entre ellos hay un amplio abanico de temas y registros: emociones, afectos, añoranzas, exilios, frustraciones, pérdidas, corajes, dignidades y esperanzas. A modo de ejemplo de un poema donde se combinan con acierto lo cívico y lo íntimo, es muy notable aquel de Teurbe Tolón, autor del proyecto de la enseña nacional, en que, ante el ruego de su madre de que se acogiese a la amnistía y regresase a sus brazos, exclama con altivez:

Ay, triste y con qué agonía,
y con qué dolor tan hondo,
a tu súplica respondo
que no puedo, madre mía!
Que no puedo, que no quiero,
porque entre deber y amor,
me enseñaste que el honor
ha de ser siempre primero;
y yo sé que mal cayera
tu bendición sobre mí
si al decirte «Veme aquí»,
sin honor te lo dijera.

Pero no todo son estrofas solemnes, fundacionales y grandilocuentes, también aparecen compilados los versos satíricos del prolífico Ramón Roa, como ese simpático y teatral elogio a la jutía, que compuso hallándose enfermo en tierras camagüeyanas en 1877 y que, al decir de Roberto Méndez: “parodia con mucho humor la oda neoclásica, dedicado a ese animal autóctono cubano, de extrema utilidad para los insurrectos que se alimentaban de su carne, destinaban su piel para calzado y hasta empleaban sus tripas para fabricar cuerdas de guitarra. Tal vez llegó a molestar ese tono irónico entre tanto verso grave, pero hay en ese poema una de las pocas expresiones literarias de esa cultura de la supervivencia cuyos ejemplos llenan las cartas y diarios de guerra, pero que muy pocas veces fue cantada como merecía”.

Estamos en presencia pues de un libro generoso, útil y necesario. En sus páginas vibrantes se exalta la fe patriótica y se cultivan los valores cívicos de la nación. Con su publicación se enaltece la fecunda labor de cultura de la Academia Cubana de la Lengua, próxima a cumplir su Centenario, y se añade un timbre de gloria a la honda meditación poética de su compilador y prologuista, nuestro noble amigo Roberto Méndez, a quien agradezco mucho invitarme a recorrer, en sus versos palpitantes, las múltiples y amantísimas voces de la Patria.

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