Una noticia conmocionó a muchos: en una fiesta habanera de Halloween, desarrollada en un recinto estatal, los asistentes eligieron como mejor disfraz, entre risas y aplausos, al conocido uniforme militar nazi, que un individuo traía con total desfachatez. El así aclamado vencedor se paró en firme y extendió su brazo a modo de saludo, como hubiese hecho cualquier fascista. No creo (no puedo creer) que lo fuese. No creo que los asistentes que aplaudían lo fuesen. Probablemente, molestos ante estas u otras reflexiones similares, dirían: ¿por qué hay que politizarlo todo?
Los niños juegan a “buenos” y “malos”, a “policías” y “ladrones”; se disfrazan sin malicia alguna de vaqueros e indios (sin distinguir quiénes son los buenos y quiénes los malos), de piratas, de conquistadores españoles. ¿Por qué no podrían hacerlo de fascistas, o actualizando un poco esa expresión, de sionistas “mata palestinos”, o de “cabezas rapadas” “mata inmigrantes del Sur”, para solo poner dos ejemplos?
¿La vida es juego? Algo de juego tiene, y ese costado lúdico no puede perderse. Pero los símbolos no son neutros. Menos aún los que permanecen vivos, quemantes, los que nos recuerdan o presagian la muerte de otros seres humanos.
“El fascismo tiene muchos rostros: puede ser puntualmente racista, xenófobo, misógino, homofóbico, pero siempre es criminal. Como política de Estado expresa la violencia extrema del sistema capitalista ante los momentos de crisis en los que peligra su hegemonía”.
La guerra cultural que se nos hace, pretende reducir la rebeldía juvenil al escándalo “divertido”. Como decía a inicios de siglo el slogan de la marca textil Diesel (de pantalones de mezclilla), “Don’t be smart. Be stupid”. Sé estúpido, claro, no se traduce literalmente. Significa que seas “loco”, irreverente, que encauces el exceso de adrenalina, la innata rebeldía juvenil en actos de desacato, de divertido descomprometimiento o de irresponsabilidad. La caída del horizonte socialista en 1991 creó al “homo frívolus”: nada de explicaciones, de posturas serias, de toma de posición. Si “todos” lo hacen —es el todos que nos vende el colonialismo, y al pensar así, sin que lo sepamos, hemos sido ya mentalmente colonizados—, si “todos” se comportan así, ¿por qué nosotros no?, ¿por qué —repiten— tenemos que politizar (enseriar, entender) lo que es sólo un juego?
El fascismo tiene muchos rostros: puede ser puntualmente racista, xenófobo, misógino, homofóbico, pero siempre es criminal. Como política de Estado expresa la violencia extrema del sistema capitalista ante los momentos de crisis en los que peligra su hegemonía. Ninguna víctima —sea judía, comunista, negra, mujer, homosexual, emigrante, palestina— aceptaría jugar a ser, a vestirse, como su victimario. Y créanme: todos los habitantes del Sur (el que está en el Sur y el que está en el Norte) podemos ser en algún momento víctimas.
Los símbolos, por demás, acumulan significados y a veces los nuevos son tan fuertes, que borran toda su historia anterior. No importa lo que fue la suástica para los antiguos, hoy es el símbolo de la barbarie humana.
Los símbolos no apuntan solo al pasado. Han trascurrido 78 años de la derrota del nazi-fascismo, 50 años del golpe de estado en Chile y del asesinato masivo de miles de sus ciudadanos —por cierto, ese Estadio donde se inauguraron los recién finalizados Juegos Panamericanos, fue centro de detención, tortura y muerte para 10 000 seres humanos—, pero la crisis vuelve a reproducir la violencia fascista, a nivel individual y de gobierno.
“Los símbolos, por demás, acumulan significados y a veces los nuevos son tan fuertes, que borran toda su historia anterior (…) Los símbolos no apuntan solo al pasado”.
En el mundo reaparecen los Trump, los Bolsonaro, los Milei. La guerra por el mantenimiento de la hegemonía unipolar y territorial se expande a Europa y al Medio Oriente: mientras escribo estas líneas, miles de niños, de mujeres, de ancianos palestinos corren el riesgo de morir destrozados por cohetes sionistas. Sus muertes son necesarias para el predominio del imperialismo estadounidense en la región. Mientras escribo estas líneas, posiblemente en algún rincón del jardín europeo estén apaleando a un inmigrante, a un ser humano con el color de nuestra piel, de nuestras esperanzas. Pero el homo frívolus ríe, el apaleado no es él. Se disgusta con nosotros: ¡basta ya de hablar de política! La vida es juego, repite. ¿La vida es juego?
Debemos cuidar el futuro