La vida es crónica: Everybody knows
28/12/2016
En el año 2006, Eugenio Barba invitó a seis profesores de la entonces Facultad de Artes Escénicas del Instituto Superior de Arte de Cuba a participar en el proceso de montaje de Ur Hamlet [1]. Se trataba de una puesta asociada a la tradición del Theatrum Mundi, con la cual el director italiano cumpliría su compromiso con el festival que cada año se celebra en el castillo Kronborg, en Helsingor, Dinamarca, lugar donde vivió el Hamlet histórico. El espectáculo estaba basado en la crónica de la vida de Amled recogida por el historiador medieval Saxo Grammaticus en la Gesta Danorum; por ello el título anteponía al nombre del príncipe —y de la muy conocida obra de Shakespeare— la partícula Ur, que en alemán indica —también se usa en inglés manteniendo el guion— lo original o lo que es más antiguo.
Durante esos días de trabajo intenso, primero en Rávena, Italia, y luego en la casa del Odin Teatret, en Holstebro, algo llamó poderosamente mi atención. El director había incluido en la puesta, junto a los actores de su grupo y otros artistas procedentes de Bali, Japón, India, Italia y Francia, a más de 50 jóvenes, llegados desde los más diversos confines del mundo. Ellos representarían a inmigrantes que atravesaban la escena sin interactuar con los personajes, llegaban y acampaban, celebraban una boda y luego morían víctimas de una enfermedad antigua que se extendía como la peste.
La vida crónica. Fotos: Tomadas del sitio web del grupo
Intentando desentrañar aquella línea que corría paralela a la trama, vino a mi mente la historia de una película de Alejandro Amenábar. Como en Los otros, en un escenario que bien podría ser la propia Europa, seres fantasmales repetían una y otra vez las acciones de su vida, al tiempo que hombres y mujeres del presente ocupaban ese mismo espacio y trataban de hacerlo suyo, de convertirlo en su lugar. La historia, el pasado, el devenir, aparecían en paralelo con el presente. El problema de las grandes masas migrantes era entonces, cuando aún la crisis no había llegado a los niveles actuales, uno de los temas fundamentales. Al final de la obra, una familia irrumpía en escena con un cochecito; me gusta pensar que solo el bebé podía ver la lluvia de fuegos artificiales que, al menos en la versión de Rávena, cerraba el espectáculo.
Nada de lo que menciono arriba agota en lo absoluto la multiplicidad de sentidos que aquella puesta proponía. Las obras de Eugenio Barba se caracterizan por presentar una estructura que equilibra diversas líneas de fuga. Cada acción esclarece y oculta el resto de modo que, como en un laberinto, el espectador debe escoger entre la locura, si se pretende encontrar un único significado, o la iluminación, si se deja llevar por las diversas y, a veces, contradictorias asociaciones que se traslapan.
Visualidad, sonoridad y organicidad, permiten establecer ese tejido complejo que acaba por reclamar su propia independencia y mostrar a todos una existencia que me gusta pensar como autónoma, aunque esto pueda parecer extremadamente raro cuando hablamos de una obra de teatro, tan dependiente de la labor del conjunto aquí y ahora. Sin embargo, estamos hablando de Teatro de Grupo, y es, quizás, esa autonomía de lo creado, su posibilidad de hacerse vivo e independiente de la biografía de cada uno de los que interviene en su realización, una marca esencial de ese tipo de experiencia.
Tal vez algunos vean con curiosidad que la tesis que aquí propongo confronta a otras íntimamente ligadas a la tradición establecida durante el siglo XX —y que el propio Barba ha identificado como “tercer teatro”—, entre ellas, aquella que presupone un vínculo indisoluble entre la propia obra y la identidad grupal e individual de quienes le dan cuerpo, voz, estructura. No obstante, una certeza no niega la otra. El espectáculo estará, sin dudas, construido a partir de las pulsiones de todos y cada uno, pero solo será tal si logra superar ese nivel para alcanzar su definición mejor, su propia identidad, hija no de la suma o superposición de las partes, sino de aquel latido particular que lo ata a un tiempo y a un espacio precisos, y que conquista, en el encuentro con los espectadores, una realidad no prevista desde la cual existir e interactuar con soberanía.
La puesta en escena consigue, de este modo, instaurar una territorialidad particular e itinerante. Arca de Noé o Caballo de Troya, el espectáculo se enrumba a ser o, lo que es lo mismo, a salvar y a encantar. Trataré de explicar algo más estas ideas, al tiempo que me sumerjo en un análisis preliminar de La vida crónica, espectáculo estrenado por el Odin Teatret en septiembre de 2011 y que hizo parte de su gira por Cuba en noviembre de 2016.
Un espacioso río, con espectadores a ambos lados. Sobre unas tres cuartas partes de la escena, un escenario de madera que continúa en una pared al fondo, la cual da cuerpo a una pequeña caseta con techo en la que cuelgan varios ganchos de carnicería. La presencia de estos me hace recordar aquella obra naturalista de Antoine, en la que colgaban ciertos cuartos de res. Solo que al inicio del espectáculo nada cuelga de los puntiagudos garfios, y esa ausencia es mucho más eficaz que la verdadera carne congelada. Sobre el techo de la caseta hay otro nivel, una tercera plataforma muy alta. Al frente, cerrando el escenario del otro lado, justo por donde accedemos al dispositivo, se halla una pared forrada en pana negra y sobre ella otro escenario. Al centro del tabloncillo de madera está una mesa cubierta con un paño blanco.
Al comenzar la obra, las gradas se iluminan. Líneas de luz roja al nivel de los pies de los 80 espectadores, colocados en tres niveles a cada lado de la escena, activan la primera imagen. Ellos, los que están al frente, y también nosotros, seremos los testigos del acontecimiento. Sin que pueda controlarlo, pienso en Dante y en los círculos del infierno. En Rávena, Italia, visité su tumba. Al iluminarse el espacio, un muñeco vestido con ropa militar yace en el suelo. La Virgen Negra —Iben Nagel Rasmussen— cuelga un casco de militar en un gancho de carnicero atado a un resorte. La Viuda de un Combatiente Vasco —Kai Bredholt— entra con un plato limpio, un vaso y cubiertos envueltos en una servilleta. Otra vez vuelve a la mente la idea de una puesta realista; sé que es solo un amago, pero me divierte lo que percibo como sabia ironía. Es inútil intentar seguir las acciones, de modo que no las listo y dejo que el recuerdo guíe mis pasos. Al entrar El Joven —Carolina Pizarro—, la viuda le muestra aquello que le ha dejado su padre: una pistola.
Es inútil intentar seguir las acciones, de modo que no las listo y dejo que el recuerdo guíe mis pasos.
Tenemos un hijo, una madre, un padre ausente; pienso en Hamlet, de Shakespeare, y en Espectros, de Ibsen. El padre siempre lega algo a sus hijos; la vida de estos estará, de un modo u otro, marcada por esa herencia. La viuda-madre insiste en que los hijos deben ver morir al padre, no sé por qué pienso en la vida como único legado. Solo la muerte nos torna consientes del extraño e inusitado privilegio que es vivir. Ante el reclamo de la viuda, El Joven corre a buscar un pedazo de hielo para bajar las fiebres del hombre enfermo. Finalmente, el bloque de agua congelada acaba también colgado en un gancho. El casco militar será usado para recibir las gotas que caen de la piedra que se derrite. Juntos, el hielo y el casco devienen una clepsidra. Pienso en Torgeir Wethal en Kaosmos con un reloj en la mano. Sé que trabajó en el montaje de este espectáculo hasta que la muerte tocó a su puerta; ahora no lo veo, pero sé que sonríe desde algún sitio mientras todo ocurre.
Por el programa sabré luego que Kai trabaja con anécdotas de la biografía del director. Su personaje está inspirado en la madre de Eugenio. El actor ha querido también llevar a la puesta algunos sucesos relacionados con el día en que murió el padre del maestro italiano. Es algo que ya estaba en el primer espectáculo del grupo, realizado mucho antes de que Kai se incorporara al elenco. El Joven ha llegado hasta ese lugar porque le dijeron que allí estaba su padre. Extraída de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, la situación se vuelve poliédrica. El padre muerto o ausente es fundamental si se busca presentar el rito de paso que marca el tránsito de la niñez a la adultez.
Ante los ojos del hijo que lo busca, el padre desaparecido puede asumir cualquier forma. Más que conquistar su legado, lo que el hijo necesita es recomponer su presencia, y eso solo es posible cuando consigue él mismo convertirse en el padre. No digo en padre de otros, sino en su propio padre. A mi mente regresa otra vez el montaje de Ur-Hamlet. En Rávena la puesta iniciaba cada noche a las siete en punto y unos minutos después pasaba un tren. Eugenio lo convirtió prontamente en el fantasma del padre asesinado, y aunque después la puesta siguió su curso y la idea del fantasma alcanzó su definitiva concreción gracias a la intervención de un actor de Nô, la imagen del tren-fantasma-padre ha seguido alimentando mi idea del teatro.
Sigo leyendo en el programa de mano y sé que el director quiere ir más allá; me seduce el hecho de que la primera improvisación que solicitó a los actores tenía que ver con su propio funeral. Él mismo ha dicho muchas veces que sus temas principales son el amor y la muerte; es quizás por eso que las puestas contemporáneas del Odin Teatret me hacen pensar en el teatro antiguo, a medio camino entre la feria callejera y la liturgia sagrada, un escenario tendido entre el éxtasis y el dolor. Esta vez los niveles, la Virgen Negra —¿María Dolorosa?— y la idea de la muerte rondándolo todo, conforman para mí la imagen de un retablo medieval repleto de arquetipos arcaicos.
Todos los actores, de un modo u otro, representan algún tipo de muerte.
Todos los actores, de un modo u otro, representan algún tipo de muerte. Cada uno de los personajes es terriblemente negligente, incluso la Virgen, al parecer hastiada del abandono, de la inercia de aquellos que ya no pueden creer en nada. Los actores escogen nombres propios para sus personajes y los hacen existir a través de cadenas de acciones extremadamente particulares, y es su capacidad de aludir a otros lo que acaba por imponerse. Una viuda podría practicar la necrofilia, pero aquí es el esposo muerto y no su gusto por los cadáveres lo que le permite existir en tanto tal. El ama de casa —Roberta Carreri— puede ser suicida o bulímica, pero es su afán por la limpieza lo que marca su ritmo. La refugiada —Julia Varley— puede vender telas, pero es la posibilidad de entrar por el hueco de una aguja lo que la hace verdaderamente tenaz. El roquero —Jan Ferslev— puede ser violador y yonki, pero es su apego a la guitarra lo que lo define. El abogado —Tage Larsen— puede cojear y abrir o cerrar puertas, pero son las leyes aprendidas de memoria las que lo sustentan.
La presencia en escena de los personajes activa el extraño aleph que resulta la puesta en escena. Aunque el programa insiste en que la obra sucede en Dinamarca y en otros países de Europa en 2031, prefiero pensar en ella empleando la noción intuida y revelada por Jorge Luis Borges, ese objeto infinito y conjetural que nos incita a pensarnos en la totalidad. Asocio al aleph la idea de un no tiempo, ese estadio de la materia que es anterior al Big Bang. Pero, ¿cómo puede la realidad fragmentada de un espectáculo no lineal dar cuenta de una totalidad que logra plegar el tiempo? No quiero hablar de física cuántica, ni de fractales, tampoco de la teoría de las cuerdas, pero sé que esas nociones de la ciencia me permiten comprender un espectáculo como este mejor que cualquier manual de dramaturgia.
La vida crónica no es un espejo que devuelve en clave deformada una realidad por venir; es en verdad la realidad misma que toca a una puerta que desaparece
La vida crónica no es un espejo que devuelve en clave deformada una realidad por venir; es en verdad la realidad misma que toca a una puerta que desaparece, que no se deja abrir con ninguna de las llaves que tenemos en el bolsillo. Sin darme cuenta, la obra acaba hablándome de mí mismo, de los espectadores. Vuelvo al programa y releo la sinopsis. El hecho de que siempre necesitemos un guía que nos ayude a leer el mundo me recuerda que la verdadera muerte es esa fractura que nos ciega, que no nos permite comprender desde el fondo, desde las esencias. En realidad, estamos al tanto de todo, siempre sabemos, pero preferimos que otro nos explique, nos conduzca, nos ilustre. Las diez líneas que el director ubica a la cabeza del programa de mano son apenas un estímulo para sostener la atención del espectador, para obligarlo a desentrañar. Un joven llega desde la América Latina a un territorio devastado por la guerra, anda buscando a su padre.
Sin embargo, el escenario no propone un lugar en ruinas; la verdadera devastación está al interior de los personajes. La mujer ama de casa abre su boca y se cuelga a sí misma de uno de los ganchos de carnicero. Los otros también podrían hacerlo, pero no es necesario, lucen muertos vivientes que se devoran a sí mismos. No sé por qué pienso en los videojuegos de zombis y en Edipo, ciego antes de nacer, sometido a una contienda interior.
La guerra perpetua que enfrenta a unos hombres con otros es acaso el reflejo de otra batalla más terrible, aquella que nos lleva a tratar de entender por qué vivimos y por qué morimos. Adán y Eva expulsados del Paraíso son, quizás, metáfora de esa humanidad que ha perdido su vínculo profundo con la energía de la vida y que ve en la llegada de la muerte el final. Las religiones intentan recomponer esa ruptura hablando de trascendencia. Los rituales funerarios intentan hacer comprender a los sobrevivientes las reglas del juego. Los antiguos escandinavos lo resolvían de modo simple. A los siete días del fallecimiento, se emborrachaban con cerveza. La libación ritual propiciaba el tránsito de la tristeza a la alegría y cerraba el duelo. Al día siguiente, se podían repartir los bienes del difunto entre los herederos. Como una enfermedad, la vida acaba por contagiar a todos por volverse crónica. Como nos lo recuerda Leonard Cohen en la voz de los actores de esta obra: “Everybody knows, everybody knows / That’s how it goes / Everybody knows”.