La soledad del editor de fondo
13/3/2018
Editar siempre ha sido un oficio caótico, aunque su esencia sea el orden: agrupar según la afinidad de los textos, equilibrar, corrección mediante, la gramática; sopesar los despliegues imaginativos.
Vitalidad tropológica, fuerza en las acciones dramáticas o humorísticas, valores connotativos del lenguaje, contextualización, rigor en el cuerpo de notas son, entre otras, virtudes que debe apreciar, y muchas veces corregir, el editor. Pero también: velar —durante los procesos de diseño e impresión— por la diagramación armónica, el entinte parejo, los acabados exactos, pese a que son labores que se ejecutan fuera de su “puesto de trabajo”.
¿Y cuál es el puesto de trabajo de un editor?: ¿la redacción?, ¿la biblioteca?, ¿el archivo?, ¿Internet?, ¿su casa o la del autor?, ¿la imprenta?, ¿la librería?, ¿una feria?, ¿un coloquio?… No sé por cuál decidirme, porque mientras ejercí ese oficio, en todos esos espacios tuve que abrevar sequedades, y por lo general nunca quedé totalmente complacido con la captura.
Hoy miro los libros que trabajé y casi me avergüenzo, porque en mi caso, que es el de muchos, el aprendizaje se ejecutó a la par de las labores concretas. Pequé de intruso en una práctica cuya esencia multidisciplinaria obliga a ser casi experto en muchos perfiles, que no son solo Literatura y Redacción.
El buen editor es un todoterreno obligado a repasar y repensar profunda y constantemente los legados de la historia y el devenir literarios del territorio —o las poéticas— que aspira a exponer; también a tener buenas nociones de economía, promoción, publicidad, administración, teoría de la comunicación, artes gráficas, artes plásticas, relaciones públicas y, en el caso de los de perfiles especializados, de la especialidad protagónica.
No sé si alguna de las carreras de humanidades que se estudian en Cuba ofrece un currículo tan vasto en el pregrado, más allá del encuentro ocasional con figuras del medio. E igualmente desconozco si la maestría en edición que hace unos años se impartió en la Universidad Central de Las Villas abarcaba todos esos elementos. Lo que sí sé es que en nuestro país, aún más tras el proceso de nacimiento y desarrollo de las editoriales con sede en el interior, existen especialistas que, tras muchas horas de insomnio y saltos al vacío (editar es también un riesgo), merecen la condición de artífices.
El resultado de la edición de un libro, quede como quede, nunca satisface a todos, pues cada maestro, en los distintos procesos, le incorpora a la obra, además de sus conocimientos, una buena cuota de subjetividad. Cualquier edición es un cadáver exquisito. El más insignificante desliz echa por tierra tanta dedicación y, como bien sabemos, no existe libro sin erratas ni escritor al que no se le escape un borrón. Una vez impresa la tirada, no hay posibilidad de cuenta nueva.
Dentro de los numerosos usuarios del resultado editorial, el papel más activo, fiable y despampanante le corresponde al lector, quien de un palmetazo valida o devalúa los esfuerzos de la cadena. Pero la comunidad receptora no es, de ningún modo, un conjunto homogéneo. No solo la integran quienes leen por hábito, sino también los críticos, periodistas, académicos, conocedores de las disciplinas tratadas en los libros, ejecutivos, escritores y los propios editores en sus tensas sesiones de retroalimentación. Cada grupo hace sus lecturas, y en cada una de ellas se incorporan elogios, diatribas o potencialidades de dispar naturaleza.
Sumemos que tampoco los grupos de recepción son homogéneos, pues no reciben el libro de igual manera los lectores de poesía, que los de narrativa, ensayo o literatura dramática. La vulnerabilidad del editor es casi patética, porque como bien aseguran los maestros: el editor es responsable de todos los procesos.
El concepto “editor”, en todas sus variables, tipifica híbridamente a una figura que por momentos se nos asemeja a un empresario, por otros a un intelectual de perfil artístico, por otro a un activista sociocultural. Pero muchos —entre ellos los propios escritores, de cuyas filas frecuentemente se nutre el gremio— lo ven como un funcionario burócrata. Es la más dura de las pruebas a la que debe someterse cualquier intelectual que dedique sus esfuerzos, desde un empleo, a divulgar la obra ajena.
Más amargas que las críticas son las omisiones, y en ese terreno los medios masivos de nuestro país no ayudan mucho. Si la imagen de la feria del libro de La Habana fuera la que de su última entrega dio el Noticiero Nacional de Televisión, tendríamos un evento donde apenas se presentaron libros de poesía o narrativa, pues la cobertura se centró con desmesura en los libros de temática política, mientras lo puramente literario quedaba bastante encajonado en noticias sobre premios y homenajes. El Noticiero Cultural, felizmente, operó con otra lógica. Las figuras distinguidas con los premios a los oficios editoriales pocas veces son objeto de cobertura mediática de fondo.
No obstante, la más conflictiva relación del editor es con los autores. Los debates, casi nunca armónicos, van desde correcciones y sugerencias no aceptadas hasta reclamos por los honorarios y el cumplimiento de los cronogramas. Y no siempre la razón está de una sola parte, pero el editor concurre a esas deliberaciones con la misma desventaja que existe, digamos, entre un albañil y un arquitecto. Casi nunca sale ganador. El buen libro es obra del escritor; los errores, de quien edita.
La proliferación editorial es un fenómeno que comenzó en nuestro país apenas triunfó la Revolución, y entre los momentos de mayor crecimiento fijo mi atención en la década de los 90 del siglo pasado, fecha en que nacieron, marcados por la dificultad de la época, la mayoría de los sellos de provincia. El otro período de expansión significativa es el que delimitan —me arriesgo a periodizar— los años transcurridos entre 2000 y 2013. Cualquier persona relacionada con la vida cultural cubana conoce del fenómeno que en su momento llamamos “masificación” por el gran espaldarazo que propició al crecimiento de estas instituciones.
A casi dos décadas de la formulación y activación del programa antes referido, sus más apreciables resultados los hallo en el enriquecimiento de la escuela cubana de edición, caracterizada hoy por la presencia de proyectos y profesionales de aceptable o buena competitividad, una mayor representación territorial en la bibliografía del país y la diversificación de la oferta a los lectores.
Se debió pagar la cuota del aprendizaje, de la gestación y procesamiento de textos de dudosa factura, tanto a nivel de escritura como de empaque industrial. Algo trabajosamente quizás, las aguas han ido tomando su nivel y una buena parte de los sellos editoriales de nueva creación ya muestran un trabajo a tono con las exigencias de las normas. Son más los rezagados que alcanzaron un estatus aceptable que aquellos que debieron retroceder al pasar de la industria poligráfica a la duplicadora (no profesional) Riso.
Gracias a la comprensión del fenómeno en distintas instancias directivas, el abandono de la industria poligráfica nunca fue total mientras el regreso (o nuevo ingreso) a esos predios fabriles para las editoriales con sede en provincia crece con la inclusión de algunos de sus títulos en los llamados Plan Especial y Plan del Fondo de Población.
Acaso los más altos costos del generoso programa los hayamos pagado con una creciente indiferencia de los lectores, que en buena medida se apartaron de aquellos productos donde, en sus inicios, se apreciaba a las claras una impronta no profesional. El otro aspecto que, creo, costará más tiempo superar es el caos que la dispersión trajo para la crítica y la academia, de manera que resulta prácticamente imposible un catastro reflexivo total de lo producido en el país.
La reiteradamente incumplida ley de depósito legal a las bibliotecas, más las cortas tiradas que caracterizaron a la totalidad de la producción en la etapa inicial, han hecho invisibles algunos títulos que hubieran sido de interés para cualquier panorama crítico de la literatura cubana del período arriba mencionado.
Recuerdo con fervor mis primeros trabajos editoriales, que se concretaron con el más rudimentario de los métodos: la monotipia y el componedor, para imprimir en una Chandler de pedal, en horas extras y contando con la buena voluntad del administrador de una imprenta municipal (Camajuaní) que se dedicaba por completo a la impresión de modelos y planillas. De ahí pasamos al linotipo (todo linotipista era un lector, pues debía tipiar los textos) y la máquina offset, hasta desembocar, hacia los finales de mi trayectoria como empleado de una casa editora, en el imperio de lo digital.
De aquellos primeros tiempos recuerdo procederes y aditamentos que hoy huelen, quizás como pocos, a ese siglo pasado que sigue siendo el mío. Ejemplos sobrarían: las kilométricas galeras que parecían sacadas del órgano oriental, los malvados empastelamientos, las ramas llenas de cuadratines e interlíneas, los infalibles tipómetros que decían la verdad de la verdad sobre los puntos y cíceros, los saca-pruebas con aspecto de trencitos de juguete. Toda esa parafernalia, dejada atrás por el implacable devenir es, cada día más aceleradamente, la memoria de los que, en un ayer casi a la vuelta de la esquina, la teníamos como arsenal cotidiano.
En una dinámica literaria donde a otros les corresponden las medallas, el editor sigue corriendo en solitario hacia una meta que es solo suya: el libro perfecto.
No sé si alguna vez romperemos el estambre.