La sangre entre los párpados y el polvo

Jorge Boccanera
14/10/2020

El apodo que desde muy joven le adosó alguno de sus amigos, me libera de describirlo físicamente: El Moro. Hijo de libanés y mexicana, toda su expresividad parecía concentrarse en su mirada, profunda y limpia. Lo recuerdo como un hombre íntegro, reflexivo, afable. Y aún lo veo de pie con el cuerpo echado levemente hacia atrás, los brazos cruzados sobre barandas de embarcaciones invisibles que atravesaban el turbulento río de la vida. Amigos desde 1977 cuando ambos vivíamos en México, nos rencontramos en Buenos Aires en 1986. Allí realizamos la entrevista que sigue, en esos días en que el poeta se dedicaba a pintar, dar algunas caminatas por el barrio o viajar al centro para encontrarse con su amigo, el poeta paraguayo Elvio Romero, en el viejo bar La Academia, sembrado de mesas de billar. Parte del diálogo fue a parar a las páginas de la revista Crisis, donde yo trabajaba. Me parece escuchar aún hoy el timbre de su voz; las palabras salían de su boca dibujadas por una mano, masticadas por un impulso interior que daba una dicción pausada y clara.

Fayad es un poeta que revisa los pliegues de lo humano en sus minucias, sus temblores imperceptibles, su vibración íntima. Los ejes de su obra tienen que ver con la libertad, el viaje, el amor, lo orgánico ubicado entre el esplendor y la finitud, la extranjería en un mundo hostil. Los títulos de sus libros dan algunas claves de su vida y su escritura: Los párpados y el polvo refleja su turbación y desamparo al llegar a La Habana en 1949, mientras que Vagabundo del alba alude a la errancia; asimismo Los puentes da cuenta de todo lo que es vínculo y enlace; gozne entre territorios diferentes. Por esta libertad es la consigna de su visión del mundo, en tanto Abrí la verja de hierro reenvía a actitud inaugural, apertura que es a un tiempo acción y génesis.

Fayad Jamís. Fotos: Internet
 

Podríamos empezar por los inicios de tu poesía. Tengo entendido que comenzás muy joven en un pueblo de provincia.

Me parece que yo tenía dieciocho años cuando publiqué el primer libro, Brújula, que apareció en un pueblito de Cuba que entonces tenía siete mil habitantes, Guayos, en la actual provincia de Sancti Spíritus. Salió de la imprenta de Wilfredo Rodríguez y es el único libro publicado allí hasta hoy.

¿Cuáles eran tus lecturas e influencias por ese tiempo?

Ese libro tenía marcadas influencias de los poetas “románticos” más populares de la Cuba de entonces y de otros poetas internacionales, pero fundamentalmente de José Ángel Buesa, uno de los poetas más conocidos en Cuba a lo largo de la República, es decir, a partir de 1902. Su libro Oasis tuvo alrededor de veintidós ediciones. Buesa era un poeta sentimental, extremadamente pegajoso, le interesaba sobre todo llegar a las grandes masas femeninas. Dominaba las formas a plenitud, sabía muchos idiomas y era un gran rimador. Mi libro también tenía vagas influencias de Rubén Darío y Enrique González Martínez.

¿Habías leído algo de Neruda o Vallejo?

Solo algunos poemas. Mira, cuando ese libro mío estaba en proceso de impresión para un formato de ochenta y tantas páginas, veo en un periódico un anuncio que ofrecía Veinte poemas de amor y una canción desesperada y yo, que había leído ya un par de poemas aparecidos en un suplemento dominical, pedí el libro por correo. Cuando lo leí me impactó de tal manera que no volví más a la imprenta. Estaban comenzando a trabajar cuando el encargado de hacerlo me localizó y me preguntó si quería hacerle algún cambio. Hice un formato para cuarenta y ocho páginas, lo reduje casi a la mitad; ya tenía un poco más de rigor, salieron doscientos ejemplares. Hay influencia de Los veinte poemas…, que por otra parte era un libro que apenas entendía. Hay que recordar que en ese pueblo no había ni bibliotecas. Críticos como Mónica Mansour dicen que algunas claves de mi poesía ya aparecen ahí. Es un libro pobre. A Vallejo lo leí en el suplemento del periódico El País; eran poemas de Los heraldos negros, si no recuerdo mal.

Siguiendo con las influencias, reconozco que hay un poco de todo en mi trabajo, nunca he tenido complejo con eso; las influencias que son múltiples y que no solo vienen de la poesía sino de la prosa y de otras expresiones culturales.

Óleo de Fayad Jamís.
 

¿Cuándo te iniciaste en la pintura?

Pinté desde siempre. Tuve durante mucho tiempo cierta necesidad de expresarme a través del arte, más allá de la palabra hablada con amigos y familiares. Eso es un hecho muy claro en mi vida, desde muy niño. A los nueve años hice una canción, aunque a esa edad no sabía leer ni escribir. Mis padres se mudaban cada pocos meses y no tenía dónde aprender. Pero mi padre, que era analfabeto en su idioma árabe, me enseñó de tal modo que entré en segundo grado a una escuela de Contramaestre. Respecto a la pintura, yo hacía para aquella imprenta de Guayos dibujitos, comerciales, especie de diapositivas para el cine. Las hacía a mano con tinta china sobre vidrio; el peligro era que podía resbalar la pluma y una línea verde ampliada en la pantalla se veía como un río, una cosa espantosa. Pasaban esos dibujos entre películas y me pagaban dos pesos.

Tinta de Fayad Jamís.
 

¿Cómo se da el paso de tu primer libro a Los párpados y el polvo?

Hay un largo proceso, incluso Brújula no es lo primero que yo hago, sino el resultado de maduración dentro de aquel momento. En 1949 llego a La Habana y rápidamente descubro un ejemplar de la revista Orígenes y me deslumbro no solo con los poetas cubanos sino con poetas internacionales: T.S. Eliot, Wallace Steven, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Pedro Salinas; algunos franceses católicos como Paul Claudel y Pierre Jean Jouve. Yo compraba Orígenes en una librería de viejo de la Plaza del Vapor, mientras entraba en contacto con otros poetas de mi generación; nos reuníamos para hablar de literatura en el cafetín Las Antillas.

Por esos días, tratando de participar en un concurso nacional de poesía que finalmente ganó un poeta importante –no recuerdo si Regino Pedroso, Emilio Ballagas o Justo Rodríguez Santos–, encontré a Fernández Retamar. Estaba inscribiendo un libro que se llamaba algo así como Canto a dos voces, mientras yo hacía lo mismo con Brújula. Un día me visitó y me llevó Elegía como un himno, dedicado a Rubén Martínez Villena. Mucho después dijo que yo había sido el primer poeta que conoció personalmente.

Portada de Los párpados y el polvo, 1954.
 

En Los párpados y el polvo está mucho de tu choque con la realidad de La Habana de ese entonces, tu desconcierto.

Se publicó en 1954. Retamar dijo que en esas páginas yo había puesto espejo fiel a un tiempo oscuro. Se han dicho muchas cosas sobre ese libro. Rodríguez Rivera dice que es el libro más intenso de la década. Es un libro con sus oscuridades, su misterio, su hermetismo. A la vez mucha gente destaca que no es solo un espejo fiel a un tiempo oscuro, sino que reflejaba una realidad concreta por la vía de la metáfora; por medio de los recursos de la literatura aparecían las palpitaciones de un mundo sórdido, hostil. Yo había llegado a La Habana el 5 de octubre del 49, sin casa, sin familia, sin trabajo, en ese tiempo de corrupción, de mentiras, de engaño, de desencanto y horizontes cerrados para todo.

En tu camino de búsqueda expresiva se ve como un libro sustancial.

Ese libro pequeño de cuarenta y ocho páginas tuvo dos limitantes: por un lado el costo de la edición que pagaron los amigos (ciento ochenta pesos por trescientos ejemplares), y por otra su extensión, que me obligaba a una selección extrema. Te cuento una anécdota. Estando el libro en prensa hablé por teléfono con Lezama Lima comunicándole la noticia. Me dijo que daba por supuesto que el libro saldría con el sello de Orígenes; respondí afirmativamente y respiré aliviado. Lezama ignoraba que el grabado de Orígenes ya estaba en la portada y que lo estaba llamando para solicitarle permiso. De haberse negado habría tenido que rehacer la tapa. Cuando le comenté que se trataba de un libro pequeño dijo: “A mí me dicen las cosas cuando ya han sucedido; usted debería haber hecho un libro de doscientas páginas”. Personalmente creo que es un libro importante en mi trabajo, en mi experiencia personal; mirando hacia atrás creo que es un pedazo de mi vida convertido en arte.

¿Y tu vida en ese ambiente sórdido de La Habana?

Por momentos no tuve dónde vivir; recuerdo una vez que me hospedé en un hotel con cuatro catres por habitación, La Cueva de los Mochuelos se llamaba; había que dejar los zapatos bajo las patas de la cama para que no los robaran. Veo ese tiempo como el destino de un guajiro que flotó transitoriamente en el polvo de La Habana. Llegué también a dormir en la tarima del estudio de un escultor amigo donde escribí los textos de La pedrada.

Portada de La pedrada.
 

¿Por qué ese título?

Lleva un poema que se titula así y dice algo como: “te romperé la crisma, la cabeza como una calabaza”; es la pedrada a un difamador que sale de algo general del mundo mágico y misterioso campesino, que yo recreo mucho en este cuaderno. Cuando fui a París lo mandé a la revista Ciclón que fundó Rodríguez Feo, y es la primera colaboración que yo cobré en mi vida. Creo que salieron en un número de Ciclón del 55, y ya en el año 62, de regreso a Cuba, lo pude publicar como cuaderno. Luego aparecería una reedición con el agregado de nuevos poemas.

A mitad de los años 50 un barco de bandera italiana te condujo a París, donde estuviste cerca de la experiencia surrealista.

Me fui a París a bordo del Andrea Gritti (quiero escribir un libro de relatos sobre París, donde me fue poco mejor que en La Habana, que como dije antes tenía un ambiente infecto, humanamente irrespirable) y allí escribí a ramalazos con la influencia predominante de Guillaume Apollinaire y Georg Trakl. Por ese tiempo, el surrealismo, al que reconozco como la revolución de la metáfora, daba sus últimos coletazos. Me tocó estar cerca de ellos, su atmósfera, sus poetas, y aunque me mantuve a distancia de sus postulados, me atraía la aventura de lo maravilloso del arte. Tengo ciertas dudas sobre el término surrealista en mi trabajo, luego volveré sobre este punto. En París, Nicolás Guillén, en una lectura de sus poemas a cargo de un actor francés, me presentó a Louis Aragón, quien me impresionó como un autor sumamente prolífico y versátil, gran poeta y virtuoso de la prosa, ensayista e improvisador. A André Breton lo conocí un poco más. La mayoría de los surrealistas estuvo presente en mi primera exposición de pintura en Francia en la galería L’Etoile Scellée, en 1956. Yo hacía por ese entonces una pintura de manchas que le gustó a Breton, encontraba un lirismo en mis trabajos y cierto reflejo de la realidad; le llamaron incluso la atención algunos títulos como “Escucho la canción de los ahorcados” o “Islas de sangre”. El texto del catálogo lo escribió José Pierre, quien con el tiempo se convertiría en el crítico de la pintura surrealista. Era el auge del tachismo; la pintura gestual, matérica.

Te tocó vivir la Francia convulsionada del Canal de Suez, de la guerra de Argelia, del ascenso de Charles de Gaulle…

Yo era un pobre diablo que pintaba paredes y me enteraba fragmentariamente de lo que sucedía. En esos cinco años que viví en París no tuve siquiera un abrigo, vivía en estado de desesperación, escribía y bebía hasta la madrugada. Por ese tiempo, años 56, 57, escribo presionado por determinadas circunstancias personales los textos que luego incluí en Los puentes. De aquella producción muchos poemas permanecen inéditos. Estos primeros libros míos tienen una gran diversidad de estilo, hay como cuerpos muy definidos entre uno y otro, cuerpos de vida que uno ha experimentado de manera diferente, porque yo no viví en Guayos algo parecido a La Habana, ni allí algo semejante a lo de París. Son etapas con un mundo de asombro distinto.

 Portada de Los puentes.
 

Yendo a tu regreso a Cuba, alguna vez dijiste que esa vuelta inicia la etapa más importante de tu vida.

Así es. En enero de 1959 pienso en volver pero no tengo recursos; hasta que en febrero me entero que los aviones de Cubana de Aviación llevaban a los cubanos gratis. Tenía que llegar primero a Madrid. Lo comenté con los amigos y luego fui a la comisaría a renovar una visa vencida; allí me detuvieron, pero luego accedieron a renovarme el permiso de residencia por setenta y dos horas, el tiempo justo para tomar un tren y llegar a la capital española. Pisé La Habana el 2 de marzo del 59 y ahí comienza el capítulo más importante de mi vida. Lo primero que hice fue trabajar en el Museo Nacional (había trabajado allí en 1953 como soldador en estructuras monumentales), repleto de obras recuperadas. Surgió la idea de restaurar un mosaico románico llegado en 1927 de la ciudad de Itálica, del sur de España, y me comprometí a dirigir el equipo que haría el trabajo. Duró un año; el mural actualmente está en el palacio de Bellas Artes.

Hay un Fayad de labor intensa que se desdobla en diferentes disciplinas: jefe del suplemento cultural del diario Hoy, profesor de pintura, diseñador gráfico, director de ediciones Unión y traductor de Attila József; un Fayad que escribe como poseído la poesía de Vagabundo del alba, Cuerpos, Por esta libertad.

Como editor no me fue mal: tuve a “Laura” y otras colecciones editoriales; publiqué a [Paul] Éluard, [Nazim] Hikmet, [Jorge] Guillén, [Miguel] Hernández, [T.S.] Eliot, [Arthur] Rimbaud, [Bertolt] Brecht, [Juan] Gelman, [Manuel] Scorza, [Pablo] Neruda, Saint John Perse y no sé cuántos autores más. Pasé por diferentes tareas hasta que del 73 al 84 me desempeñé como consejero cultural de nuestra embajada en ciudad de México.

Portada de Vagabundo del alba.
 

Volvamos al huracán revolucionario. Justamente, los primeros años del proceso revolucionario, su repercusión.

Hay que pensar antes que todo en la magnitud de las trasformaciones. A veces uno se levantaba, leía el periódico y algo muy grande había cambiado en el país; la supresión de la lotería, de la prostitución, la primera ley de Reforma Urbana, la nacionalización de grandes empresas; cuántas medidas que nos cambiaron la vida y beneficiaron a las mayorías que no eran, por cierto, cuatro gatos, sino multitudes sin acceso a la belleza, a la comida, a la dignidad, a la cultura. La historia la hemos visto no como algo que solo está en los libros, sino que nos tocó vivirla.

Portada de Cuerpos.
 

En 1962 el jurado que premia Por esta libertad señala entre los logros de tu libro, el desmarcarse de una poesía de mera propaganda.

Yo tuve durante mucho tiempo la necesidad grande de comunicarme con un número cada vez mayor de personas. Y esta era la primera vez que uno no escribía para sí mismo, aunque en primera instancia uno escribe porque quiere decir algo y sabe que otro lo va a recibir. Entonces, hay un contacto con el público, llega tu palabra, es una interacción muy importante, y el deseo de comunicar hizo, en mi caso, que apelase a una palabra clara, trasparente. Por esta libertad fue registrado con opiniones diversas; es un libro que asumo con toda la pasión que puede caber en la lucidez de un hombre. Pero también lo asumo con la conciencia de que es una brevísima etapa de mi trabajo que luego integra otras maneras expresivas; esa síntesis de caminos recorridos que aparece luego en Abrí la verja de hierro.

 Portada de Por esta libertad.
 

En los 60 y 70 la crítica señaló al coloquialismo como rasgo predominante de la poesía de América Latina; ¿sientes tu obra encuadrada dentro de esa oralidad extendida y desbordante?

El tema del elemento conversacional en la poesía cubana es casi obligado. Creo que la poesía norteamericana caló más en la generación anterior; me refiero a quienes bebieron esos textos antes que nosotros, los escritores de la revista Orígenes, por ejemplo. Pero te diría que aunque no es una influencia predominante en mi expresión, no soy totalmente ajeno a esa tendencia. Tal vez de manera esporádica, no sé; a lo coloquial lo encuentro más en poetas como [Jacques] Prévert y [Carlos] Drummond [de Andrade], entre otros. Yo pienso que mi trabajo, dicho con toda modestia, tiene su propia dinámica, sus propias exigencias, yo no le impongo demasiado, se hace, yo ayudo.

Portada de Abrí la verja de hierro.
 

En Abrí la verja de hierro se conjugan el viaje (el flâneur por ciudades varias), el tono confesional y la escena onírica, esa ventana llena de alaridos, los besos pudriéndose en el río. Todo aquello que algunos críticos han querido reducir con el rótulo de surrealista.

Creo que eso es demasiado simple para englobar muchas etapas de un trabajo que en definitiva cuesta mucho esfuerzo, un trabajo que está dentro de mí y que tengo que sacar, estoy urgido de parir. Mis etapas no son fácilmente encasillables, por eso la duda ante ese término, surrealismo, que mencioné anteriormente. Durante algún tiempo dije que mi trabajo se parece un poco a la prosa periodística pero en un sentido estricto, como redacción. Pienso en El extranjero, de Camus, esa prosa incisiva, descarnada, de pocas palabras. Sin embargo, muy a menudo, cuando estoy describiendo lo cruel, ciertas realidades que dan asco, aparece de pronto una especie de relámpago, una metáfora que ilumina el resto del poema y lo convierte en materia poética. Hay hombres más monolíticos, pero yo no tengo una visión así, ni de la vida, ni del arte. Tengo una visión multifacética porque creo que los hombres son contradictorios, armados por una cantidad de materiales diferentes, extraños, durísimos y también por otros efímeros, de blandura, materiales pútridos, alambrosos. Estamos hechos de todo eso.

Un poema inolvidable de Fayad Jamís.

 

*Esta entrevista fue preparada especialmente para La Gaceta de Cuba, con motivo de cumplirse este año tres décadas del fallecimiento de Fayad Jamís. Una versión más breve y con algunas variantes se publicó en la revista Crisis, n. 43, Buenos Aires, junio de 1986 bajo el título “Fayad Jamís, la sangre entre los párpados y el polvo”. Y luego con el título de “Fayad Jamís, vagabundo del alba”, apareció en el libro Malas compañías. Historias de vida, Jorge Boccanera, San José, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1997. (La Gaceta de Cuba, julio-agosto de 2018, pp. 46-49).
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