La revolución también es poesía. Algunas notas sobre El libro negro, de José Ernesto Nováez
La poesía siempre produce revoluciones en nosotros; revoluciones que a veces nos hacen alzarnos por la violencia con que un verso nos golpea el alma, pero también revoluciones tan sublimes que nos cambian con la intensidad de una caricia.
“Un poema solo germina y se hace alimento entre la belleza y la verdad”.
La poesía de Jose Ernesto Nováez tiene ese doble filo en el que la palabra, por su belleza, nos enternece, y donde las ideas, por su fuerza, nos hacen levantar banderas rojas sobre el mundo. Un mundo que puede ser la Rusia que de a poco va dejando a Lenin hecho simple estatua bajo la nieve o la comuna que construimos entre asambleas y conucos en la resistencia popular de los venezolanos contra el imperialismo norteamericano.
Un hombre hace una revolución para comer.
A ser libre se aprende cuando se haya comido,
cuando se haya bebido y dormido lo suficiente
para querer ser iguales y fraternos.
Ahora, ¿para qué un hombre hace un poema?, ¿acaso no es también para saciar un tipo de hambre que cargamos más allá del cuerpo? Hacer poesía siempre tiene algo de revolucionario, pues un poema solo germina y se hace alimento entre la belleza y la verdad. En tal sentido, hacemos la revolución también para tener derecho a la poesía, pues el capitalismo no solo ha hecho del pan un lujo, sino que ha procurado convertir en mercancía la belleza, haciendo al mismo tiempo un rehén a la verdad. No obstante, la poesía es un alimento que crece como la hierba, sin permiso y a contracorriente de los pronósticos, por eso, como a Roque Dalton:
Sobre su cuerpo
llovió un cielo de pájaros floridos
y, sin quererlo sus verdugos, fue árbol.
Ese es el poder de la poesía, que de nacer en forma de hierba, rebelde y latente en todas las geografías, incluso bajo la nieve o precediendo los desiertos, crece hasta transformarse; pasa de espiga domada por el viento a ser árbol frondoso, custodio de la vida y hogar de los pájaros. Es un árbol una caja musical, un ser que une la tierra y el cielo y es capaz de parir los frutos más dulces. Por eso, más allá de democratizar el maíz y el trigo —empresa peligrosa para los políticos que saben que la única forma de hacerlo con verdadera trascendencia es democratizando las tierras y las fábricas—, hay que democratizar la poesía, pues solo así, entre la poesía, la esperanza y la rabia, el espíritu será tierra fértil para la semilla de la revolución. Quizá por eso José Ernesto afirma: “Ser poeta es un oficio peligroso”. Ese oficio va más allá de las palabras, porque estoy seguro de que los verdaderos revolucionarios han sido tan poetas como políticos. En una sociedad donde nos imponen como verdad el mito de la democracia burguesa, con el fin de generar las condiciones para que el capitalismo siga tomando fuerza a costa de la miseria de los pueblos, a los cuales se les promete el paraíso mientras los llevan a las iglesias y las urnas electorales, los revolucionarios, incluso los pragmáticos, procuran un mundo tan parecido a la poesía que la realidad se rompe cuando avanzan. Entonces Dios, con tu bendito indulto y tu odio a la maldad y la avaricia:
Mientras aguardamos la segunda venida de tu hijo,
haremos la revolución,
porque no solo con oraciones se entra al reino
de los cielos.
Además, para entrar al reino de los cielos ha sido preciso para la mayoría morir primero. No obstante, en este mundo en el que vivimos hay también que hacer posible la justicia, que no siendo divina o celestial, procure ser humana y terrosa, como las manos de una campesina, tan dueña de la vida como su vientre o como las semillas que custodia para los días de siembra. No se trata de procurar una poesía que nos dé una fe quieta y resignada, sino una esperanza movilizadora, pues todos queremos vivir la libertad, la justicia y el amor como la más felices de todas las mariposas, como el verdadero Lei Feng, que viajaba en una barca rumbo al mar, guiado por el Gran Timonel.
Por último, exhorto a todo el que lea estas letras a buscar y leer El libro negro, de José Ernesto Nováez, así serán mucho más diáfanas las ideas que aquí expreso, pues es una obra que considero tan honesta como la última carta de Adolf Joffe, la cual escribió “de frente y con los ojos abiertos”.