La primera vez que Enrique Núñez Rodríguez vio un juego de pelota…(contado otra vez)
A la memoria de Pedro González Brito (1911-2004), el abuelo quemadense de mi hija, quien me contara alguna de estas historias.
En 1999, cuando Enrique cumplía la añosa edad de 76 años, el amigo y poeta Carlos Martí, por entonces presidente de la Uneac, me pidió pronunciara el elogio en la celebración que le dedicó la institución. Ante el desafío de no repetir frases al uso sobre alguien que era tan conocido, acudí a mi suegro, por más señas conterráneo del homenajeado. El resultado fue la alegre y total sorpresa del cumpleañero, quien celebró mis dotes “detectivescas”. Ese texto con el tiempo creció y se renovó, y hoy lo publico nuevamente como homenaje al centenario este 13 de mayo del recordado Núñez Rodríguez.
Tal vez la primera vez que Enrique Núñez Rodríguez vio un juego de pelota, en su natal Quemado, fue en la finca de Guillermo Triana, donde el terreno era presidido por una mata de coco y jugaba cada domingo la novena la Cubana, equipo inspirado por el supersónico Pedro Jutío, que lanzaba todos los juegos con Juan Santes como receptor, y que tenía a Felipe Salazar, Rodrigo García, Ventura Somarriba y José González Brito (por más señas, el tío-abuelo de mi hija) en su alineación “irregular”.
Eran los tiempos de la Academia nocturna de Domingo Pérez; del café del tío Cornelio Rodríguez; las bodegas del Chino Bueno y el Chino Lay; las panaderías de Santana y Reinar; la tienda de ropa La Colosal; la imprenta de Celio Romañach; la Casa Cordero de víveres en general, “de enero a enero la Casa Cordero”.
“En el largo y sabroso anecdotario sobre el beisbol, recuerdo una crónica escrita por Núñez Rodríguez relacionada con Orestes Miñoso y una estrella del campo corto, Willy Miranda (…)”.
Los vecinos podían ser el Turco Gordo o el Cojo Évora (pariente del periodista y jovial amigo José Antonio), y donde la oficina de correos de Tito Núñez le recordaba al mundo que, entre La Habana y Santiago, estaba Quemado de Güines. Y no podía faltar la Logia donde el telegrafista se reunía con el doctor Jova Olmos o con Pepe González Brito, el pichón de canario con sueños de alcaldía y escarceos de poeta.
Eran también los tiempos en que, desde su silencio de hombre profundamente retraído, el virtuoso guitarrista valenciano Vicente Gelabert llegó a Quemado para esperar el día de su entierro, mientras hacía soñar a las adolescentes y melómanos del pequeño pueblo con sus irrepetibles acordes, recalando en el hospedaje de Amaranto Alfaro (nombre de linaje garciamarquiano, como tantos otros de los sitios provincianos) donde comía y dormía, a cambio de sus lecciones de guitarra.
Enrique reviviría después a muchos de aquellos personajes cercanos de sus primeros años, como el cojo Évora: “Era uno de esos criollos a la antigua usanza […]. Su nombre estaba ligado siempre a las celebraciones y parrandas”.[1] O cuando describe cómo su padre, para cumplir la ilusión de su hijo Enriquito de completar el álbum de postalitas, se confabula con su hermano de masonería, el Chino Bueno, para, en su establecimiento, “[…] registrar galleta por galleta […] en busca del oso polar”,[2] el gran ausente en el muestrario de animales.
De su maestro de primaria, el viejo Pancho, contaba:
En días de Serie Mundial de beisbol, cuando iba a pitchear el cubano Adolfo Luque, podía autorizar a un alumno, que fingía sentirse mal, para que se ausentara del aula. Pero, antes de que se marchara, le susurraba al oído: “Luego me cuentas el juego”.
No creo haber tenido en toda mi vida un maestro más criollo.[3]
De esos años 20 (locos, críticos, de vacas gordas y flacas, son y charleston, sombrero de pajilla y fotingo), le vino a Enrique la pasión por el beisbol, porque este, junto a su patria chica, formaron un lugar común para la nostalgia, mezclados con otros recuerdos de infancia y adolescencia, como el procaz reclamo de algún chofer de taxi que reclutaba clientela joven para incursionar en la vecina ciudad de Sagua la Grande, al grito de: “¡A guasa a garsín!”.
No podía ser menos en la tierra del Premier Conrado Marrero, “el Lezama Lima de la pelota cubana”, al decir de Enrique, orgulloso de ser su conterráneo: “y lo vi asombrar a los fanáticos, casi un adolescente, con su máquina de fabricar estráis”.[4] Igual se jactaba de Juan el Zurdo —de la estirpe del “supersónico Pedro Jutío”—, esa promesa trunca que comparten como leyenda cada municipio del archipiélago: “era un magnífico pitcher. Conrado Marrero puede dar fe de su calidad […] el mejor […] que tuvo el pueblo en toda su historia”.[5]
Rememora Enrique:
Recuerdo un juego en mi pueblo. Juan el Zurdo, nuestro lanzador estrella, se descontroló momentáneamente. El equipo de Sagua tenía tres hombres en base, sin outs, y le tocaba el turno de batear a sus más recios toleteros. Alguien del público se dirigió a Macho, el cátcher de nuestro equipo, en medio del silencio precursor de los grandes desastres.
—Macho, dale ánimo a Juan.
Macho se quitó la careta. Se despojó de la gorra. Se zafó el peto. Todo en forma ceremoniosa. Callado. Se volvió hacia el que le había gritado y, rojo de ira, le contestó:
—¿Y quién coño me da ánimo a mí?[6]
En el largo y sabroso anecdotario sobre el beisbol, recuerdo una crónica escrita por Núñez Rodríguez relacionada con Orestes Miñoso y una estrella del campo corto, Willy Miranda, uno de los más espectaculares guantes cubanos en esa posición. Ambos, amén de jugar en la liga invernal, habían coincidido en los Medias Blancas de Chicago, pero a mediados de los cincuenta se enfrentan en “la ciudad de los rascacielos” en equipos contrarios, Minnie con sus Medias Blancas, y Willy jugando con los Yankees de Nueva York.
Según cuenta Enrique, que presenció el juego, algún directivo de los Yankees tuvo la idea de que Miranda provocaría a su compatriota, gritándole desde su posición en “cubano castizo” cuando fuera a batear, para sacarlo de concentración, pues aquel andaba en muy buena racha. El criollo aparentemente aceptó la encomienda, pero en total complicidad con Orestes, lo alertó y disfrutó así la falsa provocación. Esto se lo recordé a Miñoso en una de nuestras largas conversadas, y él lo ratificó con su sonrisa de siempre. De ese encuentro tuve la iniciativa de traerle al quemandense una pelota dedicada por el pelotero más célebre de Perico, presente que siempre me agradeció.
A propósito de Willy, famoso como jugador defensivo, pero bastante flojo como bateador, este siempre contaba que en su natal Velasco (el otrora “granero de Cuba”), su padre le regaló un guante, presente decisivo para su formación como gran fildeador. Ya en la cúspide de la fama, entrevistado para un programa radial, nada más y nada menos que por Joe E. Brown, popularmente conocido por Bocaza —¿recuerdan aquella escena inolvidable que protagonizara con Jack Lemmon en la secuencia final de Algunos prefieren quemarse (Some Like it Hot)?—, el reconocido actor le espetó: “¿Y tu padre nunca te regaló un bate?”. Willy pudo haberle respondido con la frase tajante de Bocaza en el mencionado filme: “Nadie es perfecto” (“Nobody is perfect”).
Notas:
[1] Enrique Núñez Rodríguez. El vecino de los bajos. Ediciones Unión, 2014, p.52
[2] Ibídem, p. 65
[3] Ibídem, p. 129.
[4] Ibídem, p.36.
[5] Ibídem, pp.132-33.
[6] Ibídem, p. 179.