La primera matrioska

Dazra Novak
20/9/2019

La simple observación de un rostro no devela toda su verdad. La interrogación directa, tampoco. La verdad personal está mucho más adentro, en las evidencias, trozos-instantes, ápices de y no, de tal vez, de siempre y nunca, hasta de momentos que mejor se quedan olvidados, como la muerte de alguien o alguna traición. De todos modos, desdeñados o no (más bien dormidos) muchos de los momentos, jamás dejaremos de tener cinco años, siete, diez, dieciséis… A medida que crecemos, los años se van guardando dentro de nosotros como se guardan las matrioskas.

Conocer a alguien llevaría entonces sacar todos los años-matrioskas, uno a uno, y revisarlos bien. Sacar y repasar (como un detective) y, sobre todo, tratar de comprender lo esencial: la primera matrioska guarda el anuncio de lo que vendrá después. Será difícil entonces descubrir (sacando y sacando hasta ese fondo que es el principio) que la matrioska primera, la que se suponía que fuera inocencia y juego y risa y apenas una que otra perreta con mocos, sea, más bien, una muñeca rota. Muy rota. Demasiado rota.

Rebecca Murga, autora del libro Los aprendices. Foto: Internet
 

La novela de Rebeca Murga, Los aprendices, es una colección de pequeñas matrioskas rotas. Libro triste. Libro sepia directamente proporcional a su portada. Leerlo es ir sacando y sacando, a través de un (re)conocimiento doloroso, la niñez a pedazos. Muy rotos. Demasiado rotos los pedazos. La verdad personal de los pequeños habitantes de la casona, un hogar para niños sin amparo filial, está hecha de trozos-instantes, ápices de no, de ya nunca más:

“¿Tu madre también está muerta?, pregunta Aquiles y las fofitas se llevan las manos a la boca. ¿De qué murió?, insiste. ¿De cáncer?, pregunta Buen Samaritano. De sida, asegura el boxeador valiente y ella dice que no digan tonterías, que su madre vive. Todas mueren, explica Aquiles, a mí me lo dijo el Maestro. ¿Qué te dijo?, se muestra curiosa la Niña. Que yo estaba aquí porque mi madre se ha muerto. Eso es mentira. Ella está viva, bobo. Un día vas a ver que ella está viva”.

“Todas mueren”, ha dicho el niño. Y a partir de ahí irán sumándose otras sentencias, igual de dolorosas, que nadie esperaría en una novela contada tan dulcemente. De extremos está hecho el equilibrio. Algo que la autora domina bien y por eso narra el dolor como si nos acariciara con la voz de la vida (cariñosa implacable), como alguien que tiene muy claro el rincón donde han quedado guardados sus primeros años, su ingenuidad.

El minucioso conteo que el narrador va haciendo de culpables-maldades-violencias, de burlas-mentiras-falsos besos, de ausencias-chantajes-pecados, es el vehículo eficaz que ella nos presta para que lleguemos más rápido, sin perder tiempo con juguetes-Disney, a preguntarnos: ¿será posible, después de todo esto, que sobrevivan la inocencia, el amor, la imaginación?

Solo hay una manera de descubrirlo, y eso es, analizando las evidencias como ha aprendido a hacer Niña leyendo, aunque se lo prohíban una y otra vez, tanto policíaco en la biblioteca del Maestro. Evidencia #1: “El policía quiere saber por qué Niña lee tanto. ¿Nadie le ha dicho que en los libros se esconden los gusanos? Pero ella piensa: la mariposa es un gusano”, y en silencio desea ser una, para alzar el vuelo y no regresar nunca”.

Portada del libro Los aprendices. Foto: Cortesía de la autora
 

Evidencia # 2: Aquiles, el niño de los pies con dedos torcidos llega a esa casona donde luego “extrañaría la rutina del hogar, la certeza de una Virgen alumbrándolo desde las cosas pequeñas: una taza, un plato, una cuchara. La cama y el olor de su almohada. Los juegos en el fango”. Aquiles pelea con Villano, pero ninguno sale vencedor después del grito “¡Policía!”, y entonces “quedan todos bajo la amenaza del Maestro, porque dijo que se encargaría de completar con el cinto el minuto de cocción que les faltó en la barriga de las madres”.

Ningún lector, una vez descubierto lo que pasó con la madre de Aquiles, podrá perdonar esa amenaza del Maestro. Justificará también la manera en que Niña suma a los otros a su plan de venganza, y abrirá cada página de este libro con un leve sobresalto que se vuelve un terror in crescendo, tejido por la autora con mano firme. Su gesto escritural es un grito, uno muy oportuno, porque esto hace rato dejó de ser un juego de niños y hay que defenderse:

Evidencia #3: “Después de ahuyentar las dudas sobre su valor, el niño se porta bien y solo tiene ojos para la pequeña rubia. No desea que se aparezca el hombre de las esposas y la pistola y le haga repetir cien veces en voz alta “yo debo portarme bien”, de cara a la pared y con las manos enlazadas. El niño se porta bien. No quiere que el hombre de las esposas y la pistola sepa que él está construyendo un arma para defenderse de las musarañas. Afilada. Valiosa como aquella que le quitaron al llegar a la casona”.

¿Hasta dónde será capaz de llegar la autora? ¿Hasta dónde serán capaces estos niños? ¿Será verdad lo que estamos leyendo, o más bien una ficción? Dudamos, sí, todo el tiempo. Entonces… ¿por qué queda, al final, este silencio resentido y culpable? ¿Será porque el adulto que somos, de tanto llevar su niño adentro, en el fondo sabe de lo que son capaces los otros? ¿Por qué queremos que esto mejor sea solo un libro, solo imaginación?

Porque el chirrido de la última página es una reja que se cierra para siempre. Tirada-la-llave será igual a cadena-perpetua. Y a partir de ahora revisaré (pobrecita detective que soy) los rostros de los otros en un intento de sacarlas todas hasta la primera matrioska, buscando desenterrar aquello que desde aquel entonces anunciaba lo que somos-seremos capaces hoy-mañana, como adultos. Rezando para que solo estemos hablando de una mentira muy bien contada.

La autora ha escrito, en realidad, un libro-evidencia de que la imaginación salva. Ya sabíamos que con los libros se desentraña lo humano, se aprende a mirar, mas ella no peca de facilismo con final ñoño y feliz. Rebeca posee una magia frágil-fuerte que usa para sacar luz de lo oscuro, pero no regala. Habrá que agradecerle con una lectura prolija digna de sus ápices poéticos de quizás y de tal vez. Tenues rayos de esperanza que permitirán ver, con ojos sinceros, más allá, en ese fondo que es el principio.