La obra documental del gran Santiago Álvarez
En el desamor de los nuevos tiempos, es de agradecer que jóvenes estudiantes de cine o asignaturas coincidentes como la publicidad y las argucias del periodismo, transiten las obras de Santiago Álvarez, el gran cineasta, nuestro mayor documentalista. Se inició en variados oficios antes de enfocar el cine y dedicarle los más fructíferos años de su vida. Llegaba a la culminación desde una suma de contrastes enriquecedores de su óptica y su voluntad. A esos años de dominio profesional y emplazamiento de novedosos modos de información se acercan los textos que siguen a estas palabras, de Lianet Cruz Pareta: “Arte y compromiso en la gran pantalla: el Noticiero ICAIC Latinoamericano”; Andy Muñoz Alfonso: “Melodía del cambio”, y Yobán Pelayo Legrá: “Adiós a las armas”. Ellos abordan su trayectoria por parcelas y variantes, con la ambición de abarcar a quien no fue un “cineasta puro”, si tal cosa existe, porque al séptimo arte acercó su experiencia de buscavidas, una capacidad de observación y una riqueza temática ganada en oficios y con personas muy variadas, con cuyas ansiedades se identificó.
Vista en el tiempo, la vida de Santiago Álvarez se nos presenta un tanto aventurera —su primera vida, porque para suerte del arte cinematográfico cubano tuvo dos—, fusión de inquietudes personales y accidentes propios de un país de naturaleza inestable. Estudió sin concluir carreras de Medicina, Filosofía y Letras y Psicología en la Universidad de La Habana y en la de Columbia, cuando conoció el exilio económico en Estados Unidos. Fue aprendiz de linotipista, minero en yacimientos de carbón de Pennsylvania, lavaplatos en Brooklyn, director de programas de radio… Era uno a quien podía considerársele “mala cabeza”, y vino a asentarla en La Habana con la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic). Iniciaba la segunda parte de su vida. En los intentos de descubrir oficios se había descubierto a sí mismo: sería cineasta. Y en las variantes del cine lo ganó el documentalismo, propicio a seguir en comunidad con multitudes, gentes y destinos diferentes. Su cine documental constituye el mayor caleidoscopio de imágenes y de asuntos acumulados por un cineasta latinoamericano. En esa proliferación conquistó la manera más decidida para mantenerse fiel a una idea de servicio social y a una definición ideológica.
Por supuesto que en esos particulares empeños se expresa una gran variedad de temas y, como fondo, el unitario reflejo de los problemas y la búsqueda de soluciones. Las motivaciones históricas de las mayorías, los conflictos del Tercer Mundo, creados y aprovechados por el Primero, desigualdad que caracteriza y desgarra la vida de la considerada población subalterna. No es difícil colegir que en la etapa inicial acumuló experiencias amargas y violentas que le armaron el carácter frente al desprecio de las clases altas, indolentes e insaciables en el ahondamiento de divisiones que aseguran su preeminencia. La vida en Estados Unidos, sometido a los altibajos de una sociedad donde cada ciudadano principal resulta una locomotora que arrolla a su paso para distender el predominio que lo beneficia —aparte de bondades y virtudes y el reconocimiento de lacras sociales y desavenencias—, le armó un carácter respondón y activo, analítico desde el coraje. Solamente quienes viven esas circunstancias con una mirada despierta (“ya dormiré mañana con el párpado abierto”) asumen el trasfondo de injusticia travestido de virtud. Eso vivió Santiago Álvarez en la primera parte de su vida; eso reflejó y condenó como cineasta en la segunda.
Llama la atención la insistencia de tópicos internacionales en el documentalismo de Santiago Álvarez, comprensibles como reflejos de sus años de formación, también de su decisión ética: hijo de un país pobre, será fiel a los países similares (“De América soy hijo, a ella me debo”). No es difícil imaginar al joven cineasta leyendo las crónicas de José Martí sobre Nueva York, ciudad que amó y retrató en sus abismales contrastes, teniendo esos párrafos como desentrañamientos de realidades tan bondadosas como injustas, vivencias escritas con palabras nacidas de la admiración y del cuestionamiento. Constituyen la lección del dolor y la grandeza, la admiración y el desengaño. Fue el aprendizaje del futuro cineasta, desde escalones bajos, afrontado a la necesidad de hacer y amar la vida. Esas experiencias abonaron su sentimiento internacionalista, su mirada como escalpelo para el desentrañamiento, sintiendo propias las heridas causadas por el despotismo. Muchas anécdotas de ese carácter se sumaron en su memoria, algunas le escuché en charlas que atesoro como valores permanentes. Y vi el reflejo de experiencias traducidas en compasión e identificación, pero no queja, sino reclamo y enfrentamiento.
Los estudiosos cuyas páginas sobre Santiago Álvarez se recogen en este libro entraron en una obra de difícil catalogación, por su riqueza de enfoques y la amplitud de miras en acontecimientos y circunstancias tocadas por la Historia. Entre ellas, piezas maestras como Ciclón, Now!, L. B. J., Hanoi, martes 13 y 79 primaveras. En ellas trató asuntos de complicaciones variadas y recurrió a posibilidades comunicativas sorpresivas, únicas hasta su exploración y ejemplares en la acertada vinculación con los asuntos. Acontecimientos trágicos y solemnes tratados desde el humor, la caricatura, inesperados apoyos musicales y alegatos llevados a metáforas, información que obviaba el ritualismo de la explicación verbal, predominante en la época inmediata anterior. Se requiere estudiarlas desde el aspecto formal para subrayar sus conquistas, su atrevimiento, pues fueron precisamente las formas que sedujeron a sus espectadores. Eran obras novedosas sobre temas intrincados, con apelación a un nuevo tipo de sentimentalidad que venía formándose ante proposiciones de la cultura de masa. Santiago Álvarez imponía formas nuevas, muy propias, acuñaba recursos expresivos y se arriesgaba a rupturas con lo tradicionalmente concebido como “noticiario”. Establecía resortes personales, el riesgo de “no contar” ni “descubrir”, pues se trataba de asuntos conocidos, donde el factor de seducción y posible triunfo radicaba solamente en la forma de entregarlos. Establecía un diálogo con quienes ya eran sus espectadores, se permitía saltos confiando en una comprensión ganada. Retomar ahora aquel vínculo requiere una contextualización retrospectiva, la de cada semana en el disfrute de las notas y las formas en que las servía, reto y placer tan comunicante como estético, desde el condicionamiento de quienes crecían junto al realizador.
Era premisa explícita su vocación socialista y la confrontación con el imperialismo en sus diversas manifestaciones. “Soy panfletario”, afirmaba, sin que el rudo sonido de esa palabra alcanzara a atemorizar, precisamente porque no disimulaba sus intenciones de persuadir hacia el lado izquierdo de los conflictos.
La persistente labor de Santiago Álvarez y su equipo recorrió más de noventa países como corresponsales de guerra, en Asia, África y América Latina; captó en sus cámaras personalidades descollantes de los movimientos progresistas de varias décadas —Ho Chi Minh, Salvador Allende, Agostinho Neto— presentados en cercanía, hablándoles directamente a sus gobernados y a la opinión mundial. Dirigió más de cuatrocientas ediciones del Noticiero ICAIC Latinoamericano, convertido en escuela formadora de talentos que en él hallaron un maestro inigualable.
Cuando de tanto “tamizar” y condicionar las convicciones, una característica suya, que solamente mencionada ocasionaría pavor en actuales conceptos de creación literaria y artística, fue la franqueza política. Varias veces subrayó su trabajo como propaganda en un sentido panfletario diferente pero firme, poético y persuasivo desde la emoción y la verticalidad de sus objetivos. Era premisa explícita su vocación socialista y la confrontación con el imperialismo en sus diversas manifestaciones. “Soy panfletario”, afirmaba, sin que el rudo sonido de esa palabra alcanzara a atemorizar, precisamente porque no disimulaba sus intenciones de persuadir hacia el lado izquierdo de los conflictos. La apreciable suma de sus formas artísticas, el mensaje humanista vinculado a la persuasión ideológica, hacían amable su proposición. La fuerza de las imágenes y su comunión con una banda sonora exigente se integraban a un carácter hímnico, ya fueran fragmentos de conciertos o aires populares de diversos continentes, una “rumba de cajón” podía sonorizar elementos que parecerían opuestos al baile. Imágenes y sonidos resultaban definitorios de su obra. El hecho incontrastable de vivir en un país con un tesoro musical vivo y cambiante enriqueció su interpretación aplicada a hechos más serios. Las observaciones sobre esas aventuras sonoras, en vínculo con la música de nuestro tiempo —sus provocaciones y fusiones—, tuvieron un adelantado en Santiago Álvarez y merecen una observación detenida en las incursiones de estas páginas.
Junto a las luchas progresistas de países y continentes reflejadas en las obras de Santiago Álvarez, y como parte de ellas, la temática racial alcanza momentos de alta tensión. El extraordinario ejemplo de Now! es seguido por la denuncia en condiciones de discriminación de todo tipo, en sociedades ricas y pobres, porque responden a sentimientos elementales de raíz económica. Se declaró refractario de las diferenciaciones onerosas impuestas en las sociedades, aparejadas a tradiciones supuestamente inviolables, los ropajes en que pretende escudarse la índole criminal del racismo, crecido donde reina la incultura. En su vida privada creó una familia tan negra como blanca, emporio de la convivencia y la igualdad, en coherencia con el conformador perfil de los cubanos. Hermoso ejemplo para un país que conoció la esclavitud de los africanos y sus descendientes, donde todavía se lucha contra rezagos racistas, más la aspiración a la paridad racial, la igualdad de posibilidades de desenvolvimiento. En ese sentido, como en su vida, la demanda se impone sin afectaciones, en coherencia con un panorama de razas mezcladas en las pieles y en las sangres. Esos valores también merecen el detenido reconocimiento de los analistas que aborden su obra.
En el panorama cinematográfico cubano, los documentales constituyen una columna de dimensión fundamental y calidad digna de respeto. La obra de este gran maestro inclina la balanza con lecciones de riqueza artística trascendente, conquista de primer orden que acompañan los pasos del mejoramiento social. Este razonamiento autoriza y enriquece las páginas que siguen, suma de consideraciones analíticas dedicadas a pormenorizar sus pasos, sus elementos conformadores, el peso que otorga al conjunto de nuestro cine la extendida labor de Santiago Álvarez, el orgullo de contar con uno de los maestros fundamentales del género, su obra de sólida significación.
En las páginas anteriores cuidé como solo apuntes los temas afines al estudio del documentalismo del maestro Santiago Álvarez, dejando el terreno apenas acotado para el desenvolvimiento de los textos que constituyen el grueso de nuestra paginación, los acercamientos analíticos. Para mí esa obra resulta terreno fundador. Soy de los escritores que iniciaron su segunda juventud escuchando a Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, y avivando convicciones sobre la justicia social viendo los documentales del maestro. Hablo de los primeros años sesenta, los del mayor consenso político que recuerda nuestro país, cuando cada día nos traía una sorpresa y nuestras propias vidas eran madera moldeable. La música de los trovadores y las imágenes de la pantalla ganaban reflejo inmediato en las retinas de nuestra memoria y marcaban nuestra sensibilidad. Aunque los tiempos han cambiado, aquellas experiencias quedaron cimbrando con la intensidad de una cuerda de violín. Los escritores y artistas cachorros asistimos al crecimiento de las artes y al surgimiento de nuevos creadores que, como nosotros, se formaban en la brega. Sentíamos una compulsión que nos marcaba el paso, teñida con el fervor juvenil.
Con el noticiero dimos nuestros primeros pasos en una escala indetenible, nos hicimos más cubanos, también latinoamericanos —algo que antes no asumíamos con tanta veracidad—, en una conjunción que aunaba los dos sentidos de la palabra, lo que se dice y cómo se dice.
Hoy, piensen que entramos al cine Chaplin de entonces, un día de proyecciones normales, y que no nos atrae únicamente la película anunciada —muchas veces de un politicismo tan rutinario que perdía eficacia—, sino el noticiero, lo que parecía nacido para “relleno”. Podíamos dudar sobre si permaneceríamos en la sala una vez concluido el noticiero, con el que nos identificábamos. Ocurrió algunas veces. Recordemos aquellas jornadas vibrantes, cuando una comunicación sin precedentes nos atrapaba desde la pantalla; era una comunión, ni más ni menos. Sobre aquellas vivencias y sobre nuestras mentes han pasado más de cincuenta años, desde el nacimiento del Noticiero ICAIC Latinoamericano. Se dice fácil. Con el noticiero dimos nuestros primeros pasos en una escala indetenible, nos hicimos más cubanos, también latinoamericanos —algo que antes no asumíamos con tanta veracidad—, en una conjunción que aunaba los dos sentidos de la palabra, lo que se dice y cómo se dice. Aquellas intensidad y capacidad de síntesis tenían el desenfado de nuestra irrepetible juventud, daban significado a cuanto vivíamos. Detrás de ese hallazgo sucesivo estaba el nombre de Santiago Álvarez.
Su exigente factura le ganó fama nacional e internacional. Su nombre comenzó a aparecer entre los grandes del documentalismo cinematográfico. Varias generaciones de espectadores pudieron disfrutar su cine documental diferente. El mensaje político, social, cultural y los acontecimientos ganaron otra fuerza. Quienes conocimos las obras de este informador en la medida en que salían de su taller, ya no seríamos los mismos. Lo comprendemos cada vez que nos devolvemos a los noticieros y los documentales dirigidos por él, pues nos permiten recorrer la historia y razonar desde una emoción que no excluye la inteligencia y el disfrute artístico.
Todavía admira esa condición peculiar de quien se declaró panfletista y en el cumplimiento de una tarea que otros creadores desdeñarían, halló caminos que pasaban por la experimentación en la comunicación de ideas.
Todavía admira esa condición peculiar de quien se declaró panfletista y en el cumplimiento de una tarea que otros creadores desdeñarían, halló caminos que pasaban por la experimentación en la comunicación de ideas. Para comprenderlo es recomendable evocar las circunstancias en que Santiago Álvarez desarrolló su trabajo, sus condicionantes en un país entonces trascendido por las más avanzadas corrientes estéticas y una herencia incomparable en la confrontación política desde los mass media. En este asunto, como en otros, independientemente de lo que se afirme o reitere, el Icaic no partía de cero ni se podía permitir el clásico “borrón y cuenta nueva”. Cuba era uno de los países latinoamericanos donde la programación cinematográfica contaba con más hábiles informadores, avezados y arriesgados, toda una competencia que cimentó un quehacer de excepción, pero también el instrumentalismo de las mentalidades y, por supuesto, de las conciencias. Santiago Álvarez reconoció los pasos de quienes antes recorrieron ese camino, pero no accedió a los modelos “clásicos”, poco avenidos a la idiosincrasia de los espectadores que cada semana acudían al estreno del Noticiero. Para comunicar con sus destinatarios halló puntos de identificación tan firmes que resultó una escuela perfectamente definida, hacia una experiencia consustancial.
Aquellas obras, ejemplares y comprometidas, iniciaron una escuela que enriqueció nuestra cosmovisión. Y lo hizo con el mejor método, el de la eficacia artística, que si es sentida y acendrada, no riñe con la militancia.
La información, tamizada por pinceladas creativas y un énfasis rompedor, tuvo características propias, hasta conformar el estilo del gran documentalista. El perfeccionamiento de esas características en obras de corta duración, dictó soluciones para otras, más extensas. La inquietud de lo conquistado y la búsqueda de nuevas vías le marcaron pautas. Respondía a una atmósfera de cuestionamiento general, la del movimiento social que le daba vida, y a sus propias intuiciones frente al reclamo de espectadores de nuevo tipo, plenamente integrados a su estremecimiento cuestionador. Los ejemplos a que acudía, algunos llegados del este europeo, historiados allá con una eficacia reconocida, no bastaban para el reclamo de nuestro país, necesitaban un refrescamiento que apresara y mantuviera la comunicación en una zona eminentemente occidental. La estrecha mirada del epígono y el repetidor fracasaban, o se convertían en ejemplo de lo que no se debía hacer. Las duras márgenes de la tradición no podían albergar este discurso nervioso, incisivo y abierto a múltiples posibilidades. Las circunstancias que narraba, nuevas e impugnadoras, incluían un mundo desde siempre ignorado, o mal atendido por el séptimo arte.
Los asuntos que trataba le exigían planteamientos de nuevo tipo, porque ponía en el lenguaje audiovisual realidades no transitadas. Se acercaba a un mundo en el que también nos insertábamos sus espectadores. Aquellas obras, ejemplares y comprometidas, iniciaron una escuela que enriqueció nuestra cosmovisión. Y lo hizo con el mejor método, el de la eficacia artística, que si es sentida y acendrada, no riñe con la militancia. Eso aprendimos con sus obras, junto al reclamo de nuestras propias vidas. Esa sabiduría merece continuación.
*Prólogo del libro Santiago Álvarez: un cineasta en revolución, de Andy Muñoz Alfonso, Lianet Cruz Pareta y Yobán Pelayo Legrá (Ediciones Icaic, 2018).