Después de la crisis que sufrió el ballet en la segunda mitad del siglo XIX, tras el esplendor del Romanticismo, este arte surgió con nuevos bríos en Rusia, país donde había iniciado una historia que se remonta a 1734, cuando en San Petersburgo se creara la primera institución dedicada a fomentar este arte.
El ballet en Rusia alcanzó su esplendor bajo la guía del coreógrafo francés Marius Petipa, quien guio su destino desde 1869 hasta 1903. Aunque trabajó con los músicos italianos Cesare Pugni y Riccardo Drigo, en obras tan conocidas como El Corsario, Don Quijote, La bayadera y Paquita ycon el austríaco Ludwig Minkus en Don Quijote y Paquita, la inmortalidad de su obra se alcanzó cuando unió su talento al de Piotr Ilich Chaikovski. De esta relación surgieron las obras más aclamadas del nuevo estilo llamado Clasicismo, que tiene como máximos exponentes a La bella durmiente (1890), Cascanueces (1892) y El lago de los cisnes (1894-95). De esta hermosa relación entre coreógrafo y compositor hay que señalar la que también logró con el famoso ruso Alexander Glazunov, quien en 1898 creó para él la partitura de Raymonda, el último de sus grandes trabajos coreográficos.
La nueva era
En la obra de los Ballets Rusos, dirigido por Sergio de Diaghilev encontró el ballet del siglo XX la mayor revolución conocida en la relación coreográfico-musical durante toda su historia. Sería el gran coreógrafo Mijail Fokine quien trazaría la pauta al utilizar en sus creaciones partituras no concebidas para el ballet. Así sucedió con Las sílfides (1907) en las que utilizó “Nocturnos”, “Valses”, “Preludios” y “Mazurcas”, de Federico Chopin, o en La muerte del cisne, el más célebre solo en la historia del ballet que le inspirara “El carnaval de los animales” de Camille Saint-Saens. Durante los veinte años de existencia de esta compañía (1909-1929) colaboraron con sus coreógrafos: Fokine, Nijinski, Massine, Nijinska, Balanchine y Lifar, los más prestigiosos compositores de la época, entre ellas el español Manuel de Falla (“El sombrero de tres picos”), los franceses Maury Ravel (“Dafnis y Cloe”), Claudia Debussy (“La siesta de un fauno” y “Juegos”), Eric Satie (“Parade”), Darius Milhaud (“El tren azul”), George Auric (“La pastorale”) y a Henry Sauguet (“La gata”). Así como los rusos Igor Stravinski (“El rito de la primavera” y “Apolo”) y Serguei Prokofiev (“El hijo pródigo”). A partir de entonces, se abrió un camino muy amplio por el que transitaron las más diversas tendencias musicales, desde Mozart a los Beatles y de Beethoven a Pink Floyd y Queens.
El Ballet Nacional de Cuba en sus 75 años de historia ha creado un repertorio de varios cientos de títulos y para ello, ha contado con la valiosa colaboración de la obra de los más importantes compositores mundiales y cubanos. En su repertorio figuran obras de los máximos compositores del período Romántico-Clásico y Contemporáneo, así como los más relevantes creadores musicales de Cuba. Es una larga lista de 87 compositores, cuya música fue creada, especialmente, para los coreógrafos u otras, ya existentes, pero a las cuales los coreógrafos cubanos les encontraron valiosas posibilidades de ser danzadas. Es una larga lista imposible de relacionar en tan breve espacio, pero en la cual sobresalen Ignacio Cervantes (Serenata cubana, En mi Habana y Diálogo a cuatro), de Alberto Méndez, Martha García y Alicia Alonso, respectivamente; Ernesto Lecuona, (Tarde en la siesta) de Alberto Méndez; Gonzalo Roig (Cecilia Valdés), de Gustavo Herrera. Imposible dejar de mencionar compositores contemporáneos de la talla de Amadeo Roldan, Alejandro García Caturla, Leo Brouwer, Carlos Fariñas, Juan Blanco, Edesio Alejandro, Frank Fernández, Sergio y José María Vitier, por solo citar los ejemplos más representativos.
Podemos afirmar que, en la realidad cubana, música y ballet constituyen un binomio creador que no solo enaltece a la danza teatral sino también a toda la Cultura Nacional cubana.