La mecánica inefable de Sistema
En la dramaturgia cubana actual es recurrente el tratamiento de temáticas y sujetos urbanos, en especial de hechos que suceden en La Habana y con personajes que sobreviven al intento de hallarle sentido a su realidad. Los temas rurales carecen de atención y cada vez más la urbe capitalina es el escenario potencial para hablar de la Cuba de hoy.
Lo insólito es encontrarnos con un texto como Sistema, de Abel González Melo, con su mejor capa de ficción en la escena de Argos Teatro. Bajo la mirada atenta de Carlos Celdrán en la dirección general de la compañía, aparece una nueva temporada de esta “trama inconveniente” en una puesta en escena del joven director Yeandro Tamayo, quien ha tenido la oportunidad de dirigir recientemente, también con Argos, Locos de amor, de Sam Shepard.
¿Lo insólito? Sistema no sucede en la isla. A niveles dramáticos y referenciales la menciona, la atraviesa y la piensa desde las 90 millas que la separan de “ese pedazo de Cuba que se llama Miami”. El pintor cubano Arturo Alcalde es incriminado por abusar de un menor, Kevin Fernández, cuando se encontraba de visita en la ciudad estadounidense para inaugurar una exposición en la Gerby Gallery. A partir del casual encuentro en un mall de su esposa Dora con Sara, vieja amiga y madre de Kevin, se desata una pesadilla imposible para ambas familias.
Los hechos en esta historia no están claros y dudo que en la puesta en escena se esclarezcan del todo. Las culpabilidades se hallan bien repartidas entre quienes concurren. Todos se culpan constantemente de algo, saben que en algún momento han tirado la mano, luego la han escondido escurridizamente y los otros han tratado de sacarle provecho al asunto. Se cuidan, claro que se cuidan de las apariencias, del qué dirán. Se acechan, intentan sacar partido de lo más mínimo, la plata siempre hace falta y las deudas se incrementan. Se trata de un sistema complejo, cívicamente hablando, que sustenta el conflicto central de esta mecánica y que además establece otro sistema de relaciones humanas en permanente desequilibrio.
González Melo conoce el terreno que pisa, subvierte la realidad y no trata de componerla tal cual, sino que la encrudece con una especial belleza en el estilo escritural. Yeandro Tamayo, hábil por la lectura bien entendida del texto, se encarga de interconectar un ciclo de situaciones escénicas y de personajes que se desenmascaran y muestran durante la representación “muchos secretos que no nos cuentan pero que de todas maneras llegamos a saber”, según palabras de Gustavo Ott en las notas al programa.
El espacio adopta el cuerpo situacional que requiere el argumento y lo hace desde recursos minimalistas, lo que permite al espectador entrar en la convención, poner a funcionar sus sentidos perceptivos y crear sus propios contenidos. La imaginación del espectador debe estar atenta al tejido de informaciones que a nivel intertextual y simbólico la obra va negociando con él. No es una obra realista, aunque en su híbrida demostración ofrezca señales de serlo. En ello el director ha sido consecuente con la concienzuda línea de trabajo de la compañía: sugerir y no decirlo todo. Se trata de un intercambio convencional entre los actores y los espectadores sobre las disímiles percepciones que cada cual tiene de una misma realidad. Tal cuestión queda artísticamente bien resuelta en la puesta en escena: esa es otra marca registrada, como ya he dicho antes, de la casa Argos.
Bien lejos está del naturalismo la lectura escénica que de esta trama inconveniente ha hecho Yeandro, quien entiende que el teatro es un arte y como tal está sometido a leyes. No son otras que las leyes de la vida y las del arte teatral, nunca idénticas: estamos de acuerdo en que lo esencial del teatro es la interpretación. Cuando una puesta se pauta sobre lo cotidiano en la escena, el teatro es capaz de recomponer esos fragmentos a través de procedimientos que tienen por escudo la interpretación. No olvidemos que mostrar la vida en escena significa interpretar esa vida.
Es lo justo elogiar al pensador de la puesta en escena, y al equipo de trabajo de Sistema, por la cuidadosa intuición escénica que han tenido con el texto de González Melo, un material fuerte, lleno de picardías y de buen gusto. Quiero pensar que no fue al azar que el equipo artístico, y esto incluye también al dramaturgo metido en el proceso, basaran su textura escénica en la capacidad asociativa del espectador, al construir imágenes en las que este pudiera reflexionarse con claridad ante las desventuradas realidades que estos personajes “sistemáticos” padecen.
El elenco resulta un componente imprescindible para la concreción de tales visiones. Los actores, con una sorprendente afinación interpretativa, han entendido cómodamente los matices dramáticos de la trama. Se encuentran en un nivel de bien tensadas relaciones interpersonales, en un sitio donde comparten las fluctuaciones sobre una realidad cada vez más mutilada y equívoca.
En el orden individual es reconfortante ver a Mariana Valdés en Greta, la psicóloga, vital y acoplada al resto del elenco. Maridelmis Marín, con una presencia escénica elegante y segura, luego resulta perturbadora en su última intervención, al encarnar a una Joanna enigmática y manipuladora. Una revelación del elenco resulta el excelente trabajo de Alberto Corona como Maikel, el padre de Kevin, amenazador cual “lobo feroz”, vulgar y oportunista, pero tratado desde un sentido del humor que lidia con lo promiscuo. Dora, la esposa de Arturo, es la típica mujer de carácter dúctil, frívola por default, siempre cuidando las apariencias: un personaje interpretado inmejorablemente por Rachel Pastor, viva y precisa en su labor.
Punto y aparte merecen Yailín Coppola y José Luis Hidalgo, actores ya emblemáticos en la escena de Argos. Coppola ha entendido la psicología de Sara de manera nítida. A primera vista brinda la imagen de una mujer vulgar, aunque es ingeniera, kitsch en toda la extensión del término, una superviviente capaz de cualquier cosa por salvaguardar sus joyas y su confort económico. Sin embargo, la actriz es exquisita en la elaboración de los matices más imperceptibles de la madre irresponsable, que se lanzó en una lancha por Boca de Camarioca destino a Miami con Kevin pequeño, pero que a la vez lo ama y sufre cuando lo lastiman. “José Luis está estupendo”, le comenté a Abelito tras la primera función de Sistema a la que asistí. Luego volví y volví a la salita de Ayestarán y 20 de Mayo, incansablemente, y sigo pensando lo mismo de su inmenso trabajo con Arturo Alcalde. Disfruto en cada acto de la manera en que maniobra con su carácter, lo sensorial y lo emocional, y de la interrogante que lanza: ¿detrás de su apostura y sus buenos modales se esconde verdaderamente una criatura perversa?
Foto: Sonia Almaguer
Todos, en definitiva, han respetado la única recomendación que hace el autor en el epílogo de su libro: “(…) le diría (al director) que propusiera a cada actor defender la verdad de su personaje con toda la pasión y hasta el final. Sé que, en términos realistas, alguien tendría que estar mintiendo. ¿Pero cuál es la verdad? Acaso la utopía de una verdad escénica solo pueda nacer de ese complot de imposibles”.
Muchos, a la salida de la sala, se podrán sentir exacerbados, principalmente los menos intelectuales, ese público de a pie que quizá llegue a resentirse con algunas zonas del montaje (del discurso), como si le hubiesen tocado una herida. Los más escépticos podrán no creer en la médula de esta trama inconveniente y especularán que tales horrores y miserias no son posibles. De modo que estos recortes escénicos “mayamizados” de un sistema defectuoso de la realidad activan las dudas, discuten sobre lo (im)posible y demuestran que la realidad proyecta una cosa y el sistema dicta otra.