Para la numerología, el nueve representa el viaje total. Exploración del alma humana. Eso, precisamente, es La maleta de B., Premio Alejo Carpentier 2020 de Cuento, del narrador, poeta, dramaturgo, crítico y traductor Atilio Caballero. Eso son estas nueve historias: suerte de anábasis, viajes del Yo en el espacio, hacia sitios del mundo físico; viajes del Yo en el tiempo, hacia el pasado y los vericuetos del mundo psíquico. Recordemos que para Deleuze los verdaderos viajes, al menos para un intelectual, no tienen lugar en el espacio: nada hay más inmóvil que un nómada, nos dice Deleuze. Precisamente desde tales viajes Atilio Caballero desata una ordalía pensamental. Si un libro está lleno de pesadumbre se diría apesadumbrado. Si un libro está lleno de pensamiento se diría apensamentado. Parafernalia pensamental y existencial. Y todo ello henchido de intertextualidad, esa que nos lega la cultura universal, henchido de la intratextualidad que no solo reside en la relación de un texto con otros textos del autor, sino con todo ese archivo ―para decirlo a modo de Walter Benjamín― que ha sido y es, vivencial y creacional, todo autor.
Para la numerología, el nueve representa el viaje total. Exploración del alma humana. Eso, precisamente, es La maleta de B., Premio Alejo Carpentier 2020 de Cuento, del narrador, poeta, dramaturgo, crítico y traductor Atilio Caballero.
Ahí está la máxima estructuralista según la cual el sentido no está al final, sino que lo atraviesa todo. El sentido acá atraviesa todo el libro. Digámoslo a priori: este es un libro sui generis. Absolutamente ajeno al Qué narro y al Cómo narro, a lo temático y estilístico en la cuentística cubana actual. Estilo y temática acá son particularísimos. Atilio Caballero no es un out-sider. No es un lobo estepario, al modo de Hermann Hesse. Atilio Caballero es un aufklärer, un explorador, como Derrida calificara a Barthes. Roland Barthes, en La cámara lucida, nos legó los conceptos de studium y punctum, todos los elementos constitutivos de una imagen versus aquel elemento, único, que desde esa imagen seduce, subyuga y lacera. Ese es el punctum. Aquello que lleva de lo denotativo a lo connotativo.
En la primera de las historias de este libro, libro rarum instrumentum, “Para llegar a las aguas termales”, el autor define el punctum como “tajante”, “agudo”, “reprimido”, algo que “grita en silencio”; en el último, “LosvecinosdeBirmingham”, reincide en hacer asomar el punctucm barthesiano: “Algo que en otro momento alguien llamó punctum, pero que ahora prefiero dejar al azar o a la perspicacia del ojo que busca, como en esos juegos donde uno, como buen detective, debe hallar el objeto perdido o la llave del laberinto”. Un significante: en el alfa y el omega de este libro se alude al punctum. Atilio Caballero declara, sin ambages, que desea dejar a la perspicacia del ojo que busca ―el ojo de cada uno de sus lectores― lo que denomina “la llave del laberinto”, el libro como laberinto, el libro como criptografía, el lector como detective, decodificador. Adicionemos el maderamen lúdico con el que el autor, homo ludens, desea “entramar”, meter en la trama, a sus lectores.
Aludamos al paratexto que llega desde el título: el libro como maleta. La noche del 26 de septiembre de 1940, Walter Benjamin entró con una maleta a la habitación No. 3 del Hotel Francia, en Portbou. Dentro había un reloj de oro, fotografías, una pipa, unos lentes, papeles ―cartas, el último manuscrito en el que había estado trabajando― y muy poco dinero. Después…, y se suicidó. Antes había dejado saber que el contenido de la maleta era más importante que su propia vida. Hasta hoy se desconoce el paradero de maleta y contenido. Reincido: el libro, este libro, como maleta. El título no obra como mero paratexto: es uno de los muchos objetos perdidos, de las múltiples llaves para abrir el laberinto. El libro como equipaje. Como recipiente.
Roland Barthes, al que el autor regresa una y otra vez, llamó asimbolia a “discutir todos los detalles de un libro sin percibir el proyecto de conjunto”, “elsentido”. Urge desambiguar unos y otros: el entramado del Qué narro, lo temático inusual en este libro; la urdimbre del Cómo narro, lo estilístico en este libro, al tiempo que se devela su sentido. Y urge decirlo ya: lo temático y lo estilístico han sido empleados en este libro ―en inusual maquiavelismo literario― como medios para lograr un fin. He aquí el primero de los elementos que hacen de este libro algo único: en la narrativa cubana hoy día lo estilístico ―en menor medida―, y lo temático ―en casi medida absoluta― van a resultar no solo métodos sino, per se, fines.
Vayamos, pues, a las atilianas herramientas de estilo. Lenguaje limpio, cuidado, aristocrático, narrador intradiegético en primera persona; comienzos in media res; empleo de prolepsis y analepsis; circularidad que ata inicios y finales; empleo de lo que Vargas Llosa denomina “dato escondido”; distorsión de la impronta aristotélica ―inicios, clímax y finales difuminados, adulterados, escamoteados, especialmente clímax y finales, se diría, parafraseando a Lacan, expulsados de la estructura cuentística del sujeto, es decir del autor―. En lo temático bulle otra vez lo atiliano particularísimo: son cuentos armados-almados desde la reminiscencia ―recordemos que para Platón la reminiscencia resulta acto cognitivo―; lo ensayístico intertextual y el remedo de crónica de viaje. Y entre todo ello, elucubraciones sobre fotografía, literatura, filosofía, misticismo ―conocer el No-Yo, externo y atemporal, premisa para conocer el Yo interno y temporal―; teatro, citas que funcionan como formas fugadas, contrapuntísticas, digresiones y regreso al tema central, como sucede en la música barroca y el rondó, citas que llegan desde Benjamin, Beckett, Coetzee, Hanna Arent, Barthes, Bataille, Davis Foster Wallace. La aparición recurrente del deporte ―atención: recordemos el homo ludens de Huizinga― el tenis, el ajedrez, el remo, lo lúdico como correlato de la vida.
Un libro henchido de símbolos que harían las delicias de un psicoanalista lacaniano. Cuentos que se arman/alman desde el arte del voyeur, un voyeur que no solo se deleita en mirar, un voyeur que ve desde el pensar, desde el recordar, un voyeur sensitivo, pero, sobre todo, sapiens: un voyeur multisensorial y pensamental mira desde una lente mítico-mística que sopla desde un sitio psíquico ―el pasado― o desde un sitio físico ―un cementerio etrusco, Portbou, el valle de Acaualinca―. Un voyeur que traduce, recuerda, desambigua, elucubra, piensa, intertextualiza, pregunta y mixtura todo ello en un odre que deviene, urge decirlo, el fin mismo de este libro, el fin al que Barthes nos llamó a no perder desde la asimbolia.
Ese es el polvo de estrellas que arma, alma, y es horma y horno de este libro. El Qué narro y el Cómo narro: medios para llegar a un fin. El fin, se diría, citando al autor de Il Principe, ha justificado los medios. Algo que, si bien en Literatura resulta lícito, en la etología y en la vida no.
Urge la disección de algunos de estos cuentos. En la primera de estas historias, “Poco antes de llegar a las aguas termales”, el narrador sostiene que Literatura es lo que sucede cuando en mitad de la oscuridad alguien enciende un fósforo. No permite visualizar mucho más, delata cuan oscuro resulta lo que nos rodea, símil que va a entroncarse con la alegoría de la caverna de Platón. Lo que circunda como gruta, la oscuridad que deslíe la verdad, la salida de la caverna platoniana, Literatura mediante, dúplice mecanismo que devela oscuridad y falsedad, intrumentum epistemológico, en suma, paideico, ontológico, esotérico y gnoseológico, ethos en función de un bildungsroman que define un viaje de la doxa a la episteme: premisa del Bien. No he mencionado el bildungsroman por mero placer. Si bien el bildungsroman ha sido típico de novelas, tengo la sospecha de que entre las llaves del laberinto que el autor nos ha animado a hallar está su anhelo de trazar en este libro ―y desde él― un bildungsroman. Aprendizaje. Iniciación. Paideia.
Vayamos a “Gran Slam”. Uno de los cuentos que en este libro aluden al tenis como deporte cual correlato de la vida. El inolvidable Robert Fischer juega tenis en la Cuba de los 60 mientras, por teletipo, enfrenta una partida de ajedrez, una pelota cae en un agujero, un niño se afana en extraerla, busca agua que introduce al agujero, el agua devolverá la pelota a la superficie. Ello, sin embargo, no ocurre. Llegará la noche y ambos juegos ―ajedrez y tenis― quedarán truncos. Del léxico ajedrecístico extraigo dos términos. Zugzwang y zeitnot: se pierde al no existir jugada ganadora; se pierde al agotarse el tiempo de juego. Y entre ambas derrotas un hueco. Un hueco que devora una pelota: suerte de omphalos, de Maelstrom, de aleph, de hueco negro. Recordemos lo que Lezama llamaba horror vacui. De acuerdo con Lacan, todo agujero es un orden diferente al real, un vacío en el sentido, un vacío que al subvertir el sentido subvierte lo real. Ese agujero en mitad del orden aparente que es el juego ―la vida― es el punctum, vacía de sentido al juego, a la vida, subvierte a ambos, desordena el orden. Todo el mar podrá echarse a ese hueco: no saldrá la pelota. El agujero: espacio de transición entre lo simbólico y lo real. Otra vez un símil: el esfuerzo del niño por extraer la pelota resume ese disfuerzo que es la vida. Por ese hueco se irán ―se nos irán― todas las pelotas. Todos nuestros juegos quedarán inconclusos. Ese hueco acabará devorando todo y a todos. Si el hombre es homo ludens tiene in advance todos los juegos perdidos. De pérdidas está bien provista la vida. La Física nos alecciona acerca de la existencia del Agujero Blanco, región finita del espacio-tiempo que, a diferencia del Agujero Negro,deja escapar energía en lugar de absorberla. Ese hueco mixtura, a un tiempo, ambos agujeros.
Atilio Caballero declara, sin ambages, que desea dejar a la perspicacia del ojo que busca ―el ojo de cada uno de sus lectores― lo que denomina “la llave del laberinto”, el libro como laberinto, el libro como criptografía, el lector como detective, decodificador.
“Pabellón 1.40 am.”, el quinto de los cuentos, en realidad un minicuento, es una rara avis. Una rara avis bulle en mitad de esa rara avis, ese continuum, que es este libro. Es el único cuento que parece huir del leitmotiv o simbolia del libro. Y, sin embargo, he ahí la reminiscencia y he ahí la anábasis, esta vez catártica. Lo inconsciente estructurado como lenguaje ―otra vez Lacan!― marcará la polisemia de este relato: para el lector la mujer que se devuelve a esa cama de hospital tras una cirugía ―aborto?, ¿tumor?, ¿accidente? ― será ¿madre?, ¿esposa?, ¿novia?, ¿amiga?, ¿hermana? La polisemia flota desde significantes que mutan individualmente de significado. En un libro repleto de la figura del padre, este, apenas esbozado, será el único personaje femenino. Significante, podríamos aventurar, por extremo dolor reprimido, mas no forcluido: no se le ha desterrado del universo simbólico del sujeto. Otra vez asoma el ya citado Agujero Blanco: desde la aparente sencillez de su esbozo este personaje ―y este cuento― deja libre energía que irradia e imanta todo el libro. Preciso aquí echar mano a lo intertextual, a la reiterada alusión del autor a la fotografía, al ensayo de Benjamín sobre ese arte, al punctum, recordemos lo hace en el alfa y el omega de este libro. Esta pequeña pieza pudo ser erigida ―¡precisamente allí!― al centro mismo del libro ―axis libri― cual punto de fuga, centro en el que toda línea de la obra converja, o quizá, desde el tsunami intertextual que es este libro, aludiendo a la pintura medieval, como trampantojo.
“Los vecinos de Birmingham”, el último de los cuentos, lo es, sospecho, por marcada intencionalidad lúdica-epistemológica, hito en el intento feraz de escondrijo de las llaves laberínticas. Si el libro todo es un bildugsroman, este es el cuento más bildungsroman del libro. Unos ingleses se mudan a un lado de la casa en la que reside un adolescente, chico que desde escapadas reales, contemplativas y sensoriales ―visuales, olfativas, táctiles, gustativas― va a descubrir, a pensamentar ―otra vez un voyeur dúplice: multisensorial y pensamental― todo un mundo otro. Suerte de viaje, de aprendizaje, de iniciación. No es ahora el personaje quien viaja a otro sitio físico: otros viajan al suyo. El personaje no va al mundo: el mundo viene a él. Pero él no deja de explorarlo.El conocimiento del otro ―de mundos otros― como vía de crecimiento y autoconocimiento. Paideia. Bildungsroman.
Con lo femenino desplazado al extrarradio, es este un libro sin sexo, no hay sexualidad en estas páginas, no hay amor pre-coital, coital o extra coital, como le llamara Kundera, el sexo se ha sublimado, se ha transmutado en reminiscencias, en búsqueda del Yo, en pensamiento, en preguntas ―¡nunca en respuestas! ―, se ha transmutado en lo que Jung llamara inconsciente colectivo. Si el psicoanálisis establece la letra como trazo y goce, Atilio establece el cuento como goce del trazo reminiscente y pensamental. Si Joyce hizo uso del flujo de conciencia, Atilio hace uso del flujo de reminiscencias y con ello arma ―y otorga alma― a este libro. Si el libro excluye el sexo y casi lo femenino, precisamente en este último cuento, por vez única y primera, ¡asoman muchachas! El chico las ve. El chico, por vez primera, las desea. Se diría, dado ser esta una historia de aprendizaje apriorístico-sensorial, hasta las huele.
Todo el volumen, toda esta maleta de B., esta maleta de A., de Atilio, no ha sido sino un carpenteriano viaje a la semilla, un itinerario hacia ese inicio que, desde lo apriorístico-sensorial, lleva a lo reminiscente-pensamental. De la doxa a la episteme. Si algunos de los cuentos de este volumen han sido urdidos in media res y animados por el recurso de la circularidad, todo el libro lo ha sido. Digamos como Lévi-Strauss: el orden de sucesión cronológica se reabsorbe en una estructura matricial atemporal, para, de tal suerte, (des)cronologizar y (re)logizar lo narrado en función de exhibir otro orden temporal y otra lógica. De ahí que en “Dark side of the moon”, el sexto de los cuentos de este libro ―en el andamiaje de intertextualidad asoma ahora la música, alusión al célebre tema de Pink Floyd― el personaje cita un pensamiento de Lévi-Strauss: si se desea dominar a otro, urge enseñar a leer a ese otro. Leer: ¿antítesis de liberación?, ¿cabría preguntarse? Dominar a otro supone la capitis deminutio del otro. Si el libro es rarum instrumentum, si el libro es res cogitans y el lector sujeto “cogitante”, el pensar y la cultura excluirán toda posibilidad de dominio. Recordemos la máxima martiana para ser libres.
Todo el volumen, toda esta maleta de B., esta maleta de A., de Atilio, no ha sido sino un carpenteriano viaje a la semilla, un itinerario hacia ese inicio que, desde lo apriorístico-sensorial, lleva a lo reminiscente-pensamental. De la doxa a la episteme.
En este libro la polifonía no llega desde la multiplicidad de voces discursivas ―acá solo se tiene la del narrador personaje intradiegético― sino desde lo contrapuntístico intertextual, la multiplicidad de voces que hablan y piensan y recuerdan y filosofan desde esa suerte de deus ex machina en el que deviene el narrador-personaje.
La maleta de B., ―en realidad, de A.―, este libro, no es en puridad una maleta, es un texto. Puede leerse en lectura real, pero, como sucede con la maleta, la real, la de Benjamín, importa más lo simbólico. Lo elusivo. Lo que se intuye. Importa más lo que estando aquí parece no estar precisamente aquí. O viceversa. Es decir, este libro, es también una maleta. La maleta que todos cargamos a nuestros respectivos Portbou, maletas que nos salvan y nos condenan, nos definen, y por las que no solo damos nuestras vidas, sino que, en extraña transustanciación, ellas mismas son nuestras vidas.
Nos legó Barthes que leer es desear la obra y pasar de la lectura al análisis, cambiar de deseo: desear aprehender la génesis que llevó a la obra. Ese ha sido mi empeño. El libro como palimpsesto. No basta lo que en este volumen-maleta se ha escrito ―remitámonos otra vez a Benjamin―, el libro, este libro, se erige mediador entre dos formas de archivo: ese archivo que es su autor, y esos otros muchos archivos que serán sus lectores, vicisitudes creacionales y vivenciales mediante.
Atilio Caballero regresa en este libro una vez y otra al deporte. Voy, para concluir, a emplear dos de sus términos. En los deportes náuticos se denomina “chumacera” al sitio en el que se apoya el remo. La chumacera en la que Atilio ha colocado los remos que mueven este libro, artefacto colocado en el eje mismo de esta obra, es el pensamiento y la reminiscencia. En el tenis se tiene el drop-shop: uno de los jugadores deja caer ―subrepticiamente― la pelota en cancha opuesta. Con La maleta de B., Atilio Caballero nos ha insinuado, nos ha confundido, ha simulado un drop-shop para asombrarnos, para descolocarnos, para exigirnos el máximo de los esfuerzos al sorprendernos con un muy soberbio smash.
Y el smash, en la jerga del tenis, no es otra cosa que un tremebundo remate. Eso es este libro. Un soberbio y tremebundo remate.
excelente libro. recomiendo absolutamente su lectura.