La lucha de clases y las clases de luchas (parte II)
En este lado del mundo, la Revolución Mexicana había empezado en 1910 y concluyó justamente cuando comenzó la Revolución de Octubre en Rusia. A pesar de que muchos historiadores la calificaron como revolución democrático-burguesa, agraria y antimperialista, y le objetaron no cumplir con las aspiraciones de los sectores más sufridos del país, mayoritariamente campesinos —de los 15 millones de mexicanos en 1910, el 77 % vivía en el campo y el 96,6 % de ellos carecía de tierras, que estaban en manos de terratenientes nacionales y extranjeros—, fue el movimiento social y político más radical de América en la primera mitad del siglo, y contó con la participación de los líderes campesinos más significativos para emprender una transformación social y política: Emiliano Zapata, en Morelos, y Francisco Villa, en Chihuahua; ambos fueron engañados y asesinados por la oligarquía —Zapata en 1919 y Villa en 1923.
Otras luchas sociales y políticas sucedían en América Latina encabezadas por diversos actores o líderes, cuando el imperialismo yanqui estaba en plena expansión por esas tierras, con la penetración económica y la injerencia política. Los justos reclamos nacionalistas panameños de autonomía, especialmente por demandas agrarias, se vieron frustrados por la intromisión de EE. UU. en la construcción del canal en Panamá. Ecuador, con Eloy Alfaro, realizaba una tardía revolución liberal y su política de modernización, desplegada a inicios del siglo, incluido el ferrocarril trasandino entre Guayaquil y Quito, chocó con los intereses de la oligarquía serrana que, en alianza con la Iglesia, consumó la muerte del caudillo en 1912. Las intervenciones yanquis en Nicaragua impusieron el tratado Bryan-Chamorro en 1916, que garantizó su presencia explotadora y dejó listas las condiciones para la lucha de liberación nacional de Augusto César Sandino, cuyo “pequeño ejército loco”, formado fundamentalmente por campesinos, derrotó a las fuerzas militares de ocupación norteñas; en 1933 el “General de Hombres Libres” aceptó desarmar a su ejército y al año siguiente fue emboscado y asesinado.
No se puede desconocer en las luchas sociales y políticas latinoamericanas el papel de los obreros, aunque sean numéricamente minoritarios, muchos de ellos, los más explotados, dedicados a la producción extractiva en pueblos mineros; ni tampoco, el papel de las fuerzas armadas y de otros grupos sociales junto a comunistas o socialistas. No resulta muy conocido que en 1932 se proclamó en Chile una efímera república socialista, después de la crisis de 1929; las sucesivas huelgas obreras y su represión provocaron el estallido de un movimiento revolucionario que cobró fuerza cuando se sumó el coronel Marmaduke Grove, quien proclamó una república socialista que duró 12 días. La crisis del 29 también provocó sublevaciones de los trabajadores salvadoreños ese mismo año y causó gran descontento. En 1933, en Cuba, una revolución social derribó la dictadura de Gerardo Machado, con la participación de diversas fuerzas —estudiantes, obreros, comunistas, miembros del ejército…—: duró 100 días y dejó un grupo de conquistas sociales. El gobierno del general Lázaro Cárdenas, en México, continuó con el gran movimiento cultural desplegado por Álvaro Obregón y afianzó la organización de los trabajadores mexicanos; la educación y la cultura, y la participación masiva del pueblo, incluidas las olvidadas comunidades aborígenes, le otorgaron a este proceso características singulares.
También muy singular fue el pensamiento marxista creador y emancipador de José Carlos Mariátegui: los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928, es el manifiesto comunista latinoamericano del siglo XX, ajustado a las condiciones del Perú, pero con pensamiento y trascendencia teórica para los pueblos de la región, especialmente aquellos con mayoría aborigen. El Amauta no desconocía ni un solo tema fundamental para el área: como buen marxista, aunque fue acusado en un tiempo por los estalinistas de “revisionista”, comenzaba con el estudio de la “evolución económica”, e inmediatamente entraba en “el problema de la tierra”, y después se adentraba en los aspectos sociales del “proceso de instrucción pública”, “el factor religioso” y la cultura, en especial “el proceso de la literatura”; también trató un tema cardinal de organización: las contradicciones entre “regionalismo y centralismo”. El peruano sintetizó los principales actores a tener en cuenta en la lucha revolucionaria latinoamericana.
Otro factor crucial en la región fueron los estudiantes. La Reforma Universitaria de Córdoba de 1918 en Argentina inició un movimiento encabezado por líderes estudiantiles, entre cuyas demandas se contaban la autonomía universitaria, el cogobierno para la implementación de políticas públicas, la extensión de la universidad hacia la sociedad y la convocatoria a oposiciones para desmantelar la obsoleta enseñanza dirigida por anquilosados académicos. En Cuba tuvo su repercusión en una figura comunista cimera de nuestras luchas políticas, a pesar de su juventud: Julio Antonio Mella, quien procedía de una familia acomodada, fundó la revista universitaria Alma Mater —1922-1923— donde publicó un manifiesto en que se planteaba la reforma universitaria; inició en La Habana el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, en el cual se fundó la Federación Estudiantil Universitaria y quedó como su presidente; instauró la Universidad Popular José Martí, la Liga Anticlerical y la sección cubana de la Liga Antimperialista de las Américas; su activismo fue ejemplo posterior para otros líderes estudiantiles, como el joven Fidel Castro, también de familia acomodada, salido de las filas del Partido del Pueblo Cubano —Ordodoxo.
…no son pocos los desafíos: romper el dogmatismo y la inercia; aumentar la capacidad para enfrentar la complejidad de los problemas actuales; usar la comunicación pública como herramienta esencial, convertir a la Historia y a la memoria histórica en instrumentos legítimos para contextualizar los problemas del presente; tener más en cuenta la condición humana y los sentimientos; utilizar la crítica y la autocrítica, ser activos militantes contra manifestaciones discriminatorias de cualquier tipo…
Esta variedad de grupos sociales y partidos políticos diversos integrados a la lucha demuestra la complejidad de las clases de luchas revolucionarias en América Latina. En 1944 una revolución en Guatemala puso fin a la dictadura oligárquica y proimperialista de Jorge Ubico; estudiantes, profesionales jóvenes, clase media e intelectuales y maestros formaron parte del Frente Popular Libertador y el Partido de Renovación Popular, que postularon al candidato Juan José Arévalo, profesor universitario radicado en Argentina; las conquistas obreras y campesinas logradas bajo la presidencia de Jacobo Arbenz —1951-1954— radicalizaron el proceso hacia un programa nacionalista que afectó a la United Fruit Company y a EE. UU., que, sin el apoyo del ejército guatemalteco, emprendió una abierta intervención armada que derrocó al gobierno.
Resulta imposible relacionar todas las luchas sociales y políticas, como las generadas por los gobiernos laboristas de Getulio Vargas, en Brasil, iniciada en 1951, o las de la revolución boliviana nacionalista, que incluía la reforma agraria y educativa en 1952; sin embargo, hay que detenerse en el movimiento populista, nacionalista y antinorteamericano en el que se agrupaban obreros, heterogéneas fuerzas populares, empleados públicos, pequeña burguesía y los “cabecitas negras”, junto a militares opuestos a la alta oficialidad, encabezados por Juan Domingo Perón, en Argentina: el peronismo, alentado también en buena medida por el carisma de la primera dama, se convirtió en una ideología política decisiva en aquel país.
En los primeros años del triunfo revolucionario en Cuba los acontecimientos se sucedían día a día, a nivel social, gremial, sectorial, familiar; no hubo nada que no se moviera y el tiempo se aceleró de tal manera que prácticamente todo el pasado se revalorizó al descubrirse nuevos temas en la Historia, ahora reformulados. La Revolución cubana lo revolucionó todo. El liberalismo de los próceres de la independencia, el patriotismo popular que construyó la nueva república al comenzar el siglo XX y el pensamiento antimperialista de la vanguardia de los años 30 con sus ideas de justicia y democracia, condujeron de manera natural a la aceptación de las ideas socialistas.
El colonialismo había sido derrotado por el ímpetu de acciones bélicas y por el pensamiento liberal más radical, dejando atrás las reformas autonomistas y las trampas anexionistas. El patriotismo generado durante la República se hizo consecuente con los ideales genuinos de independencia y soberanía, de ahí que el verdadero nacionalismo cubano se opusiera a la injerencia en los asuntos económicos, políticos y culturales por parte de los gobiernos de EE. UU., como si Cuba tuviera una nueva metrópoli. La Revolución del 30 unió a las fuerzas políticas más avanzadas frente al imperialismo yanqui, a grupos sociales con disímiles opiniones políticas sobre la Isla soñada por las clases populares bajo la aspiración de construir una república “con todos y para el bien de todos”.
La declaración del carácter socialista de la Revolución se produjo cuando se enterraban los muertos de otro artero ataque del gobierno norteamericano, en medio de sentimientos de dolor e indignación. Para ese momento, dentro del llamado marxismo existían estalinistas diversos, la mayoría cercanos a la URSS, y pensadores “por cuenta propia”: trotskistas, maoístas, defensores independientes de posiciones anticapitalistas, algunos cercanos a los problemas del Tercer Mundo, donde sobresalían líderes revolucionarios como el Che Guevara y Fidel; estos últimos veían en el socialismo una vía para la liberación nacional y la emancipación.
El cuerpo teórico que sostenía al estalinismo partía de la versión de Stalin —plasmada en su Materialismo dialéctico e histórico, de 1938— de un modelo mal llamado socialista que implantó el autoritarismo partidista y estatal, la inmovilidad burocrática, una doctrina dogmática cercana al superado positivismo, una economía centralizada y un partido que controlaba la sociedad civil; imponía el “ateísmo científico”, las formas de hacer arte y literatura regidas por el “realismo socialista”, y pretendía dictar hasta la moda y las costumbres de las nuevas generaciones con el pretexto de combatir la “penetración ideológica”. Los soviéticos eran alérgicos a la palabra democracia porque habían dejado de practicarla y manipularon el “centralismo democrático” para disfrazar el autoritarismo; fue y todavía es muy difícil el proceso de poner en español, y en cubano, el marxismo sin esa gravitación. La URSS, mediante su influencia en el movimiento comunista internacional, declaraba una política internacional basada en la “coexistencia pacífica”, preconizaba para el llamado Tercer Mundo la práctica del reformismo y la colaboración con sectores de la burguesía para acceder al poder político bajo sus modelos, con una clara orientación eurocentrista y un sustento teórico dogmático y, por ello, metafísico.
El empobrecimiento material del Período Especial dejó un empobrecimiento espiritual aún no resuelto completamente.
Los remanentes de las prácticas estalinistas de finales de los 60 y principios de los 70 no fueron pocos: la manía clasificatoria, pues las personas, mediante su expediente laboral o “de cuadros”, debían estar bajo un calificativo, y posteriormente han sobrevivido ciertas etiquetas; los intentos de convertir la disciplina en mordaza y en una nueva forma de dominación; el sectarismo, que a pesar de haber sido combatido públicamente en al menos dos “sonadas” ocasiones, de vez en cuando asoma su oreja peluda; el paternalismo hacia diversos sectores de la sociedad, “atendidos” como si estuvieran enfermos. Se desligaron, en la real práctica cotidiana, política, cultura, educación, medios de comunicación… Algunos errores han dejado secuelas perdurables, como las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las consecuencias de la Zafra de los Diez Millones, el papel desempeñado por el Congreso de Educación y Cultura, etc. Otras acciones más recientes parecen haberse diluido, sin que se plantee el aprovechamiento de lo que tuvieron de positivo, como el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas o la Batalla de Ideas. El empobrecimiento material del Período Especial dejó un empobrecimiento espiritual aún no resuelto completamente.
Las luchas cubanas presentes nos plantean no pocos desafíos: romper el dogmatismo y la inercia; aumentar la capacidad para enfrentar la complejidad de los problemas actuales; dejar a un lado el autoritarismo y la soberbia, propios del individualismo burgués; usar la comunicación pública como herramienta esencial para evitar la desinformación o la información falsa, sin pretender que todos nos transformemos en “comunicadores aficionados”, pues a veces el remedio es peor que la enfermedad; convertir a la Historia y a la memoria histórica en instrumentos legítimos para contextualizar los problemas del presente; tener más en cuenta la condición humana y los sentimientos; utilizar, sin excepciones, la crítica y la autocrítica como ejercicio permanente para erradicar defectos y desviaciones, sin ir contra el ser humano; ser activos militantes contra manifestaciones discriminatorias de cualquier tipo… El capitalismo triunfa en la vida cotidiana cuando los revolucionarios no enfrentan estas clases de luchas.