Hace mucho tiempo que vengo siguiendo la obra de Yunierki Rojas (Pichi), un artista que ha transitado desde su vida bohemia de joven de ciudad a la de profesional consagrado a la producción estética y hombre de fe. Ese traspaso se debe a que en el medio de tal viaje se dieron sucesos que transparentaron la esencia de la persona y lo volvieron más humano, intimista, reflexivo.

La ciudad de Remedios posee toda una savia de artistas que cimenta en Zaida del Río y Carlos Enríquez sus horcones fundamentales, si bien este último nació en uno de los poblados de dicho municipio. De ese legado bebe Pichi en cuanto a lo formal, ya que vemos por un lado el trazo pleno de transparencias propias de la vanguardia de inicios del siglo XX en Cuba y, por otro, damos con las intenciones de vuelo imaginativo de una índole como solo se puede esperar de los grandes. Pichi ha crecido y por ende nos lleva de su mano hacia un viaje íntimo, el de la fe, ese que transcurre en su exposición Maranatha, concebida para la Galería de Arte de la ciudad de Remedios.

Maranatha viene de la traducción al griego de la misma palabra aramea y significa: “El Señor viene”. Si bien no podemos desprendernos de la visión mística de la obra en sí, hay que valorar su mensaje a partir de la metamorfosis que el autor hace de los temas de alto impacto en el orden moral, filosófico, estético y humano.

“La muestra es una oportunidad para que no nos quedemos quietos ante los males de este mundo”.

La muestra es una oportunidad para que no nos quedemos quietos ante los males de este mundo, sino que les demos voz a partir de la belleza. Una forma de arte que, sin dejar de ser demoledora, profunda, llena de síntesis, nos habla desde la figuración y no renuncia al diálogo directo y el entendimiento con las masas ni con quienes no conocen de la escatología misticista cristiana. Si bien él ha cambiado, prefiere que lo sigan llamando Pichi, pero continúa siendo en esencia uno de los mejores pintores de su generación que ha sabido encontrar el camino a partir no solo de la fe, sino haciendo de ello una especie de simbiosis entre lo que nos duele como especie y lo que anhelamos. En otras palabras, la cuestión religiosa deja de ser tal y se transforma en una tesis existencial que nos interpela desde uno de los ángulos más dichosos de la pintura: el del misterio.

Para Pichi no hay un juego oculto, sino que todas las cartas deben ser reveladas y precisamente así opera la majestuosidad de su pintura. La obra de Pichi no es deísta sino antropocéntrica; en sus cuadros el pretexto es la trascendencia, pero hacia donde se dirige la reflexión es hacia adentro, en el corazón de las pasiones humanas. Ese sitio lleno de contradicciones no solo es el que aparece con frecuencia en las figuraciones, sino que sobrevuela cada una de las propuestas que con maestría el autor nos ha preparado en los intersticios del viaje.

“La obra de Pichi no es deísta sino antropocéntrica; en sus cuadros el pretexto es la trascendencia, pero hacia donde se dirige la reflexión es hacia adentro, en el corazón de las pasiones humanas”.  

Por eso vemos un hombre que va o que regresa del Arca de Noé y que en su pecho abierto posee un paisaje campestre lleno de sol, de verdor, de esperanza y de vida. Y es que en ese mensaje va implícito el hecho de que el reino de Dios está entre nosotros, no como un paraje metafísico sino como el deseo humano de la transformación y la búsqueda de la felicidad a partir de medios prácticos. Hay que recordar que el autor ha hallado en la fe la solución a sus divagaciones y a sus propios conceptos de duda juvenil y que en la maduración como artista hubo todo un acercamiento desde la pintura a los grandes místicos.

Entonces, la tradición de esta obra posee hondas resoluciones desde lo simbólico y se entronca con las producciones de hombres que igual trascendieron desde ese encuentro con Dios que no es otra cosa que un viraje, que un hallazgo del hombre individual que viaja junto al sujeto universal de la humanidad. Esa persona representada en un sitio oscuro sostiene en sus manos extendidas un alfa y un omega como principio y final del viaje del hombre, pero también como demarcaciones de la existencia de una entidad que lo sobrepasa y que rellena el sentido del cuadro. Y el espectador cree que en realidad ha visto una pintura, cuando ha estado en presencia de una revelación de altos niveles de lectura y de fe.

En una de las piezas vemos un hombre que va o que regresa del Arca de Noé y que en su pecho abierto posee un paisaje campestre lleno de sol, de verdor, de esperanza y de vida.

Cada pieza además respira un aliento adánico en el sentido de aspirar a situarse en los inicios del juicio a la humanidad. En otra de esas aproximaciones, el sujeto impersonal que se representa y que posee múltiples ojos en el rostro menciona el nombre de Dios a partir de su sentido originario en la cultura judaica (Yo Soy) y en ello se evidencia un concepto de hondura ontológica en el cual el hombre sabe que de su autoconocimiento depende su ser. El individuo se hunde en su fe y sale de ella con las certezas del accionar práctico, las pone en el ruedo y las hace funcionar como principio de vida. Los pulmones del hombre germinan y se transforman en árboles y en hojas inmensas que rellenan el cuadro y lo tornan surreal. Todo es gris y sugiere la muerte, el detenimiento, el ritual del entierro; pero a la vez se nos transmite un mensaje de trascendencia a partir del conocimiento de la belleza y de la sabiduría que hace que los retornos sean posibles y nos sitúa a las puertas de un entendimiento cabal como especie.

Pero Pichi no quiere hacer solo una obra que verse sobre la teología de los primeros momentos de la versión bíblica de la humanidad; sino que aprovecha el arte como un vehículo para la construcción de instantes en los cuales él aborda lo presente desde un cariz que no se detiene en lo nimio. Los conflictos de la humanidad aparecen retratados en ese sujeto a veces solo y otras en la multiplicidad de las presencias, ese humano deformado y sin un rostro que pueda remarcarse. Precisamente en tales pasajes se aleja del misticismo y nos coloca en la encrucijada de una especie que se daña a sí misma y que no halla soluciones más allá del odio, la violencia, la perdición o la carencia de sabiduría. En uno de los cuadros existe un laberinto encerrado dentro de una figura humana en el centro del cual hay otro sujeto agobiado, la única marca que resalta en toda la propuesta de color es un rojo intenso que brilla como si nos interpelara. Todo el conjunto se nos antoja una especie de llamado o de predilección por lo reflexivo. El autor pareciera haberse autorretratado en alguno de sus momentos de dudas, en alguno de los procesos que lo quebraron y que lo llevan hoy a la pintura y a las hondas tesis de índole cognoscitiva en el ámbito de lo filosófico.

“El hombre como demiurgo de sí mismo, como cocreador del universo junto a Dios y como una especie divina, pareciera ser otro de los temas tratados”.

El hombre como demiurgo de sí mismo, como cocreador del universo junto a Dios y como una especie divina, pareciera ser otro de los temas tratados. Una figura humana enorme ocupa una de las piezas, su rostro es una máscara, a un lado está el corazón y al otro, el cerebro; más allá en lo hondo descansa un hombre que ha arrancado todo su pecho con un filo cortante. En la consecución del mensaje se ha hecho uso de la imbricación de historias para lograr un efecto totalizador, más allá de lo mundano y de lo simple, situado en el paraje más brillante del pensamiento. El sujeto humano de esta forma es una especie que se autoflagela y que no encuentra el sentido de su sufrimiento. No es capaz de situarse en el banquillo y hallar la redención más allá de la culpa. Pareciera que a Pichi lo atormentan estos inmensos juicios y que, como el hombre que está en el centro de la obra, se siente la nada frente a la resolución de tales conflictos. Entonces solo le quedan la representación, el arte como arma y en ello le va la vida espiritual que es mejor y más trascendente que la cotidianidad.

En ese mismo orden aparece un sujeto con una pantalla de un computador en la cabeza en la cual surge representado un emoticono de las redes sociales. Tal pareciera que la profunda teología solo tuviera como contrapartida posmoderna la estupidez y el vacío, el caos del consumo y la banalidad del mal de un mundo que nos sonríe desde sus antivalores. Pichi ha querido representar en esa obra su propia disertación acerca de lo que conoce sobre las tecnologías y cómo estas impactan la concreción de realidades y de pensamientos. En la batalla por el espíritu ese consumo que nos animaliza es uno de los extremos a abatir si se quiere que exista una construcción diferente. La pantalla del ordenador posee los únicos colores que vemos en la obra, todo lo demás se dirime en las tonalidades grises y eso es una especie de código que se repite y que nos establece un puente hacia otro nivel de comunicación en el cual queda excluida cualquier banalidad a la hora de construir un mundo semiótico o de peso en el campo de la comunicación visual. Los colores quedan constreñidos a aquellos esbozos que representan lo más nimio o lo más trascendente, dándonos de esa manera una clave para llegar al camino filosófico que ha tenido que tejer el autor. Quizás las maneras misteriosas no sean en este caso un escondite para alguien que no quiere ser descubierto, sino el recorrido que, desde la teología, el pensamiento, el ser y la complejidad; Pichi nos ha legado como parte de la maravilla de obrar que es quizás la única forma legítima de pelear la buena batalla de la fe más allá de la predicación o de la profesión formal de una religión.

“Los conflictos de la humanidad aparecen retratados en ese sujeto a veces solo y otras en la multiplicidad de las presencias”.

No obstante, la vocación de fe se puede observar en los pasajes que se suceden y que aparecen como inmersiones en las obras. En uno de estos, se lee: “Venid a mí y los haré pescadores de hombres”, en franca alusión a la finalidad del evangelio que es la conversión de la humanidad a partir del conocimiento de la verdad revelada. Los peces se esparcen en el cuadro y forman una especie de halo en torno a la figura humanoide y se establece una sinergia en la cual la religión no es solo el asunto del hombre con Dios, sino del hombre consigo mismo, lo cual le otorga a la propuesta de Pichi una hondura que lo saca de la predicación y lo coloca en el plano del arte, en el cual el debate versa sobre la belleza y su utilidad para el mejoramiento humano. Son estas preocupaciones de índole sana y terrenal lo que nos salva de estar solo en presencia de una tesis teológica, ya que la ciencia de la fe no sería suficiente para captar la complejidad de los temas ni la resolución que les otorga a los mismos el artista. Los pescadores de hombres son, de esta manera, una especie de pretexto para hablar sobre los males que nos aquejan y cómo darles una solución desde lo que nos define como especie. Se trata de una actividad que, más allá de la promesa divina, nos vuelve a situar en los albores del cristianismo como un movimiento práctico de valores humanos que se basa en la igualdad, la profesión de la pobreza como virtud y el amor al prójimo.

Junto a la fe en la trascendencia y el cristianismo práctico, el otro gran tema de Pichi es la vida. Y hay que referirse a ello no desde un punto de vista meramente biológico, sino en una situación conceptual y humanista. La vida como ese espejismo cierto que debería ser inviolable y que ya estaba escrita en el ADN de la historia desde mucho antes del advenimiento de las criaturas a este mundo. En uno de esos pasajes memorables aparece un embrión humano en el cual se nos muestra la germinación de un corazón que ya late. Un grupo de plantas sobresalen por los bordes y podemos ver cómo la vida se expande y nos golpea en el rostro. El autor nos está trasmitiendo el mensaje de la predestinación y del respeto que encierran cada forma de vida, cada ser. Una vez más, hay que hallar esos conceptos en un cristianismo práctico que trasciende la teología y que no es otra cosa que tratar a los demás como queremos ser tratados. Regla de oro que es la base de la moral muchas veces pisoteada de una humanidad sufriente. El cuadro no es, como pudiera verlo cierta versión trasnochada, un alegato en contra de las intervenciones en el proceso del embarazo; sino un llamado a la conciencia y el respeto, a la vida, a procrear con total acuerdo hacia las leyes del universo y no pactando con el caos, la maldad, la destrucción o la insensibilidad. Y es que precisamente eso es lo que Pichi encarna, una especie de caballero de las artes al cual no le apena pasar como demodé o fuera de época, siempre y cuando sus conceptos lleguen al público y creen esa resonancia propia de los artistas que viven para la pintura.

“Son estas preocupaciones de índole sana y terrenal lo que nos salva de estar solo en presencia de una tesis teológica, ya que la ciencia de la fe no sería suficiente para captar la complejidad de los temas ni la resolución que les otorga a los mismos el artista”.

Asimismo, hay mecanismos de la posmodernidad que el autor rechaza y que coloca en crisis, uno de ellos es de la democracia vista como esa noción formal y estadística que deshumaniza la complejidad de los procesos. En uno de los pasajes, una urna con forma de cabeza humana descansa en la mortandad mientras se le echa una boleta en la parte superior. Esa crítica a la política de las naciones es un juicio del hombre de fe a los mecanismos terrenales absurdos que ya no pueden resolver los problemas de una humanidad sufriente y que requiere de una liberación que no sea solo en lo material, sino en los valores. De esta manera se impone la tesis del cristianismo práctico, cotidiano, casi rayano en lo comunal; que es la esencia de ese Salvador pobre que vino con su herramienta de carpintero a establecer un reino en la Tierra más allá de lo que habíamos conocido hasta entonces.

Posmodernidad del presente que muere en otros pasajes destrozada por la agudeza del autor que la pone en crisis, la quiebra y la patea más allá de sus límites para dejarnos la certeza de que los antivalores no serán jamás el clima para la reconstrucción de lo que necesitamos como especie. Por ello en los cuadros hay arcoíris que asemejan ilusiones de felicidad junto a máquinas deshumanizadas que tuercen las figuras y generan distorsiones a las formas, los contenidos y las luces. En ese enrevesado campo, queda poco para quienes no sean capaces de comprender y sentir el arte. Ya hemos llegado a un nivel en el cual nada de lo que se está exponiendo es baladí ni mediocre, mucho menos fácil, pero sí sencillo, hondo, humano, útil y sobre todo muy íntimo desde la subjetividad del autor.

Llegados a este punto, hay que analizar la pieza que Pichi ha establecido como el centro conceptual de su muestra y que es la mar de fascinante. Hay que recordar que no estamos en presencia de un pintor que acuda a la abstracción, sino que asume el reto de las figuraciones, aunque el mundo que esté dibujando no sea conocido, sino apenas una intuición desde la fe. Un caballero levanta su estandarte que posee una inscripción: “El verbo de Dios”, a ambos lados hay un abismo con cráneos de figuras humanoides deformes y en el rostro del hombre a caballo solo vemos una luz intensa. Toda la escena es surreal y representa la segunda venida de Cristo. Momento del juicio y del recuento de los sucesos que marcan a la especie.

“(…) el otro gran tema de Pichi es la vida. Y hay que referirse a ello no desde un punto de vista meramente biológico, sino en una situación conceptual y humanista”.

El caballero surge triunfante en medio de colores y de un haz que atraviesa toda la obra y que se pierde en el público. Pareciera que ese instante nos compete y nos interpela. El diálogo con el cuadro no fuera posible si el autor no lo hubiera puesto a conversar con el resto de la muestra. De tal manera, Pichi se ha tornado un artista que más allá del cristianismo, hace de los conceptos teológicos un vehículo de transformación y de pensamiento. La venida del Cristo, que es un tema universal, aparece tratada con toda la pompa y la imaginación en medio de un mundo colmado de bestias y de oscuridad que ya no admite otra cosa que la renovación y la libertad del espíritu.

Pudiera decirse que el drama que nos expone Pichi, el de la humanidad, se sirve de un recurso sobrehumano y místico como solución, pero no podemos esperar otra cosa de un autor que hace su obra desde la fe más transparente. La belleza que exhalan los cuadros solo se compara a la hondura de las tesis hacia las cuales vamos los que tenemos la dicha de conocer al autor y poderlo interpelar en directo. La muestra Maranatha no solo nos habla de un horizonte espiritual desde la teología, sino que persiste en las nociones de la transformación y de la esencia.

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