La identidad de una nación no se detiene en el tiempo
19/10/2017
Para mí es un honor compartir con Miguel Barnet cualquier actividad pública, pero si esta tiene que ver con el concepto de nación, de cubanidad, de cubanía, si es una actividad pública que se enlaza con su extraordinaria obra sobre las raíces de la cubanidad y la cubanía, pues el honor es doble.
Miguel ha mencionado los aportes a la cultura cubana de importantes intelectuales y, desde luego, no ha hablado de sí mismo, pero el aporte de Miguel alcanza una dimensión peculiar por su doble condición: él es ante todo un poeta, un gran poeta a quien le interesa la investigación. Y esa cualidad, de creador, le permite —porque además tiene una formación muy sólida— abordar la antropología, los estudios cubanos, con una profundidad que solo es dable a la poesía. Y permítaseme añadir que su maestro, Fernando Ortiz, aunque no escribía versos, también poseía el don de los poetas.
Bueno, después de escuchar a Miguel, quiero simplemente apuntar algunas reflexiones sobre este tema, que se enriquecerá mucho con las preguntas de ustedes y las intervenciones que después podrán hacer.
El pensamiento cubano tiene un parteaguas, que está dado por la Guerra de Independencia de los Diez Años. Hasta ese momento, existía una tradición de pensamiento que pudiéramos incluso llamar clásico, muy apegado a la docencia, a la academia, a la sensibilidad poética, cada vez más patriótico, cada vez más libertario. Algunos teóricos han querido dividirlo en dos, de un lado el realista, el utilitario, el moderno (Saco, Arango y Parreño), del otro supuestamente el utópico y antimoderno (Caballero, Varela, Luz); en realidad, la nación se pensaba, se buscaba y se hallaba en un ideal que incluía, cada vez con mayor nitidez, la independencia y la justicia social.
Pero la guerra, que es el clímax de ese proceso, también lo interrumpe, como es natural, y produce un corte fecundo. Muchos estudiantes brillantes, muchos jóvenes que comenzaban a despuntar como investigadores –junto a otros de humilde origen, sin estudios, pero de inteligencia natural– se van a la manigua, y por supuesto, son diez años en los que reciben otro tipo de enseñanza, porque aquella fue también una escuela muy importante. La guerra de los Diez Años facilita dos hechos fundamentales en la conformación de la nación cubana: el primero es la movilidad de grandes grupos humanos a lo largo del territorio nacional; personas que nunca habían salido de una región, de un pequeño territorio, irrumpen en otras regiones, ya sea como integrantes de columnas invasoras o por el movimiento natural de una guerra. Así, por ejemplo, los orientales combaten en Camagüey, en el Gran Camagüey de entonces, en las provincias centrales y empiezan a conocerse cubanos que hasta ese momento habían vivido digamos que un poco aislados. La guerra permite que los cubanos adquieran una visión geográfica y espiritual totalizadora de la nación, y también que surjan, choquen y se limen los regionalismos reductores.
El segundo, tanto o más importante que el anterior, es que por primera vez, blancos y negros, ricos y pobres, comparten las vicisitudes, los peligros, el valor personal y el miedo, incluso la muerte, que son consustanciales a una guerra; los esclavos que habían sido liberados por los hacendados orientales, y que se integran a la guerra de independencia, empiezan a compartir la dura vida cotidiana de campaña, el riesgo de la muerte junto a sus antiguos amos, a personas de otras clases sociales —no hay nada que hermane más, que identifique más a las personas que compartir el riesgo de la muerte—, y esto contribuye a la forja de una nueva visión de la nación. Es algo que no se produce de golpe, desde luego, porque el dinero o el saber de alguna manera marcan al inicio las jerarquías militares; pero cuando suena la corneta de a degüello, en el fragor del combate, se imponen las jerarquías del talento y del valor. Poco a poco, la gente más humilde, la que empezó desde abajo, empieza a ganar grados y la contienda produce coroneles y generales negros y mulatos que eran indiscutibles, y coroneles y generales campesinos. Y un general negro podía ser el jefe de un teniente blanco.
Precisamente, uno de los grandes conflictos que inciden en el fracaso de la Guerra de los Diez Años —que se inicia, como ustedes saben, en 1868 y termina en 1878— es el temor que siente la aristocracia cubana —vamos a llamarla de esa manera, el nombre podría discutirse, y no me refiero a los grandes patricios fundadores, a los Céspedes, a los Agramontes, hablo de una clase social—ante la pérdida práctica de su hegemonía en la guerra y el ascenso de una nueva clase social con un prestigio y una capacidad de mando obtenidos a golpe de machete, y sobre todo, con un proyecto de nación que, temen con razón, será más radical.
Cuando la guerra que le sucede, la del 95, comienza a planificarse, sus líderes ya provienen de otros estratos y clases sociales, algunos son veteranos de la contienda anterior —gente que empezó desde abajo y que en 1878 ya eran grandes jefes militares y políticos, como Gómez y Maceo—, otros son, al decir de Martí, su principal organizador, como él mismo, “pinos nuevos”. Y ya la guerra del 95 expresa una visión del mundo, una visión de la nación mucho más radical, con líderes como Martí y Maceo —el impugnador del Pacto del Zanjón—, al que a veces se relega como pensador, pero que también es portador de una cubanía profunda y radical.
Estos son factores esenciales para entender cómo termina de conformarse en la propia guerra, en los largos años de lucha, el concepto de nación. He dicho nación una y otra vez, porque el estado o nación en definitiva es por lo que se pelea, por lo que se lucha, sin embargo, Martí no utiliza nunca ese concepto, y no lo utiliza porque la nación, en el lenguaje cotidiano de aquella época, identificaba en la prensa y en la oratoria colonialistas a España. Martí habla de Patria, y a diferencia de lo que sucede en Argentina, que hay un periódico que se llama La Nación, el periódico insigne de la independencia en Cuba se llamó Patria.
También es una curiosidad, pero no una casualidad, que el Partido que Martí fundara para organizar y conducir la guerra por la independencia de Cuba y Puerto Rico –el dato no es baladí, el Partido se crea para liberar a dos colonias, las últimas de España en América–, no se autodenomina “independentista”, ni “nacionalista”, Martí lo nombra Partido Revolucionario Cubano. Es decir, existe la intención de rescatar uno de los pilares fundacionales de la gesta independentista, que fue la justicia social, que se da desde el momento en que se libera a los esclavos y estos se incorporan a la contienda. Es cierto que cuando un pueblo empieza a concebir como necesaria su independencia, lo mueven también motivos económicos; pero en Cuba la utilidad y la justicia coinciden de manera formidable para crear un antecedente que se irá radicalizando en el propio proceso independentista.
Hablaba hace un rato de que hay un autor —nada partidario de la Revolución cubana de 1959— que trató de establecer dos líneas de pensamiento en la historia cubana. A la línea que calificaba de antimoderna y utópica, integraría en esta segunda guerra a Martí, y mucho después a Fidel. Es curioso, porque el propio Fidel había considerado que Martí era el autor intelectual del primer acto de rebeldía de su generación, que se autodenominó “del Centenario”, porque ese acto se produjo precisamente al conmemorarse el centenario del natalicio de aquel a quien llamaban Apóstol. No concuerdo con esa división artificial, y el propio autor desecharía años más tarde esa idea, pero la ocurrencia señala la existencia real de una tradición fundacional revolucionaria en el pensamiento cubano que viene desde finales del siglo XVIII e inicios del XIX.
La historia no se estudia para acumular datos o efemérides, aunque estos sean importantes. La historia siempre es una interpretación del pasado que se hace desde un proyecto de futuro, el que queremos construir. La última década del siglo pasado nos entregó vivencias esclarecedoras: la caída del que llamaban “socialismo real” produjo una reescritura, una reinterpretación de la historia que la reacomodaba al nuevo proyecto de sociedad: la historia “socialista” fue anulada, desaparecida, hoy son otros “los héroes” que se enseñan en las aulas de aquellos países. Yo estoy seguro de que muchos de los héroes que hoy asumimos como imperecederos, de los que hablamos en las aulas, desaparecerían si en Cuba triunfara otro proyecto de nación.
Siempre recuerdo —y les hago esta anécdota muy rápido— que en una ocasión intenté hacer un cambio de vivienda, y me encontré con una intermediaria —que asumía con mucha propiedad su papel de “agente de bienes raíces” tal como se ve en las películas estadounidenses, porque ella ya vivía, mentalmente claro, en el capitalismo—, que me ofreció una casa supuestamente con garaje. Pero yo recordé que ese garaje ya estaba considerado “monumento nacional”, porque en él pasaron su última noche José Antonio Echeverría y otros de sus compañeros, antes del asalto al Palacio Presidencial y a Radio Reloj en 1957, y se lo dije, y ella, muy risueña, me respondió: “Ay, señor, de Echeverría en otro gobierno nadie se va a acordar.” Yo me molesté mucho, pero aquella señora —que daba por hecha la liquidación del socialismo en Cuba— sabía lo que decía: nuestros héroes, los que nosotros manejamos, fundamentan un proyecto de nación. En Miami hay un monumento a “los héroes” de Playa Girón, que para ellos son los integrantes de la Brigada 2506, es decir, los mercenarios. Nuestros “héroes” son los milicianos que defendieron Playa Girón. Dos visiones diferentes de la historia. El problema es que todos no pueden ser héroes: o son ellos, o son estos, y responden unos y otros a diferentes proyectos de nación.
Hay un ensayo magistral de Roberto Fernández Retamar, que no fue escrito para hablar de la cubanidad y que, sin embargo, de alguna manera refleja el proceso de asunción de esa identidad nacional rebelde, insumisa, propia de un país colonizado, engendrado como “pueblo nuevo”, según la definición de Darcy Ribeiro; me refiero al ensayo Calibán. Nosotros somos hijos de Próspero, de la Modernidad capitalista. La cubanía —que para Ortíz es la conciencia de ser cubanos— crece y se afinca en la negación-superación de Próspero, vale decir, del colonialismo y del neocolonialismo (y consecuentemente, del capitalismo y del imperialismo).
Hemos venido de todas partes; nuestros padres, nuestros abuelos, llegaron de diferentes lugares. Es curioso, porque Fernando Ortiz la primera lengua que habló fue el menorquín, no el castellano…
MIGUEL BARNET: La primera lengua en la que escribió.
ENRIQUE UBIETA GÓMEZ: En la que escribió. Entonces, cuando hablamos de cubanidad, y mencionamos a José Martí, a nuestro Héroe Nacional, a nuestro gran poeta, sabemos que fue hijo de españoles; asumimos que Alejo Carpentier es el más grande novelista cubano, y que sin embargo, era hijo de una rusa y de un francés; que el Che es argentino, pero es cubano; que el dominicano Gómez también es cubano. Es decir, hay un proceso de adopción que no es común en el Viejo Mundo: aquí la nación no se conforma por vía “sanguínea”, sino por nacimiento o por simple adopción.
En Cuba, todas estas procedencias se integran en el ajiaco nacional. En este país no hay ghettos, la sociedad no diferencia a sus miembros como hispano cubanos o como afrocubanos, o como eslavo cubanos —ya que durante años llegó un número no desdeñable de esposas y esposos de Europa del este—; ni siquiera la comunidad china que siempre ha sido muy unida en todos los países donde existe (que son todos ya), ha logrado en Cuba mantenerse ajena a su entorno humano: un chino en Cuba es cualquiera que tenga los ojos rasgados —tenga o no ascendencia china o de cualquier país asiático—, pero más allá del choteo criollo, todo chino nacido en Cuba es simplemente un cubano. El mestizaje racial es profuso, pero el mestizaje cultural nos abarca a todos.
En los años ‘40 y ’50 estuvo muy de moda en el mundo hispanoamericano —esto incluye a España también— la búsqueda de un perfil cultural identitario. Pudiéramos mencionar los textos ya clásicos de Alfonso Reyes, de Vasconcelos, de Ezequiel Martínez Estrada. En Cuba se publicaron importantes obras: Lo cubano en la poesía (1958) de Cintio Vitier; unos cuantos años antes, La música en Cuba (1946), de Carpentier, y aún antes Indagación del choteo (1928) de Mañach —existe una investigación inconclusa de Ortíz sobre ese tema, mucho más abarcadora, pero toda su obra es una contribución gigantesca a la definición de lo cubano— o el libro del padre de Cintio, La Filosofía en Cuba. Es decir, nuestros pueblos sintieron la necesidad, todavía en el siglo XX, de sentar nuestras diferencias con respecto a la Metrópoli, a Próspero. Pero la identidad de una nación no se detiene en el tiempo.
Como bien dice Miguel, lo cubano siempre está en evolución, en desarrollo. Nosotros pasamos de ser una colonia, a ser una neocolonia, hasta que alcanzamos la independencia total, y eso significa que el proceso de conformación de la nacionalidad ha estado marcado por la asimilación y la diferenciación frente a culturas diversas —las del dominador y las de los dominados— de asimilación, de resistencia y de creación. Ese es un proceso eminentemente político. Los cubanos empezaron a practicar el béisbol porque el futbol era el deporte nacional de España, el deporte de la Metrópoli. Fue un hecho político. Cada hecho, cada nuevo paso en la conformación de la nación, tenía también una significación anticolonial. Hay algo curioso: el arte moderno en Cuba, a diferencia de lo que puede suceder en otros países del Viejo Mundo, identifica mejor los rasgos de la nación cubana que el arte académico del siglo XIX, por ejemplo. ¿Por qué? Porque era necesaria una ruptura con lo anterior —que se daba, paradójicamente, en la asimilación de los instrumentos del arte moderno, aprendidos en Europa—, esa ruptura permitía profundizar en lo nacional, saltar por sobre lo anecdótico, lo formal, para ahondar en las esencias de nuestra psicología. Lo nacional no podía ser lo “viejo”, lo “tradicional” (si la tradición venía de la metrópoli), sino “lo nuevo”.
Esa línea de ruptura, de creación, que simboliza como nadie José Martí, pero que también está representada por Fernando Ortiz, es anticolonial, antimperialista, porque expresa la resistencia ante un origen que ya no aporta, que no permite su desarrollo. Sin embargo, existe en lucha con otra línea de producción cultural que es mimética, que es colonial y que en determinados casos puede ser incluso anexionista con respecto a los Estados Unidos, el polo de atracción de Cuba. Yo creo que nosotros hemos tenido una influencia muy importante —para mal en algunos casos, y para bien en otros— de los Estados Unidos, inicialmente como una opción de modernidad que superaba a la de España —un Estado enquistado durante el siglo XIX—, que no acababa de asumir de manera plena la Modernidad.
La nación cubana alcanza su madurez casi de manera simultánea al surgimiento del imperialismo: a solo 90 millas una del otro. Cuba tiene una gran tradición antiimperialista, pero no puede olvidar que existe también una tradición anexionista; en los momentos históricos de creación revolucionaria, el antiimperialismo parece abarcarlo todo, pero cuando sobreviene un momento de calma, un impass histórico —para decirlo de manera mal y rápida—, reaparecen los agujeros anexionistas. No es que se pretenda la anexión a los Estados Unidos en pleno siglo XXI, hablo más bien de una mentalidad de admiración y sometimiento voluntarios, apegada a intereses personales.
Esta era la reflexión que yo quería hacer. No quiero extenderme más porque con lo que ha dicho Miguel Barnet hubiera sido suficiente, pero como fui invitado, no quería dejar de exponer algunas ideas. Pienso que sería muy útil escucharlos a ustedes.
Intervención durante el debate
Yo le propuse a Miguel que me permitiera empezar esta vez y abordar algunos aspectos de las preguntas que han hecho ustedes, para que después él concluyera la velada. Él la abrió, y yo creo que debe también concluirla.
Quiero insistir en lo siguiente: la existencia de la cubanía está asociada a diversos proyectos de nación. O sea, no podría entenderse la conciencia identitaria de los cubanos sin reparar en los proyectos de nación que estos defienden. Sin duda hay cubanos —y son tan cubanos como nosotros, son portadores de una cubanidad, aunque la cubanía en ellos adquiere otro sentido— que se oponen al proyecto socialista de nación. Aquí entra en juego la elección, conciente o inconsciente, de la identidad que cada uno de nosotros se propone defender.
El que emigra, emigra con una dosis de cubanidad que va a permanecer en él o en ella por siempre, pero “lo cubano” —que es una categoría histórica— en nuestro territorio sigue su evolución, sigue moviéndose, no se detiene nunca e incorpora nuevos valores, nuevos elementos, nuevas visiones de la realidad. Y aquella persona que emigró —no estoy hablando de alguien que mantiene el contacto, porque también sucede eso, hay quien mantiene permanente contacto, va y viene, tiene una relación con el país muy activa—, me refiero a aquella parte de la emigración que permanece aislada durante muchos años, incluso décadas, bueno, de alguna manera se integra a otro proceso en el país donde vive, que es diferente. Aquí podemos hablar de los cubanoamericanos, como podemos hablar con sus características propias, porque es diferente, de los chicanos. Empieza la cultura convertida ya en ghetto a reproducirse como cultura cubana pero asimilando elementos del nuevo contexto y congelando en el tiempo los que lleva de Cuba —conservarlos es parte de su resistencia cultural—, y esa cubanidad sigue otro cauce, ya no forma parte del río que circula en el país, un río en constante renovación.
¿Por qué digo esto? Cuba ha vivido más años de Revolución que los que vivió de República burguesa mediatizada. Que nadie se confunda: las auténticas tradiciones de Cuba no son solo aquellas que heredamos de la vieja República y de los años de lucha independentista, las que forjó la Revolución son tan auténticas como las otras. Han transcurrido 58 años de Revolución, y la Revolución triunfó en 1959 pero la República se inauguró en 1902. Hay tradiciones revolucionarias que ya forman parte de nuestra nación, de nuestra identidad, a las que no podemos renunciar.
La cubanía, por su carácter subjetivo —la cubanidad nos impone hábitos, costumbres, gestos, gustos, maneras de hablar y de caminar, etc., pero la cubanía, según Ortiz, es la conciencia de la cubanidad como proyecto de vida— tiene un sustrato político. La cubanía se dirime en diferentes proyectos de nación, no quiero ponerle nombre a esos proyectos, pero sí quiero decir que hay una tradición histórica que empieza con un acto de justicia social, que se radicaliza con el tiempo, sin concebirla desde una perspectiva teleológica, pero se radicaliza en la guerra del 95, en la lucha contra Machado, en la lucha contra Batista y desemboca, sin dudas, en una dignificación sin precedentes de lo cubano. Es decir, el cubano a partir del año 1959 adquiere una dignidad superior a la que había podido lograr hasta ese momento en la historia del país.
Desde sus orígenes, pero ahora —por la hegemonía cultural del imperialismo que se ejerce con la ayuda de una maquinaria de reproducción de valores de alcance universal— ese proyecto de nación se dirime frente a dos modos, dos conceptos de vida, de felicidad. Porque se están discutiendo muchas cosas, pero se discute también cuál es la razón para la felicidad del ser humano, si es la cultura del tener o la cultura del ser. Esa es otra perspectiva de un mismo asunto. Aparentemente no tiene nada que ver con ser cubano o no, porque hay cubanos que viven en la cultura del tener y hay cubanos que viven en la cultura del ser, en Cuba y fuera de Cuba. Y quiero hacer una muy breve aclaración para que no se me malinterprete, ¿no? Cuando digo cultura del tener, no me estoy refiriendo a personas que desprecian lo material, que no les interesa tener nada; no estoy hablando de eso. Estoy hablando de personas cuyo sentido de vida no está exactamente vinculado a la acumulación de objetos, a la exhibición de esos objetos, lo que los hace felices e importantes no es la cantidad y la exclusividad de los objetos o del dinero que acumulan, sino lo que son —y no se trata de tener un grado científico o haber logrado alguna hazaña deportiva—, porque son personas útiles, y son protagonistas de sus vidas y de su tiempo, y como todos, tienen virtudes y defectos.
Eso es la cultura del ser, que es la base del socialismo también. Ah, la cultura del tener es la que hace que sea más importante (socialmente más visible, más mediático porque el sistema lo exhibe como triunfador) un actor que interpreta el personaje de Rambo —porque en taquilla la película recaudó muchos millones de un dólares—, que un actor que interpreta de manera brillante a Hamlet, pero su película tuvo menos éxito de taquilla y gana menos y no se roba las portadas de las revistas. Esa es la diferencia, es lo que está en juego hoy. Y hay que decir de manera enfática, que la cultura del ser fue defendida por el pensamiento cubano de la primera mitad del siglo XIX, pero José Martí la resume y sistematiza como proyecto de nación anticolonialista y antiimperialista. Recuerden, solo a modo de ejemplo, esa carta maravillosa que escribe José Martí a María Mantilla, una carta que parece haber sido escrita para hoy, y que debiéramos publicar una y otra vez, hacer con ella un audiovisual y ponerlo en la televisión.
ELIER RAMÍREZ CAÑEDO: Es una especie de testamento pedagógico.
ENRIQUE UBIETA GÓMEZ: Es un testamento pedagógico y todavía más, porque son consejos para una niña, pero en todo lo que hace, en todo lo que escribe, Martí está delineando un proyecto de vida, un proyecto de Patria.
Entonces esa es la pelea, no es simplemente decir: somos cubanos. Ese que es fascista es cubano, sí, es cubano, lamentablemente es cubano. Luis Posada Carriles es cubano, y estoy convencido de que comparte con nosotros muchísimos elementos de cubanidad, probablemente le gusta la misma comida que a mí. Pero cuidado, estamos hablando de otra cosa. Y lo que tenemos que preservar y lo que tenemos que defender no es una cubanidad abstracta sino es el proyecto de nación que nos legaron, en el cual se funda —y aquí viene la otra palabra— nuestra cubanía, nuestra decisión de ser cubanos, nuestra decisión de ser representantes de este país, dondequiera que estemos, con orgullo.
Sobre la flexibilización de los símbolos que tú preguntas, por supuesto que nosotros no vamos a poner la bandera cubana en la ropa interior, como hacen los norteamericanos. Hay que tener mesura, lo que pasa es que también hemos perdido espacio… La bandera es un símbolo y por eso duele ver a los cubanos que se visten con la bandera estadounidense o que enarbolan la bandera de las barras y las estrellas. Es verdad que es la bandera de un pueblo. Todos los pueblos tienen una bandera que los representa y todos los pueblos respetan su bandera. En Cuba jamás se ha quemado una bandera estadounidense. Pero también esa bandera es un símbolo, y es hoy el símbolo mayor que existe del imperialismo. ¿Por qué? Porque los Estados Unidos son el centro del imperialismo mundial —su gendarme militar y su mayor productor ideológico—; son los más agresivos y a la vez, los más sutiles. Entonces esa bandera recoge en sus colores, en su diseño, otra historia: la de las intervenciones militares en América Latina, la de las dictaduras fascistas impuestas y sus desaparecidos, la de la guerra de Viet Nam, la del bloqueo económico, comercial y financiero a Cuba, entre otras macabras acciones que llegan hasta la guerra sucia a Venezuela, que ahora mismo tiene lugar. ¿Se imaginan a un vietnamita vestido con la bandera estadounidense, mientras caen sobre su territorio bombas de napalm?, ¿cómo podría ser valorado por el resto de los vietnamitas?
Ahí está el peligro que mencionaba al inicio, yo hablaba de una subjetividad anexionista que se manifiesta de manera irreflexiva, porque a cualquiera de los que usan esos diseños malévolamente importados, usted le pregunta y es probable que reciba una respuesta incoherente. Y ese nivel irreflexivo es sumamente peligroso porque nos puede conducir hacia lo que Martí no quería. Martí se esforzó siempre porque la república que se construyera en Cuba fuera diferente a la de los Estados Unidos y a la de los caudillos latinoamericanos. Él quería crear algo nuevo y diferente, él quería que América Latina fuera un lugar donde se experimentara un nuevo proyecto de nación, y quería una América unida, una América Latina diferente, por eso hablaba de Nuestra América. Pero las nuevas influencias siempre existieron, este país siempre creció con las nuevas influencias. Claro, las nuevas influencias vienen cargadas de los valores de la cultura del tener, y ahí es donde está exactamente el peligro. Es decir, no se trata simplemente de esas influencias nos enriquecen o no, claro que nos vamos a enriquecer con otras músicas, nos vamos a enriquecer con otros estilos de vida, nos vamos a enriquecer con otras miradas. Pero tenemos que estar alertas contra todo aquello que atente contra nuestro concepto de felicidad.
Bueno, ya creo que es suficiente, no quiero extenderme más.