La historia en las raíces de la pedagogía nacional
Toda cuestión de fondo es cuestión de origen. Así había dejado escrito, en circunstancias plenas de colonialismo, el filósofo que consagró su vida entera a pensar y hacer la educación en Cuba. Clave esta para la creación del pensamiento de emancipación, patriótico y de liberación del pueblo y de la nación. Habría de pertenecer al movimiento intelectual ilustrado, reformista y liberal que en los años treinta del siglo XIX irrumpió en la sociedad cubana con anhelos y alas de porvenir.
El pensamiento social que se fomentaría desde finales del siglo XVIII no solo se convirtió en referente de la nueva generación, cuyos representantes de mayor alcance fueron Félix Varela, José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco, sino que constituyó el punto de partida de la negación de una ideología que se sustentaba en los valores de los sacos de azúcar y las cajas de café. ¿Qué fue si no, el intento definitivo de crear una Academia Cubana de Literatura desde la Sección de Educación de la Sociedad Económica de Amigos del País? El hecho cierto de su fracaso solo nos habla de los verdaderos intereses que se defendían en aquella institución fundada en el año 1793 para el fomento de la agricultura y la educación de una élite privilegiada, que si bien se definía como cubana, conservaba y fortalecía sus lazos con España, es decir, la Madre Patria. Y lo monopolizaba todo.
A partir de esta distinción el pensamiento ilustrado en Cuba no se expresó unívocamente, como lamentablemente pervive en el imaginario cultural de la nación, sino que se interpretó con aliento fundador la ilustración al servicio de las clases populares.
La propuesta de ruptura de los jóvenes liberales con la sacarocracia cubana marcaría el pulso de una sociedad que entre capitales y esclavitud descendía moralmente y se resistía, al mismo tiempo, en el terreno de la enseñanza para ensancharse en lo político y lo cultural.
Entonces no existía pedagogía nacional en Cuba. Comenzaban a fundarse sus razones y raíces. En los tiempos del Obispo Espada, esos que Martí evocaría después, se sembraba la semilla del tiempo nuevo. Desde el Seminario de San Carlos, con las cátedras de Filosofía, de Constitución, de Economía, cuyas concepciones modernas propiciarían una interpretación liberadora de la sociedad cubana, se esbozaba el destino del país.
Compulsado por crear para Cuba una nueva moral social que a todos incluyera, sabiendo que solo a muy largo plazo se lograría, una moral pública forjada a través del ejemplo social cotidiano, no sostenida por “la ostentación de juntas y reglamentos, de arengas y poesías(…)”,[1] destinó a la juventud cubana del siglo XIX escritos, que todavía hoy asumidos en clave histórica, pueden ejercer su influjo edificante en los comportamientos y concepciones de las generaciones que definirán ineludiblemente los caminos de la sociedad cubana. A La influencia de la ideología en la sociedad y modos de fomentarla (1817), Las sentencias morales y sociales a la juventud (1818), Espíritu Público (1834) y Cartas a Elpidio (1835), se debe esta aspiración.
Pensados estos textos con una vocación popular, sentaban las bases de una crítica al colonialismo político y cultural, de una ruptura con el servilismo ancestral, expresado además en lo intelectual, que impedía la emancipación del pensamiento. Su propósito de sanear la sociedad desde adentro, desde la interioridad de la naturaleza humana corrompida por el compromiso colectivo con la esclavitud en Cuba, sugiere la subversión de la ideología colonialista más allá de las diferencias sociales con una proyección humanista que hiciera crecer lo que debíamos ser y que permanecía en germen todavía.
“La propuesta de ruptura de los jóvenes liberales con la sacarocracia cubana marcaría el pulso de una sociedad que entre capitales y esclavitud descendía moralmente y se resistía, al mismo tiempo, en el terreno de la enseñanza para ensancharse en lo político y lo cultural”.
El Padre Varela creyó en el saber social del pueblo tan despreciado por las élites esclavistas. Condenó a quienes le engañaban creyéndole ignorante, a los filósofos de argentería que, absortos en sus ocupaciones eruditas y especulaciones metafísicas, le prodigaban su indiferencia. Creyó oportuna la denuncia de la inconstancia, la improvisación, el demérito del trabajo y el apego a la riqueza sin este, el impulso de imitación, entre otros males que identificaban a la sociedad cubana de la época.
No puede dejarse de advertir que no hubiese sido posible este vuelco en el pensamiento cubano, la impugnación a la escolástica en la enseñanza, sin la reforma iniciada en los estudios filosóficos por el Padre José Agustín Caballero.
La Sociedad Económica de Amigos del País, donde se habían protegido los escritos dispersos de nuestros primeros historiadores, reclamó la existencia de una historia de Cuba desde su interioridad — como lo había propuesto el Obispo Morel de Santa Cruz— en la medida que crecía la conciencia de la personalidad cubana. Es precisamente la intelectualidad de los años treinta la que reconoce esta urgencia. Las deliberaciones y críticas sobre los manuscritos existentes cristalizaron los obstáculos que se levantaban en detrimento de la realización del proyecto por la Comisión de Historia[2] de la institución. Finalmente no se creyó capaz de asumir el proyecto y dejó escrito “que una historia de Cuba solo puede escribirse después de minuciosas y tenaces investigaciones en los archivos españoles”.[3]
José A. Saco conservaba documentos históricos desde los finales de la década del veinte y se decidía a descubrir a su país con el orgullo de su cubanidad. Tenía el referente de Jacobo de la Pezuela y su misión sería comprometida como no pudo haber resultado el texto del intelectual español.
Discutidas sus concepciones durante décadas no puede dejarse de advertir que con su Historia de la esclavitud,[4] el historiador y político puso en manos del negro esclavo la raíz de su desgracia. Y esto, en términos históricos y políticos, es de un alcance inestimable. Se trata del político que percibía el peligro que representaban los Estados Unidos para la formación de nuestra nacionalidad, quien, en 1848, publicara el texto Ideas sobre la incorporación de Cuba en los Estados Unidos, y que en carta a Gaspar Cisneros Betancourt (El Lugareño), escribiera:“(…) yo desearía que Cuba no solo fuese rica, ilustrada y poderosa, sino que fuese también cubana y no anglosajona”.[5]
Es en este mismo año que, desde París, Domingo Delmonte publicara, a raíz de los planes del Club de La Habana y la conspiración de la Rosa Cubana o de las Minas de Manicaragua, el sugerente artículo Peligros de los Planes Anexionistas y conducta que deben observar los Patriotas Cubanos (1848), en el que condena a la esclavitud como institución y a la revolución como su salida. Consideraba —era la opinión de otros jóvenes ilustrados, incluido José de la Luz— que no era tiempo todavía para ese cambio en el país. Se debía crecer, sobre todo, en conciencia social. Por eso habría de apoyar, con carácter incondicional, el Proyecto de Instituto Cubano de Luz y Caballero.
Por otra parte, ya había advertido en Reflexiones sobre la Balanza Mercantil entre Cuba, Estados Unidos e Inglaterra (1846) las relaciones comerciales y sociales que, en verdad, existían entre estas potencias desarrolladas y la Isla,[6] además de los lazos que progresivamente rompía con España. Al mismo tiempo hacía notar las pretensiones del vecino norteño:
Para nadie es un misterio hoy el espíritu invasor que anima a los norteamericanos. Herederos y partícipes de la actividad, la osadía y la educación política de Inglaterra, la fuerza de su expansión en el Nuevo Mundo no encuentra obstáculo ninguno, si se compara con la inexperiencia y la debilidad de los gobiernos hispano-americanos (…)[7]
y defendía la literatura cubana dejando el legado de su Centón epistolario sin el cual sería imposible siquiera el conocimiento de nuestra cultura. Las contradicciones de la sociedad cubana afloran en sus páginas para dar cuenta de lo difícil que resultaba abrir el paso a la idea de la emancipación que subvirtiera el destino de Cuba.
Empeñado como estuvo en la polémica sobre el método para la enseñanza de la filosofía, a finales de los años treinta, de modo que esta no fuera estacionaria y justificativa, sino crítica y edificadora, que transformara la naturaleza humana y social en el país, percibió el alcance del pensamiento histórico. Es explicable su impugnación al culto que a la erudición hacían las élites intelectuales, cuyos móviles eran el lucro y la ganancia y la legitimación de su clase, su dominio cultural, su hegemonía. Luz situaba la primacía en la investigación que descubre y permite fijar propósitos más altos: científicos y éticos.“Quien no aspira no respira”,[8] la espiritualidad renovada para Cuba quería Luz cuando polemizaba sobre moral, ciencia y religión, cuando la literatura, la ideología y la psicología podían levantar o hacer sucumbir a la patria, a la nación que se forjaba. Por eso Martí lo llamó el Padre Fundador, acostumbrado el Maestro a tocar las esencias, a ver en la herida la flor. Le bastaron sus aforismos, no tuvo más de él. Y lo conoció.
Heredó del sacerdocio de su magisterio para que Cuba fuera libre el apego a la verdad y a la justicia. Al interpretar el siglo XIX como un siglo de labor patriótica reivindicaba el valor del pensamiento que anticipaba la liberación social. Necesaria era —y es— la cultura del pensar, su autenticidad.“La historia anda por el mundo con careta de leyenda. No hay que ver solo a las cifras de afuera, sino que levantarlas, y ver, sin deslumbrarse, a las estrellas de ella”.[9] ¿Para qué debía escribirse la historia? (…) para que perdurase y valiese, para que inspirase y fortaleciese. Rechazó el interés por falsear la historia y el peligro político del olvido. Profundidad y altura reclamó para la memoria caudal de experiencia: “(…)[10] tales vuelos ha tomado ya la historia que hablar de ella vale tanto como hablar de filosofía”.[11]
Todo en Martí es unidad. La ciencia, la patria, la conciencia, la cultura, la política. Cuánto quiso significar con la palabra: “Cuba es la patria de La Luz y de Varela”.[12] Vivir como pueblo fue su escuela. Por eso pensó hondo como los que le precedieron, a pesar de sus orígenes. Por eso trascendió después del fracaso independentista en una República fracturada que hizo desde la pedagogía, como centro de la educación, la formación de los valores culturales de la nación.
Una pedagogía que tuvo todos los referentes posibles a través del movimiento educacional mundial y la tradición filosófico-pedagógica cubana, en particular. A pesar de la sujeción mimética de muchas de las ideas, hubo crítica. Desde las teorías psicológicas hasta las de formación del hombre, fueran estas idealistas, positivistas, naturalistas, plenarias o pragmáticas. Advertidas de su peligro social estas últimas al sacrificar los valores permanentes y privilegiar los valores cambiantes en la sociedad. A partir de esta concepción del pragmatismo norteamericano no interesa la historia, sino el presente que se vive y el futuro que se persigue, ya se sabe a qué costo.
“Todo en Martí es unidad. La ciencia, la patria, la conciencia, la cultura, la política”.
La resistencia creadora de los pedagogos e historiadores en Cuba residió en la capacidad de defensa de una enseñanza cubana, pensada desde el aula, reacia a toda metafísica, consciente del problema nacional y la época histórica que se vivía. La prensa pedagógica que ayudara al maestro y sacara a la luz lo que en el mundo se producía sobre pedagogía, la elaboración de textos escolares[13] que, aunque con ausencias fundamentales de nuestro proceso histórico, movilizaban el sentimiento patriótico y el compromiso ciudadano, la lucha cívica de lo más avanzado de nuestra intelectualidad Por una Escuela Cubana en Cuba Libre que entrañaba la cubanización de toda nuestra enseñanza fuera esta la escuela pública o privada, en sus particularidades, los Congresos Nacionales de Historia que impugnaban su falseamiento, aseguraban la continuidad de nuestra existencia como ser nacional. Acaso la interrogante filosófica sobre nuestros orígenes hallaba su respuesta en los logros y fracasos, que fueron muchos, de un pensamiento que se propuso la fundación de una racionalidad nueva y una espiritualidad integradora de lo cubano en una sociedad que, pensada en términos de libertad, llevaba en el alma el grito de redención y protagonizaba su cultura como el gesto colectivo de la nación.
Bibliografía:
Caballero, José Agustín: Obras, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 1999.
Catálogo de manuscritos e impresos notables del Instituto de Jovellanos, 1883.
Chacón y Calvo, José María: La Sociedad Económica de La Habana y las investigaciones históricas, Revista Bimestre Cubana, vol. XXIV, N. 4, julio-agosto, 1929.
Cuba en 1798. Viaje a la Isla de Cuba. Carta cuarta, Revista de Cuba, t. I, 1877.
De Espada, Obispo: Papeles, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 1999.
De la Luz y Caballero, José: Obras, vol. I, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 2001.
Delmonte, Domingo: Centón Epistolario, vol. I, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 2002.
La crítica en Cuba a fines del siglo XVIII. Cartas del Presbítero José Agustín Caballero acerca del Teatro del Dr. Urrutia, publicadas en 1795, Revista Cubana, t. I, 1877.
Martí, José: Obras Completas, La Habana, Editorial Lex, 1945.
Mitjans, Aurelio: Estudio sobre el movimiento científico y literario de Cuba, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1963.
Morales, Vidal: Tres historiadores cubanos, Revista de Cuba, t. I, 1877.
Saco, José Antonio: Obras, vols. I y II, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 2002.
Varela y Morales, Félix: Espíritu Público, en Obras, t. II, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 1997.
Notas:
[1] Varela y Morales, Félix: Espíritu Público, en Obras, ed. Cit., p. 379.
[2] La Comisión de Historia de la Sociedad Económica se conformó por aquellos intelectuales que en la década de 1830 se proponían estructurar una historia documental de Cuba, según aparece en las Memorias de la Sección de Historia de dicha institución. Se encontraban, entre otros, Tomás Agustín Cervantes, Blas Osés, Manuel González del Valle, Domingo Delmonte, José de la Luz, José A. Saco, entre otros.
[3] Chacón y Calvo, José María: La Sociedad Económica de La Habana y las investigaciones históricas, Revista Bimestre Cubana, vol. XXIV, N. 4, julio-agosto, 1929, p. 492.
[4] Saco, José Antonio: Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo Mundo, y en especial en los países américo-hispanos. Prólogo de Fernando Ortiz, Cultural S. A., La Habana, 1933.
[5] Figarola Caneda, Domingo: José A. Saco. Documentos para su vida, Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1921, p. 324.
[6] Domingo Delmonte, apoyándose en informaciones oficiales contenidas en la Balanza Mercantil de 1844 que publicó la Intendencia de La Habana en 1845, y en el informe del Ministro de Hacienda publicado en el American Almanack, de Boston, en 1846, declaró que “…las relaciones de Cuba y la Unión norteamericana son tan estrechas y considerables, que de 25 056 231 pesos fuertes a que ascendió en 1844 la importación cubana, cerca de 10 000 000, vinieron de los Estados Unidos, y de los 25 426 591 pesos que exportó, más de cinco millones se despacharon para los mismos Estados. Así fue que del total de 17 millones y pico a que ascendió en el mismo año el comercio de importación, puramente extranjero en Cuba, es claro que cerca de un tercio lo hicieron los norteamericanos, y nueve de los veintiún millones de exportación para puertos extranjeros, la mitad tocó a los mismos. Adviértase también que, en el cuadro del comercio anual extranjero de los Estados Unidos con los demás países del mundo, la Isla de Cuba figura, por sus altos guarismos, inmediatamente después de las dos naciones más ricas de Europa, Inglaterra y Francia.
[7] Delmonte, Domingo: Reflexiones sobre la Balanza Mercantil entre Cuba, Estados Unidos e Inglaterra, en Domingo Delmonte: Humanismo y Humanitarismo, Editorial Lex, La Habana, 1960, p. 83.
[8] De La Luz y Caballero, José: Obras, Vol. I, aforismo 231, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, 2001, p. 147.
[9] Martí, José: La Nación, Buenos Aires, 22 de octubre de 1885, t. 10, p. 299.
[10] Martí, José: Carta a Manuel de la Cruz, Nueva York, 3 de junio de 1890, Epistolario, t. 2, p. 204.
[11] Martí, José: Libros Nuevos, t. 15, p. 193.
[12] Roig de Leuchsenring: El patriotismo cubanísimo de José de la Luz y Caballero, en Revista Carteles, año 28, No. 27, 1936, p.43.
[13] Resulta impresionante la calidad de los textos escolares de la primera mitad del siglo XX en Cuba. Los Libros de Lectura, de Arturo Montori y Ramiro Guerra, entre otros; los de Enseñanza Cívica, de disímiles pedagogos; los de Historia de Cuba, entre los cuales se destacan los de Ramiro Guerra; los de Geografía de Cuba liderados por Alfredo Miguel Aguayo y Carlos de la Torre y Huerta, por solo citar brevemente. Gracias a estos textos hemos podido conocer la anécdota sobre el Padre Varela cuando caminando por las frías calles de Nueva York, ofreció su abrigo a una anciana muy pobre que apenas tenía con que cubrirse. También nos han llegado los versos que José María Heredia le dedicara al patriota entero, como lo evocara Martí:
Por decir sin temor la verdad pura
Un filósofo echado de su asilo
De ciudad en ciudad andaba errante
Detestado de todos y proscripto.
Amigo ¿Por qué motivo destrozarte quiere
Esa bárbara tropa de enemigos?
—Nada les hice, el ave le responde;
El ver claro de noche es mi delito.