Leyendo los poemas de Roberto Friol contenidos en el volumen Zodiakos, veinticinco años después de su publicación, viene a mi memoria la definición de Liliane Wouters donde se afirma que la poesía es la única forma literaria que resguarda con mayor intensidad el misterio de lo indecible. Sus poemas breves recogidos en este tomo dan fe de ello por su gracia y efectividad poética. Y en todos ellos se canta la tragedia, la soledad del hombre que ha sido expulsado del paraíso, lo que representa el pecado original y el alejamiento del hombre respecto a Dios. Ese, y no otro es el tema principal de su poesía, que halla formas de manifestación en una soledad física y una soledad ontológica a un tiempo, en el dolor, el sufrimiento o la desesperanza en sacudidas y errancias:
“Viajero”
El tormentoso viajero no vuelve el rostro a la memoria.
Entonces, no hay adiós,
ni hubo bienvenida,
ni una fogata entre sus ojos y el acantilado
rompiendo a fuego su zozobra.
Entonces, sólo es
un montón de la honda lejanía.
(p. 44)
Véase también el poema “Este hombre” (p. 141)
“La poesía es la única forma literaria que resguarda con mayor intensidad el misterio de lo indecible”.
Leemos textos que son baladas de la desolación, de la incomunicación y de algo aparentemente insensible del paisaje. Su desolación va más allá de su posible y activa actitud frente a la vida. Aunque hay una búsqueda con dolor de la belleza en sí:
“Búsqueda”
Despellejando el alma a fuerza de buscarte
a ti mismo en nosotros; asediándote
tú mismo a ti; rompiendo las paredes
a mandoblazos rajando el techo vivo,
hasta que vuele el pájaro, que es tuyo.
(p. 17)
Y para él el dolor es un brillo, una luz: “En el frenesí de querer poner en claro los días, /de lavarlos con la lejía de su angustia” (“La hebra y la humareda”, p. 123). Hay un desamparo del hombre para siempre expulsado del paraíso. Por eso tan enrarecida realidad es una envilecida ficción:
“Sobreviviente”
Sobrevive con feroz irrealidad.
Y el racimo de culpas –¡tan alto!-,
el memorioso estruendo que ha sido,
le hace gruñir las manos
en la pavorosa eternidad.
(p. 12)
Pero también como una epifanía de la vida queda la fe en la luz, y la luz es un cuerpo y es su espíritu, lo que se muestra en el poema “Monólogo de la mañana”, que no por gusto abre el volumen que ahora comentamos:
“Monólogo de la mañana”
En el arca pervive la luz,
en esta arca viva de músculos,
designios y sonrojos. Fluye
a la sombra del agua rencorosa,
escurriéndose por las piedras
del estar, abismando el olvido.
Ah, cuándo entendí esto, cuándo pude
cobijarme en su signo, en este
turbión de amor que irrumpe en la mañana?
(p. 11)
Hay pruebas de la conservación de una íntima inocencia, de una secreta esperanza: “Maná de la sombra” (p. 36). Pese a la desolación tiene sentido la existencia: “Fardo” (p. 198). Y la ilusión y la esperanza se manifiestan como uno de los más intensos o profundos sentimientos humanos: Véase “Sobreflor de Junio” (p. 223). Es el cuerpo de la honda pena quien asoma en el poema y el anhelo de comunión perdida en una vida llena de azar ―véase el poema “Camaradas” (p. 14)―, y el hombre como arquetipo muestra, sin detenerse, la cualidad de herir y la cualidad de amparar en soliloquios o diálogos con su otro yo que ofrecen un “tono confesional, capaz de conducirlo por una perpetua senda de definiciones”. Y viene a colación aquí lo que dijo María Negroni sobre H.D, que lo que escribe está traspasado por un hábito de contemplarse nunca satisfecho por el aguijón de ciertas escenas o ideas fijas que se resisten a encontrar su ley interna. El dinamismo o lo dialéctico aparecen allí donde los símbolos de lo vital, del colorido de la vida son los que descubren la indignación, el desconcierto con el mundo, enunciando el carácter transitorio y cambiante de la existencia:
“Viejo”
He envejecido sin saber.
La pelota de colores es la pelota de la ira;
que rueda rencorosa por la playa.
De pie, a pesar de todo.
Los hombros inclinados hacia una íntima lejanía
y el fuego de la razón doblando en la intemperie.
(p. 23)
En los poemas breves, que son los más logrados del volumen, hay algunos como saetas que son recuentos metafísicos de toda una existencia, de la belleza de la vida y la belleza de la muerte.
Se contempla la dicha desde un lugar del que no se puede regresar y el ánimo es airado en fragores de un espíritu altivo, hay un canto del esplendor que fue, hay canciones de la pérdida, y se dibujan retratos del dolor y la muerte, danzas del dolor y la muerte. En los poemas breves, que son los más logrados del volumen, hay algunos como saetas que son recuentos metafísicos de toda una existencia, de la belleza de la vida y la belleza de la muerte:
“Aceptaciones”
El espacio y el tiempo
y las dominaciones del recuerdo.
El árbol loco de la dicha
y la muerte con su corona vacía.
El estruendo del oro que no ha de ser.
(p. 39)
Se cuestiona el sentido de la existencia: “Epitafio del fuego” (p. 48). Y ante el mundo como algo indiscernible, pese al esfuerzo humano, se reconoce que el hombre es el propio misterio:
“Sí, yo era el tiempo”
Sí, yo era el tiempo de poder balbucir,
de no entender las cosas esenciales.
La ráfaga se volvía canción en mis adentros.
La pena se volvía silbo, estruendo.
Yo era el niño y el hombre,
y el confuso relator.
Yo era el lienzo de todos
los caminos a lo impenetrable.
(p. 174).
Así el desasosiego de la vida es reflejado entre la fugacidad y la trascendencia, y asoma un tema que le preocupa hondamente, que no es otro que lo que heredará el mundo de él, humilde escriba solo dueño momentáneo de las palabras.
Pero el poeta sabe que el sentido de la vida está en el verso, y este, a su vez, es fruto del dolor en indudable resonancia martiana:
“El verso”
El verso como rostro del hálito,
sombra de un temerario acontecer;
patria y cauce de la sangre de una vida.
(p. 201).
Así el desasosiego de la vida es reflejado entre la fugacidad y la trascendencia, y asoma un tema que le preocupa hondamente, que no es otro que lo que heredará el mundo de él, humilde escriba solo dueño momentáneo de las palabras. En tal sentido hay varios poemas que lo abordan incluso desde sus propios títulos: “Herencia”, “Testamento”, “Heredad”, “Epitafio”:
“Herencia”
De esta máscara, nada;
del soplo, cuanto pude callar;
del anochecer,
unas cuantas palabras para el niño
que algún día vendrá buscando sombra;
y de este escalofrío,
todo.
(p. 24)
Siente el regocijo de ser alguien por las palabras, y dibuja el binomio del que se es y el que se será cuando sean las palabras, su obra, la que hable por él, hasta llegar a concebir a la palabra como la metáfora crucial, como la metáfora por excelencia de la vida del escritor.
Donde se describe cómo en un arte poética se cruzan el silencio, el misterio, el don del poeta y el goce de este don. Hay un afán de comunión por encima de un gran gesto de incomunicación que define al mundo, y que puede ser trasmitido, con todo su misterio, por medio de la sensibilidad de unos hombres hacia los otros. Teme que su legado al mundo sea no más que la fábula de una existencia infructuosa, o algo que tome sentido por un posible arrepentimiento de sus pecados:
“Epitafio”
Ahora, ¿qué piedra
puede más que yo;
qué agua es más transparente
que mis labios; qué dicha
más verídica que mi rostro,
ahora que digo: Perdón?
(p. 33).
Pero contra todas sus dudas se levanta la sección del libro que dedica a tejer una oda a la palabra, verdadera herencia del escritor, cierto prodigio. Siente el regocijo de ser alguien por las palabras, y dibuja el binomio del que se es y el que se será cuando sean las palabras, su obra, la que hable por él, hasta llegar a concebir a la palabra como la metáfora crucial, como la metáfora por excelencia de la vida del escritor. La palabra es su don, su riqueza y su trascendencia.
Viene a ser la poesía de Friol como un modo de expiación de la culpa, pero una expiación imperfecta, como Trakl afirmó del género en su momento, que lo llevó a “redefiniciones de tópicos de la caída y la redención cristiana, y, en segundo lugar, de la palabra poética en su imbricación al flujo indivisible de la Palabra de Dios”; viene a ser como “la flor mayor que el océano”.