La Edad de Oro , una revista en camino de eternidad (I)
I
Generalmente asociada a la imagen de libro, La Edad de Oro nació como revista: un mensuario del cual se editaron cuatro números, correspondientes al período de julio a octubre de 1889.[1] Para ceñirnos a publicaciones seriadas y ni hablar de las eventuales, pudo haber sido quizás una más entre quién sabe cuántas de su tipo que, de menor o mayor duración, terminaron su vida con la entrega final, y hoy apenas se recuerdan, o son de interés para especialistas, si acaso.
En cambio, los pocos números que tuvo la revista martiana han seguido teniendo merecida atención del público y de la crítica, y no únicamente en lo que toca a la literatura concebida para público infantil y adolescente, su destinatario privilegiado. A menos que la especie humana llegue a una desnaturalización que la aleje de sus más altos ideales en cuanto a valores del conocimiento y el espíritu, La Edad de Oro lleva camino de eternidad.
Tal permanencia le viene de un hecho que, aunque se quisiera, no podría tener equivalentes cotidianos: la redactó íntegramente José Martí, quien echó esa tarea sobre sus hombros cuando vivía su plena madurez intelectual y creativa, y arreciaba la etapa crucial de su labor revolucionaria. Eso habla a la vez de la especial preparación que tenía para acometer la tarea, y de la importancia que le concedió a una obra que constituye todo un primor artístico y de pensamiento.
En la Caracas de 1881, donde hizo y publicó su Revista Venezolana, escribió el poemario Ismaelillo, impreso al año siguiente en Nueva York. Ese cuaderno y la Revista —de esta última especialmente, en lo que atañe al punto de vista conceptual, el manifiesto titulado “El carácter de la Revista Venezolana”, que circuló en la segunda y última entrega del quincenario— marcaron la renovación de las letras escritas en español, no solo en América. Más que un movimiento específico —identificado con lo que Pedro Henríquez Ureña llamó “el incoloro título de modernismo”—,[2] ese hecho, en cuya estela se ubica naturalmente La Edad de Oro, representó el inicio de toda una renovación que llega a nuestros días, como escribió Roberto Fernández Retamar.[3]
Un vasto y creativo quehacer periodístico le dio a Martí amplia acogida internacional, que se apreció con altura en su tiempo —como ya se verá— y siguió creciendo después de su muerte. En lo que respecta a España basta mencionar a Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís —con temprano reconocimiento de Martí como iniciador, no mero precursor, del modernismo hispanoamericano— y Fernando de los Ríos.[4]
Son numerosos los autores relevantes que en distintos países elogiaron, y siguen elogiando, la grandeza del trabajo con que, por medio de la prensa, informaba Martí especialmente al público lector de la que él —fijando con peso conceptual y afectivo una expresión que halló en el lenguaje de su entorno— llamó nuestra América. Entre esos temas estuvieron la índole, el rumbo y las pretensiones de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, favorecía el conocimiento de los mejores exponentes de la cultura de ese país, a menudo representada en destacados disidentes de su sociedad.
“Son numerosos los autores relevantes que en distintos países elogiaron, y siguen elogiando, la grandeza del trabajo con que, por medio de la prensa, informaba Martí especialmente al público lector de la que él —fijando con peso conceptual y afectivo una expresión que halló en el lenguaje de su entorno— llamó nuestra América”.
Sobre las circunstancias en que nació La Edad de Oro procede recordar que los Estados Unidos crecían en su voracidad imperialista, y en función de sus falaces planes de reciprocidad comercial, iniciados años antes, pusieron en marcha —con tres reuniones celebradas en octubre y noviembre de 1889 y abril de 1890, en Washington— un foro internacional que ya se veía venir cuando se gestó y apareció la revista. Luego se llamaría Primera Conferencia Panamericana, y no precisamente por el panamericanismo equitativo y cordial que debería vincular a los pueblos del área.
El panamericanismo alentado por ese foro fue el propio de los intereses y las intenciones del país anfitrión, afanado en someter por la economía —y, en consecuencia, también por la política— a la región entera, como un avance en sus planes de hegemonía mundial. Calzando las intenciones de la Conferencia, sesionó en 1891, también en Washington, una Comisión Monetaria Internacional enfilada a instaurar en los pueblos hispanoamericanos el predominio del dólar, para después llevarlo a todo el planeta.[5]
Desbordaría los propósitos de estas páginas un comentario sobre la contribución personal de Martí —quien llegó a ser, nada menos que en Nueva York, cónsul a la vez de Argentina, Uruguay y Paraguay— a que esa maniobra fracasara entonces, o al menos se pospusiera. Pero no cabe obviar que dicha contribución fue parte de su quehacer político en ascenso, que desde 1887, tras lo que puede considerarse una pausa de tres años y no es del caso elucidar ahora, se encauzaba por los preparativos de nada menos que una guerra.[6]
“Todo muestra, pues, la importancia que, en el momento en que aceptó hacerla, veía en aquella revista para público infantil y adolescente alguien que se sabía sin tiempo suficiente para todas las tareas fundamentales que tenía por delante”.
A ella dedicaría sus fuerzas, sobre todo a partir de 1891, cuando ya le fue posible dar los pasos decisivos hacia la fundación, en 1892, del Partido Revolucionario Cubano, que él calificó como la obra doce años.[7] Era una organización fundamental para preparar la contienda dirigida a librar a Cuba del coloniaje español y de la voracidad estadounidense.
Todo muestra, pues, la importancia que, en el momento en que aceptó hacerla, veía en aquella revista para público infantil y adolescente alguien que se sabía sin tiempo suficiente para todas las tareas fundamentales que tenía por delante. Hombre de mirada abarcadora, en el poema inicial de Versos sencillos —libro que, según declaración suya en el pórtico, nació de las preocupaciones que agravaron su estado de salud en “aquellos años de angustia” de 1889-1890, cuando, nacida ya la revista, empezó a sesionar la fatídica conferencia internacional mencionada— escribió: “Arte soy entre las artes,/ En los montes, monte soy”.[8]
Su producción literaria, su periodismo, sus discursos, su epistolario, todo cuanto escribió, daba cuenta de su integridad ética y de su integralidad intelectual, y en todo lo beneficiaba el don poético. Domingo Faustino Sarmiento alabó la creatividad del corresponsal que en el siglo XIX ponía en su punto más alto a La Nación, donde en enero de 1887 apareció una carta dirigida por el escritor argentino a Paul Groussac, de la redacción del diario, para solicitarle, a “usted, que es nuestro bibliotecario inmérito, aunque sea nuestro literato francés”, que tradujera la crónica de Martí —de quien todavía muestra que le faltan noticias: es “un cubano, creo”, le dice a Groussac— sobre las celebraciones de la Estatua de la Libertad: “traduzca al francés el artículo de Martí, para que el teléfono de las letras lo lleve a Europa, y haga conocer esta elocuencia sudamericana áspera, capitosa, relampagueadora, que se cierne en las alturas sobre nuestras cabezas”.
No hay la menor duda de que a Sarmiento, quien acaso no conocía otras zonas de la obra de Martí, lo sacudió el ímpetu creador del autor de esa crónica, y otras, de quien resueltamente dice: “En español nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y después de Víctor Hugo nada presenta la Francia de esta resonancia de metal”.[9] Sus juicios sobre Martí son particularmente significativos. Entre ambos —sobre todo en lo tocante a la visión sobre los Estados Unidos y concepciones sociales y cognoscitivas básicas— mediaban grandes diferencias, que Martí mostrará del modo más delicado posible cuando, cuatro años después de publicada la carta de Sarmiento, refutó en su medular ensayo “Nuestra América” la perspectiva del argentino.
“No hay la menor duda de que a Sarmiento, quien acaso no conocía otras zonas de la obra de Martí, lo sacudió el ímpetu creador del autor de esa crónica, y otras, de quien resueltamente dice: ‘En español nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y después de Víctor Hugo nada presenta la Francia de esta resonancia de metal’”.
Sin ataque personal alguno, pero sin ambages, impugnó un concepto que identifica al autor de Facundo, cuya primera edición como libro se tituló Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga y aspectos físicos, costumbres y hábitos de la República Argentina y terminaría conociéndose como Facundo. Civilización y barbarie, o sencillamente Facundo. Es obvio que Martí aludió a esa obra cuando en “Nuestra América” escribió: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.[10]
En 1888, cuando ya se había referido a las páginas publicadas por Martí en La Nación bonaerense —“antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías”—, el nicaragüense Rubén Darío exclamó: “¡Si yo pudiera poner en verso las grandezas luminosas de José Martí!”.[11] Seguramente no conocía el poemario martiano Versos libres, que, editado por vez primera en 1913, dieciocho años después de muerto el autor, concentra grandezas luminosas como las que Darío apreciaba, con razón, en la prosa del autor. De Versos libres se han visto huellas en el Cristo de Velázquez, de Miguel de Unamuno, así como adelantos de pulsos del Federico García Lorca de Poeta en Nueva York, y anticipaciones de tonos de César Vallejo, entre otros ejemplos.
En los textos más caladores dedicados a Martí se hallan dos, célebres, de la chilena Gabriela Mistral, frecuentemente citados. Menos conocida será la carta personal en que también expresó lo que Martí representaba para ella: lo tenía, dijo, entre “los artistas que más han influido en mi vida —no solamente en mi obra—”, porque en él, más que en los otros grandes a quienes admiraba, encontró “la palabra viva, a la par que una frescura como de hierbas con rocío: la frescura de un corazón que fue puro”.
Ante una declaración de ese cariz, que recuerda en especial —pero no solo— al hombre de La Edad de Oro, pudiera parecer menor el reconocimiento que la precede en la misma carta: “Esta fue el alma hermosa por excelencia y el verdadero iniciador del modernismo —de la renovación de espíritu y forma— en nuestra literatura americana”.[12] Pero ese juicio ubica a Mistral entre las primeras voces en señalar con precisión el papel de Martí en la renovación mencionada.
El crítico español Guillermo Díaz-Plaja llamó a Martí “ese gigantesco fenómeno de la lengua hispánica, raíz segura de la prosa de Rubén y, desde luego, el primer ‘creador’ de prosa que ha tenido el mundo hispánico”.[13] Vale considerar que lo de “primer ‘creador’” apunta, más que a una circunstancia cronológica, a una dimensión cualitativa marcada por la intensidad con que Martí sometió la prosa al rigor artístico, de un modo que hasta entonces se estimaría más bien exclusivo de la poesía en verso. Y la salvedad —“poesía en verso”— no es fortuita: responde a la omnipresencia de la poesía en la obra martiana por encima de particularidades o deslindes genéricos, y de cierta insuficiencia del idioma vinculada con parcelaciones reduccionistas.
“En los textos más caladores dedicados a Martí se hallan dos, célebres, de la chilena Gabriela Mistral, frecuentemente citados. Menos conocida será la carta personal en que también expresó lo que Martí representaba para ella: lo tenía, dijo, entre ‘los artistas que más han influido en mi vida —no solamente en mi obra—‘, porque en él, más que en los otros grandes a quienes admiraba, encontró ‘la palabra viva, a la par que una frescura como de hierbas con rocío: la frescura de un corazón que fue puro’”.
Refiriéndose específicamente al quehacer periodístico martiano, Pedro Henríquez Ureña sostuvo un juicio que vale tener en cuenta para apreciar acertadamente, en particular, las virtudes de La Edad de Oro, pero no solo las de esa revista: “Martí hizo suyo un estilo enteramente nuevo en el idioma”, sostuvo Henríquez Ureña, y añadió que su obra había sido fundamentalmente una “forma de periodismo literario desconocida antes de 1870”, un “periodismo elevado a un nivel artístico como jamás se ha visto en español, ni probablemente en ningún otro idioma”.[14]
Está dicho, pues, que quien asumió la misión de La Edad de Oro era un autor más que consagrado, y no necesitaba una nueva empresa literaria para hacerse un espacio en el aprecio que merecía de sus contemporáneos, y que seguiría y sigue mereciendo y recibiendo, aunque ese no fuera su propósito. La carrera literaria —en la que brilló como lo hizo— estaba lejos de ser la tarea a la que más atención voluntaria le prestaba. Con respecto a Ismaelillo —joya publicada en edición de autor— le escribió a su amigo mexicano Manuel Mercado el 11 de agosto de 1882:
En mi estante tengo amontonada hace meses toda la edición, —porque como la vida no me ha dado hasta ahora ocasión suficiente para mostrar que soy poeta en actos, tengo miedo de que por ir mis versos a ser conocidos antes que mis acciones, vayan las gentes a creer que solo soy, como tantos otros, poeta en versos.—Y porque estoy todo avergonzado de mi libro, y aunque vi todo eso que él cuenta en el aire, me parece ahora cantos mancos de aprendiz de musa, y en cada letra veo una culpa.[15]
Tal desahogo, sin embargo, no autoriza a subvalorar lo que apunta a continuación: “Con lo que verá Ud. que no escondo el libro por modestia, sino por soberbia”. Y tal “soberbia” se ha de entender en su caso como insatisfacción por lo que todavía no ha podido hacer no solo ni fundamentalmente en su obra escrita, sino en su vida, que sintió y asumió como un acto de misión redentora. Era un poeta demasiado verdadero, y un crítico demasiado lúcido, para permitirse desconocer el valor de su poesía —y de sus textos en general— y la importancia que para él tenía lo que en el título de un poema de Versos libres llamó “Sed de belleza”. No cabe desconocer el aliento autocrítico de las dos estrofas finales, con tono testamentario, de Versos sencillos:
¿Habré, como me aconseja
Un corazón mal nacido,
De dejar en el olvido
A aquel que nunca me deja?
¡Verso, nos hablan de un Dios
Adonde van los difuntos:
Verso, o nos condenan juntos,
O nos salvamos los dos!
El 8 de abril de 1895, en el apunte que cierra su penúltimo diario —escrito en el tránsito de Montecristi a Cabo Haitiano con rumbo a Cuba para sumarse a la guerra, en cuya preparación había sido determinante— escribió: “El verso caliente me salta de la pluma. Lo que refreno, desborda”. Al día siguiente da inicio a su Diario de campaña, que dedica a registrar las vísperas de su llegada a Cuba y, sobre todo, su trayectoria por los campos de la patria hasta el día previo a su caída en combate.
“… Esa publicación no nació de un mero interés de entretener al público infantil y adolescente. Lo guiaba el afán de contribuir a la formación de los seres humanos que los pueblos de nuestra América necesitaban para fomentar la dignidad y encarar los desafíos que la asediaban entonces y no han dejado de asediarla hoy. De ahí el respeto con que trató a las personas de esas edades”.
En la primera nota, fechada 9 de abril, estampa con impulso versal el momento en que se despide de quienes lo ven a él, junto a sus compañeros de expedición —Máximo Gómez entre ellos—, tomar en Cabo Haitiano el vapor que los acercará a tierras cubanas: “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”. De la llegada a Cuba el 11 de abril da un testimonio concentradamente poético en lo que se percibe como exclamación contenida por la sinceridad y el pudor emocional: “Dicha grande”.[16]
De ese modo se expresa quien a sí mismo se llamó, en la introducción a la revista, “el hombre de La Edad de Oro”. Y esa publicación no nació de un mero interés de entretener al público infantil y adolescente. Lo guiaba el afán de contribuir a la formación de los seres humanos que los pueblos de nuestra América necesitaban para fomentar la dignidad y encarar los desafíos que la asediaban entonces y no han dejado de asediarla hoy. De ahí el respeto con que trató a las personas de esas edades.
En no pocas páginas dedicadas por otros autores a la infancia pululan ñoñerías y banalidades —y más despropósitos—, pero La Edad de Oro sobresale por reconocer la inteligencia de ese sector poblacional, en correspondencia con los ideales humanos, y humanistas, de Martí. Resulta sugerente contrastar la abundancia de diminutivos, desde el título, en Ismaelillo —poemario al cual da tema un niño, a la relación del padre (Martí mismo) con el pequeño, pero no está destinado precisamente al público infantil—, y la escasez de ese recurso en La Edad de Oro. Es algo que vale considerar parte del programa formador con que Martí concibió la revista y tuvo en cuenta a lectores y lectoras.
Al decir eso último —“lectores y lectoras”— se vulnera intencionalmente el precepto académico según el cual esa manera de expresarse es impropia, porque el género masculino es el no marcado, o neutro, y vale como por obra divina para representar a toda la especie. Así se evade el hecho de que el lenguaje es expresión de la sociedad en la cual se forma, y en esta el patriarcado ha sido dominante en general y, de paso, en los ámbitos académicos.
“En no pocas páginas dedicadas por otros autores a la infancia pululan ñoñerías y banalidades —y más despropósitos—, pero La Edad de Oro sobresale por reconocer la inteligencia de ese sector poblacional, en correspondencia con los ideales humanos, y humanistas, de Martí”.
En el comienzo de la que, al ser la página introductoria del primer número de La Edad de Oro, muestra las intenciones programáticas de la revista en su conjunto, se percibe un Martí consciente de todo cuanto se ocultaba, y se oculta, detrás de una presunta asepsia gramatical, y de lo mucho que faltaba por hacer —aún falta hoy— para que a la población femenina se le reconociera el justo lugar de plenitud que le corresponde y holgadamente ha probado merecer. ¿A qué, sino a eso, pudiera remitir la clara precisión de la página mencionada? En ella se lee: “Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto”.[17]
Quien, ya abocado a la preparación de una guerra, tensaba su vida con la tarea de hacer una revista a la cual le aportó todos sus textos —originales suyos los más de ellos, o traducciones y recreaciones de obras de otros autores, conocidos o anónimos—, pondría también en esa labor su gran sentido de responsabilidad. Y la revista sería profundamente educativa, pero no la regirían didactismos que lastimasen la dignidad artística. Ni siquiera para la defensa de sus ideales patrióticos y éticos aceptaba Martí que se irrespetara esa dignidad. Acerca de nadie menos que de José María Heredia, gran poeta inseparable del patriotismo cubano, sostuvo:
El lenguaje de Heredia es otra de sus grandezas, a pesar de esos defectos que no han de excusársele, a no ser porque estaban consentidos en su tiempo, y aun se tenían por gala: porque a la poesía, que es arte, no vale disculparla con que es patriótica o filosófica, sino que ha de resistir como el bronce y vibrar como la porcelana: y bien pudo Heredia evitar en su obra entera lo que evitó en aquellos pasajes donde despliega con todo su lujo su estrofa amplia, en que no cuelgan las imágenes como dijes, sino que van con el pensamiento, como en el diamante va la luz, y producen por su nobleza, variedad y rapidez la emoción homérica.[18]
Publicó ese texto en julio de 1888, un año antes del nacimiento de La Edad de Oro, y el 30 de noviembre de 1889, poco después de interrumpida la revista, pronunció un discurso en el que alabó la grandeza artística del autor de “Niágara”, “En el teocali de Cholula” e “Himno del desterrado”, títulos que hablan de la amplitud de miras del poeta elogiado. El arranque del discurso puede verse vinculado con esa realidad:
No por ser compatriota nuestro un poeta lo hemos de poner por sobre todos los demás; ni lo hemos de deprimir, desagradecidos o envidiosos, por el pecado de nacer en nuestra patria. Mejor sirve a la patria quien le dice la verdad y le educa el gusto que el que exagera el mérito de sus hombres famosos. Ni se ha de adorar ídolos, ni de descabezar estatuas. Pero nuestro Heredia no tiene que temer del tiempo: su poesía perdura, grandiosa y eminente, entre los defectos que le puso su época y las imitaciones con que se adiestraba la mano, como aquellas pirámides antiguas que imperan en la divina soledad, irguiendo sobre el polvo del amasijo desmoronado sus piedras colosales.[19]
Sin limitarse a contingencias cronológicas más o menos fortuitas, La Edad de Oro se ubica entre esas dos escalas de la valoración sobre Heredia. Con grandeza artística también acometía Martí su labor formadora, enfilada a cultivar valores para la ciudanía que los pueblos de América necesitaban tener. Sería absurdo exigirle que se expresara como un hombre del siglo XXI, pero no menos injusto sería ignorar lo mucho que desde el siglo XIX le aportó a la vida de hoy, lo que hizo con inagotables perspectivas de porvenir. En la introducción de la revista declaró:
Sin las niñas no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz. El niño ha de trabajar, de andar, de estudiar, de ser fuerte, de ser hermoso: el niño puede hacerse hermoso aunque sea feo; un niño bueno, inteligente y aseado es siempre hermoso. Pero nunca es un niño más bello que cuando trae en sus manecitas de hombre fuerte una flor para su amiga, o cuando lleva del brazo a su hermana, para que nadie se la ofenda.
Lo que pueda verse como superado hoy en esas palabras, no debe llevar a desconocer la siembra de respeto y estima que tanto necesitaba entonces la población femenina, a la que la realidad actual está lejos de haberle hecho toda la debida justicia. En pos de una plenitud que abonara el camino hacia logros superiores, define Martí los propósitos cardinales de La Edad de Oro:
Este periódico se publica para conversar una vez al mes, como buenos amigos, con los caballeros de mañana, y con las madres de mañana; para contarles a las niñas cuentos lindos con que entretener a sus visitas y jugar con sus muñecas; y para decirles a los niños lo que deben saber para ser de veras hombres. Todo lo que quieran saber les vamos a decir, y de modo que lo entiendan bien, con palabras claras y con láminas finas. Les vamos a decir cómo está hecho el mundo: les vamos a contar todo lo que han hecho los hombres hasta ahora.
En términos que propician recordar que el topónimo América y el gentilicio americano y sus derivados son patrimonio de todas las tierras del área —continentales e insulares, y no solo de una de sus naciones— agrega:
Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras: y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; para que cuando el niño vea una piedra de color sepa por qué tiene colores la piedra, y qué quiere decir cada color; para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos. Les hablaremos de todo lo que se hace en los talleres, donde suceden cosas más raras e interesantes que en los cuentos de magia, y son magia de verdad, más linda que la otra: y les diremos lo que se sabe del cielo, y de lo hondo del mar y de la tierra: y les contaremos cuentos de risa y novelas de niños, para cuando hayan estudiado mucho, o jugado mucho, y quieran descansar.
De esas citas, dos elementos al menos requieren comentarios particulares. Uno atañe a las diferenciaciones expuestas con respecto al futuro de los niños y de las niñas. Sabía que no hablaba para un público ideal, sino para el que existía en la realidad, en el que tradiciones y prejuicios tenían gran peso. Por ello en sus palabras se ha de buscar, sobre todo, sugerencias que rebasen limitaciones empobrecedoras. Lo apuntado en el pórtico de la revista se puede o se debe comparar —es un ejemplo— con lo que escribió en Cabo Haitiano el 9 de abril de 1895, dos días antes de desembarcar en Cuba para entrar en la guerra, a María Mantilla, adolescente que residía en Nueva York y a quien quiso y trató de educar como a una hija:
Y mi hijita ¿qué hace, allá en el Norte, tan lejos? ¿Piensa en la verdad del mundo, en saber, en querer, en saber, para poder querer,—querer con la voluntad, y querer con el cariño? ¿Se sienta, amorosa, junto a su madre triste? ¿Se prepara a la vida, al trabajo virtuoso e independiente de la vida, para ser igual o superior a los que vengan luego, cuando sea mujer, a hablarle de amores,—a llevársela a lo desconocido, o a la desgracia, con el engaño de unas cuantas palabras simpáticas, o de una figura simpática? ¿Piensa en el trabajo, libre y virtuoso, para que la deseen los hombres buenos, para que la respeten los malos, y para no tener que vender la libertad de su corazón y su hermosura por la mesa y por el vestido? Eso es lo que las mujeres esclavas,—esclavas por su ignorancia y su incapacidad de valerse,—llaman en el mundo “amor”. Es grande, amor; pero no es eso.[20]
Otro punto concierne a la búsqueda de lo mágico propio de la vida, asociado a la grandeza y a los asombros generados por la realidad y la existencia verdadera. No buscaba aplacar la imaginación del público infantil, sino atizarla al servicio del conocimiento, la creatividad y los valores del espíritu. Ese es el fundamento de un personaje como el “Meñique” del cuento homónimo —recreado a partir de la versión fijada en francés por Édouard René Lefebvre de Laboulaye— y, en general, del respeto a la inteligencia del público, al cual le aporta luces que vienen de la vida, las ciencias y el arte y, sobre todo, de los mejores sentimientos.
Notas:
* Inéditas hasta hoy, las páginas que siguen le fueron pedidas al autor para que encabezaran el tomo de estudios que acompañaría a una edición bilingüe de La Edad de Oro (en gallego y en español) que se haría en Galicia con ocasión del aniversario 130 de la revista martiana, pero no se hizo realidad porque la editorial que se proponía publicarla quebró en la crisis combinada de economía y COVID-19. Ahora estas páginas, al circular en La Jiribilla, le rinden tributo a La Edad de Oro en su aniversario 135.
[1] Ha tenido numerosas ediciones en libro, desde la hecha por Gonzalo de Quesada Aróstegui como volumen inicial (Roma-Torino, Casa Editrice Nazionale, 1905) de la primera compilación de las Obras martianas en las que trabajó hasta su muerte en 1915, y que —dadas las circunstancias profesionales de su vida— logró imprimir de modo itinerante. En las Obras completas de José Martí publicadas en La Habana entre 1963 y 1966 por la Editorial Nacional de Cuba y reimpresas, en la misma ciudad (en el presente texto se identifican con la sigla O.C.), la revista se extiende de la página 293 a la 503 del tomo 18.
[2] Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en la América Hispánica, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1971, p. 169.
[3] Roberto Fernández Retamar: “¿Cuál es la literatura que inicia José Martí?”, Anuario del Centro de Estudios Martianos, No. 4, pp. 26-50.
[4] Fernando de los Ríos: “Reflexiones en torno al sentido de la vida en Martí”, Miguel de Unamuno: “Sobre el estilo de Martí”, Juan Ramón Jiménez: “José Martí”, Federico de Onís: “Martí y el modernismo”, textos incluidos, el primero, en José Martí. Valoración múltiple, La Habana, Casa de las Américas, 2007, t. 1 (al cuidado de Luis Toledo Sande), pp. 57-68; los otros, en t. 2 (al cuidado de Ana Cairo Ballester), pp. 57-61, 63-65 y 141-151, respectivamente. Ambos tomos —dedicado el primero a la obra política de Martí, y el segundo a su obra literaria, aunque tal división es difícil de establecer— recogen textos que provienen de diversas ediciones y en buena medida puntean la evolución de la exegética martiana.)
[5] Los textos de Martí sobre ambas reuniones internacionales se leen en el sexto tomo de O.C. Acerca de su labor relacionada con esos encuentros ver la edición facsimilar de las Actas de la Comisión Monetaria Internacional Americana, La Habana, Banco Nacional de Cuba, 1957, y el volumen de textos suyos Dos congresos. Las razones ocultas, preparado por el Centro de Estudios Martianos con estudios complementarios de Ángel Augier y Paul Estrade, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Editorial de Ciencias Sociales, 1895.
[6] Para la pausa fue determinante su ruptura con el denominado Plan Gómez, o Gómez-Maceo, o de San Pedro Sula. Al tema se han referido diversos autores, y el de estas páginas lo ha hecho en “José Martí y Máximo Gómez en el camino de la hermandad” (José Martí, con el remo de proa, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Editorial de Ciencias Sociales, 1990, pp. 156-182) y “Sobre la presencia de Antonio Maceo en el Diario de campaña de José Martí” (Ensayos sencillos con José Martí, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2012, pp. 44-63).
[7] En un artículo publicado en Patria el 3 de abril de 1892, cuando estaba a punto de proclamarse fundada esa organización, Martí afirmó: “Así, de la obra de doce años callada e incesante, salió, saneado por las pruebas, el Partido Revolucionario Cubano”, y también: “Él es el fruto visible de la prudencia y justicia de la labor de doce años”. “El Partido Revolucionario Cubano”, O.C., t. 1, p. 369.
[8] Las citas de la poesía martiana se localizan fácilmente por el título de los libros y poemas específicos, en numerosas ediciones, entre ellas, O.C. (cit, en n. 1), t. 16 y 17. Especialmente recomendable resulta Poesía completa. Edición crítica, preparada por el Centro de Estudios Martianos y publicada en varias ocasiones por esa institución y la Editorial Letras Cubanas, y ya en los tomos 14-16 del mayor proyecto (en marcha) acometido por el Centro para la difusión y el mejor conocimiento de los textos de Martí: Obras completas. Edición crítica, que va por más de veinte volúmenes en circulación cuando estas páginas se escriben
[9] Domingo Faustino Sarmiento: “La libertad iluminando al mundo”, t. 2 (cit. en n. 4) de José Martí. Valoración múltiple, pp. 23-25. La carta apareció en La Nación el 4 de enero de 1887, tres días después de aparecida en La Nación la crónica martiana “Fiestas de la Estatua de la Libertad”, O.C., t. 11, 97-115.
[10] José Martí: “Nuestra América”, O.C., t. 6, p. 17.
[11] Rubén Darío: “José Martí” y “José Martí, poeta”, en t. 2 (cit. en 4) de José Martí. Valoración múltiple, pp. 37-44 y 45-49, respectivamente.
[12] Los textos aludidos son “Los Versos sencillos de José Martí” —donde se lee: “mina sin acabamiento esta de la persona de Martí en la obra de Martí”—, y “La lengua de Martí” —donde lo llamó “el maestro americano más ostensible en mi obra”—, t. 2 (cit. en 4) de José Martí. Valoración múltiple, pp. 67-77, y Boletín de la Academia Cubana de la Lengua, No. 4, octubre-diciembre de 1952, respectivamente. (Referencia bibliográfica del segundo tomada de Marlen A. Domínguez Hernández: “La lengua en José Martí: balance y proyecto”, tomo citado de José Martí. Valoración múltiple, p. 587.) La carta la dirigió Gabriela Mistral a Federico Henríquez y Carvajal en noviembre de 1920. Publicada en la revista habanera Social, mayo de 1921, se cita por su edición en Anuario del Centro de Estudios Martianos, No. 1981, pp. 309-310.
[13] Guillermo Díaz-Plaja: “Martí”, Antología crítica de José Martí, recopilación, introducción y notas de Manuel Pedro González, México, Editorial Cultura, T.G.S.A. [impreso para la Universidad de Oriente, cubana], p. 247.
[14] Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en la América Hispánica, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1971, pp. 167 y 168.
[15] José Martí: Carta a Manuel Mercado, de 11 de agosto de 1882, O.C., t. 20, p, 64.
[16] De los meses finales de su vida son los diarios conocidos como de Montecristi a Cabo Haitiano y de Cabo Haitiano a Dos Ríos. El segundo es en propiedad su Diario de campaña, como se le llama de preferencia. Ambos se leen en O.C., t. 19, pp. 184-212 y 213-243, respectivamente, y, con transcripciones más acertadas, en José Martí: Diarios de campaña, edición crítica, presentación y notas de Mayra Beatriz Martínez y Froilán Escobar, La Habana, Casa Editora Abril, 1996.
[17] Al discutido lenguaje inclusivo ha dedicado el autor del presente texto, entre otros artículos, “La inclusión justa no es cuestión de melindres”, https://www.lajiribilla.cu/la-inclusion-justa-no-es-cuestion-de-melindres/.
[18] José Martí: “Heredia”, O.C., t. 5, p. 137.
[19] José Martí: “Heredia. Discurso […]”, O.C., t. 5, p. 133.
[20] José Martí: Carta a María Mantilla de 9 de abril de 1895, O.C., t. 20, p. 216.