La Doctora, que para mí fue solo Adelaida
Supongo que debí conocerla siendo niña aún, por la larga relación de amistad de mi madre con Roberto, pero tengo conciencia de ello a partir del Salón 70, cuando nos vimos en el patio del museo, cubierto de gravilla, donde se mostraban las reproducciones de obras sobre tapas de latas de galletas, el diseño de portadas de libros y los carteles. Estos le deben su justa colocación en el lugar que les correspondía y que con tanto empeño, y no pocos detractores, defendió la protagonista de estas líneas.
Le conté de mi inclinación hacia la historia del arte, me identifiqué a partir de nuestra vinculación familiar, y me acogió con una sencillez que me sorprendió gratamente, porque era la autora de casi todo lo que yo había leído sobre el tema que empezaba a considerar mi vocación, y el único referente que tenía realmente entonces de aquellas personas que algún día pretendía que fueran mis colegas.
Desde ese momento empezó a prestarme libros; conocí a sus hijas, que eran todavía niñas, y me contó anécdotas propias, como lo que significaba enfrentarse a una caja de diapositivas y tener que clasificarlas por aproximación, o llegar ante un aula cada curso y ponerse nerviosa como si fuera la primera vez. Por supuesto que sabía de su rectitud y fama de profesora exigente, pero ya éramos amigas antes de que yo llegara aquel 10 de enero de 1972 a la escuela, con un yeso en el pie izquierdo, muletas y el firme propósito de vencer la entrevista que aún me faltaba para ser aceptada. Nunca le dije usted en privado, como sí correspondía al aula, por supuesto, pero aún faltaban varios años para que fuera su alumna, ya en los cursos finales de la especialidad.
Durante toda la carrera tuve el privilegio de contar con los libros de su biblioteca, y con sus consejos oportunos y sabios. Aceptó ser mi tutora, y me orientó como correspondía, pero no olvido el disfrute de nuestras conversaciones, de su agudísimo sentido del humor y de su voz, que tanto se parece a la de su hija menor.
“Durante toda la carrera tuve el privilegio de contar con los libros de su biblioteca, y con sus consejos oportunos y sabios”.
Siempre conté con ella, y desde el patrimonio al que me dediqué por completo mantuvimos un contacto estrecho, y aún en la docencia, ya que seguí yendo a cuanto curso, taller o charla impartía. A veces llevaba a mi mamá a sus tertulias del domingo en la noche en la sala de la casa —recuerdo a María y a Manolo—, pero yo no me quedaba, evidentemente no hubiera estado a la altura ni encajaba entre ellos, eran amigos de toda una vida con sus recuerdos y las vivencias de una generación anterior.
Así, fuimos colegas de profesión —nunca compañeras de trabajo— y siempre amigas, lo cual es algo de lo que me enorgullezco profundamente. Nos veíamos aquí y allá, le pedía una ayuda que siempre recibí, y desde mi esfera traté con éxito de atraerla a todos los encuentros, que ella prestigiaba con su sola presencia, pero al parecer sin estar consciente de ello, con la modestia infinita que la caracterizaba, a veces injustamente empeñada en estar a la sombra de Roberto; algo difícil de lograr con su personalidad serena y en el fondo algo tímida, mas con el halo inevitable de su sabiduría e inteligencia.
La invité a escribir en el catálogo de una muestra que preparaba en el Museo Valenciano de la Imagen, creí que había sido su último texto, pero sin duda está entre ellos. Su lucidez estaba intacta, y aún era capaz de aportar nuevas cosas sobre un tema del que tanto había escrito e investigado: la gráfica de la Revolución.
El vacío que dejó en el seno de su familia tuvo que ser gigantesco. Ella era un pilar, un horcón, de esas personas verdaderamente irremplazables. Roberto se apagó, y se notaba el trabajo que le costaba sonreír. Su hija Laidi, que se le parece tanto en ese papel aglutinador que genera seguridad y confianza, en cada homenaje que se le hace a su madre sigue extrañándola como el día en que la llevó al mar para cumplir su último deseo.