Muy feliz y justa ha sido la iniciativa del Ministerio de Cultura de dedicar en la Jornada de la Cultura Cubana, en este 2024, un Panel titulado “Alejo Carpentier y la escena”, en los predios del Teatro Nacional, para  conmemorar el 120 aniversario del natalicio de nuestro eminente intelectual Alejo Carpentier, quien vino al “Reino de este mundo” el 26 de diciembre de 1904, en la ciudad suiza de Lausana y se despidió de él en París, ciudad que amó fervientemente, el 24 de abril de 1980, cuando contaba 75 años de edad.

Hombre de cultura vastísima, pudiera decirse, y con sobrada razón, que la música, la plástica y la danza fueron las fuentes que con mayor fuerza enriquecieron, por más de medio siglo, su amplio caudal creador. Porque si bien es cierto que “nada humano le fue ajeno”, injusto sería dejar de reconocer cuánto motivaron y aportaron, a su ser y quehacer, las mencionadas manifestaciones artísticas.

Muchos estudiosos han dado a conocer facetas, a veces no muy divulgadas, del gran creador literario; por ello, los que de una manera u otra dedicamos nuestros esfuerzos al arte de la danza, tenemos, en esta hora de recuento y homenaje, el ineludible deber de recordar las muchas enseñanzas que se derivan de su trabajo en la esfera de la danza, arte sobre el cual nos dejara un rico legado. Sus juicios sobre la ética, la estética y la historia de la danza, sus indagaciones sobre las relaciones de ésta con el folclore, lo popular, las artes plásticas, la música y el resto de la vida social, resultan fuente inagotable de sabiduría y permanente lección.

Hombre de cultura vastísima, pudiera decirse, y con sobrada razón, que la música, la plástica y la danza fueron las fuentes que con mayor fuerza enriquecieron, por más de medio siglo, el amplio caudal creador de Alejo Carpentier.

“La danza, en su sentido más profundo es una sintaxis de la dinámica humana, según la cual el movimiento, respondiendo a sus voliciones profundas, mantiene la arquitectura del cuerpo, del organismo, de la formación muscular del ser humano, sin modificar las líneas, pero, por el contrario, magnificándolas y dándoles un sentido expresivo que es el de Orfeo, alzando las murallas de una ciudad al sonido de un arpa. Baile, música y arquitectura son tres esencias que se integran en una totalidad”.[1] 

Su labor y sus aportes en el campo de la danza nos llegaron a través de tres vertientes fundamentales: como crítico-cronista, como libretista, copartícipe de audaces empeños y desde su amplia obra como novelista.

El rico testimonio que nos dejó como cronista y como crítico, fruto de ricas vivencias personales y de la más acuciosa investigación, es un tesoro único que se inicia con sus evocaciones del arte de Anna Pavlova, a la que admirara adolescente aún, durante las actuaciones de la genial bailarina rusa en La Habana a partir de 1915.

De su estancia en París, en el período que va desde 1928 a 1939, surgiría su obra mayor como crítico de arte, empeño en el que la danza ocupó un lugar prominente. Su afilada sensibilidad, su inquietud intelectual y el contacto directo, lo llevaron a escribir páginas de una validez tal, que mantienen su vigencia hasta hoy día.

Su trabajo “La evolución estética de los Ballets Rusos”, publicado en 1929 en la revista Social, constituye sin lugar a dudas, más que un artículo de ocasión, un ensayo guía para todo crítico que intente abordar la interrelación existente entre los diferentes elementos constitutivos del espectáculo danzario.

“Su rigor histórico y sus agudos análisis, nos dejaron valoraciones de lo más destacado de aquella falange que contribuyó, entre 1909 y 1929, a dar nuevo aliento al ballet en el siglo XX”.

Igual sucede con los referentes a los festivales de danza de la Ópera de París, para la revista Carteles en que, testigo de excepción, nos dejó juicios de primera mano del entonces recién estrenado Apolo, de Balanchine y Stravinski; Las bodas, de Nijinska, o de las increíbles posibilidades coreográficas del Bolero, de Ravel, cuya certeza comprobaríamos cuarenta años después en La Habana, con la visita de la compañía de Maurice Béjart. Su rigor histórico y sus agudos análisis, nos dejaron valoraciones de lo más destacado de aquella falange que contribuyó, entre 1909 y 1929, a dar nuevo aliento al ballet en el siglo XX y que unió talentos de coreógrafos como Mijail Fokine y Leonide Massine, bailarines como Serge Lifar e Ida Rubinstein, músicos como Igor Stravinski, Erik Satie y Francis Poulenc, o de los representantes de todas las tendencias plásticas que brindaron su apoyo a la danza: el orientalismo de un León Bakst o un Alexandre Benois, en Scherezade o Petrouchka, el cubismo de Jacques Braque, en Les Fâcheux; el surrealismo de Joan Miró y Max Ernst en Romeo y Julieta, o las siempre sorpresivas decoraciones de Pablo Picasso, para obras tan trascendentales como Parade o El sombrero de tres picos.

Capítulo aparte merecerían sus valiosos aportes en el campo de la danza popular de raíz afrocubana y latinoamericana, sus apreciaciones, siempre más allá de lo anecdótico, de bailables en solares habaneros, del danzón en “un ladrillito”, o sobre las “novedades esenciales” de la danza de “Josephine Baker en frívolos escenarios franceses”.

“Su labor y sus aportes en el campo de la danza nos llegaron a través de tres vertientes fundamentales: como crítico-cronista, como libretista, copartícipe de audaces empeños y desde su amplia obra como novelista”. 

“El espíritu de la danza es inseparable de la condición humana, porque la danza es el alfabeto gestual de la forma humana, y como tal este alfabeto, se hace inteligible, significante, para los hombres y mujeres de cualquier raza o latitud. Es el idioma universal por excelencia y es evidente que, por ello, en una época como la nuestra que asiste a un proceso de universalización de la cultura y el arte, el ballet conozca, en todas partes, una suerte de Edad de Oro”.[2]

En 1928, como parte de un movimiento renovador, que trataba de
rescatar nuestros valores culturales más genuinos, crea los libretos de
los ballets de Amadeo Roldán La rebambaramba y El milagro de Anaquillé, y en 1942, aprovechando una nueva estancia en el país, se vincula como asesor musical a un destacado grupo de bailarines, actores, escritores, músicos y diseñadores, encabezado por Alicia y Fernando Alonso, en La Silva, agrupación teatral-danzaria que luchó por la creación de un teatro total, libre de los comercialismos imperantes en la época.

El Ballet Nacional de Cuba, desde la fundación en 1948, contó a Carpentier entre sus más cercanos y estimulantes admiradores. Jubiloso recibió la cruzada latinoamericana que emprendió el desamparado conjunto desde sus inicios, con críticas de extraordinario valor histórico, que quedaron recogidas en la sección “Letra y Solfa”, que mantuvo durante años en el diario El Nacional, de Caracas.

“Capítulo aparte merecerían sus valiosos aportes en el campo de la danza popular de raíz afrocubana y latinoamericana”.

Testigo singular de los logros en la etapa revolucionaria, pudiera decirse que no existió un momento en que su palabra, siempre rica en consejo y aliento, no haya estado cercana a los artistas del ballet cubano. En su calidad de ministro consejero de nuestra Embajada en Francia, presenció los éxitos de 1966 y 1970, cuando fueron obtenidos por Cuba los más importantes galardones del Festival Internacional de la Danza de París. De todo ello nos dejó noticia y memoria, así como del histórico montaje de la versión de Giselle por Alicia Alonso, en la Ópera de París, el 24 de febrero de 1972.

“La danza tiene la virtud de inscribir su dinámica en el espacio, llenándolo de signos, de movimientos, que comunican un sentido a su vacío aparente (…) con el gusto, el impulso —individual o colectivo— de la danza, el espacio se magnifica, llenándose de mensajes, de significados agónicos, de contingencias gestuales, de arranques, de levitaciones, voliciones, comunes a todos los seres humanos, aunque en su gran mayoría estén privados de las facultades necesarias a su exteriorización. De ahí que cuando la danza alcanza las cimas de sus posibilidades de expresión en el arte de una Alicia Alonso, sus logros cobran un alcance universal, rebasando las insuficiencias de las palabras y las fronteras de los idiomas. Obsérvese que nada resulta tan difícil como describir un gesto. Y es que el gesto se acompaña de un significado específico, que desafía las limitaciones descriptivas del lenguaje. Pero, en la danza, no valen mensajes a medias. El gesto ha de magnificarse dentro de un estilo predeterminado, para llegar a su máximo poder de suscitar la emoción colectiva, de exaltar o de manifestarse en término de una belleza absoluta”.[3]

Pero esa cercanía de Carpentier a la danza no quedó sólo en el encuentro efímero. Aquí en Cuba lo tuvimos, en palabra y presencia, en muchas ocasiones en que hubo cita para el recuento y el trazado de nuevas metas. Fue él, con su palabra sabia, el encargado de presentar la Gala Fokine, celebrada durante los festejos por el XXV aniversario del Ballet Nacional. Aquella noche del 19 octubre de 1973, nos dejó —en memorable grabación que conservamos—, una nueva lección de historia de la danza, al hablarnos de la importancia musical y danzaria de obras tan capitales de ese periodo como Las sílfides, El espectro de la rosa y las Danzas polovtsianas de El Príncipe Igor. En 1976, tuvimos nuevamente el privilegio de su compañía, cuando pronunció las palabras de clausura del V Festival Internacional de Ballet de La Habana. La referencia a aquellos indios selváticos, reproduciendo una experiencia teatral con el ballet cubano en la ciudad de Caracas, en 1952, contada en anecdótica circunstancia, fue una nueva oportunidad para destruir el criterio reaccionario de que el ballet sólo es susceptible de ser disfrutado por una élite exclusiva de “iniciados”.

Pero fue, quizás, en su obra como novelista donde el leit motiv de la danza, al que un día deberán acudir los investigadores para encontrar más de un hilo conductor, donde alcanzó las más complejas connotaciones históricas y filosóficas. Pueden ser sus descripciones de danzas en antiguas fiestas de circuncisión en la Guinea, o de contradanzas en el Tivoli, teatro de guano construido en Santiago de Cuba por los primeros refugiados franceses (en El reino de este mundo, 1949); sobre lo real maravilloso de una “danza de los árboles” (en Los Pasos Perdidos, 1953); o sobre los bailes de figuras, en grandes filas y grupos “que luego de dar vueltas en torno a la guillotina”, invadían las calles de la Guadalupe revolucionaria hacia finales del siglo XVIII (en El Siglo de las Luces, 1962).

“… cuando la danza alcanza las cimas de sus posibilidades de expresión en el arte de una Alicia Alonso, sus logros cobran un alcance universal, rebasando las insuficiencias de las palabras y las fronteras de los idiomas”.

En 1978, Carpentier dio a conocer ese friso de su vida que es La Consagración de la Primavera, en el cual la coprotagonista es, precisamente, una bailarina. Una criatura surgida de dos seres reales, Magdalena Menasses Rovenskaya, la célebre “Rusa de Baracoa”, quien se radicó en la Ciudad Primada de Cuba en 1930 y la bailarina y coreógrafa también rusa, Ana Leontieva, asentada en la Isla desde los inicios de la década de 1940, donde desarrolló una importante labor en el ámbito de la danza. Una vez más el gran decidor no sólo volvió por caminos conocidos. sino que se las ingenió para poner a la luz los males y prejuicios que impidieron el desarrollo de la danza en su patria, llevándonos de la mano por los complejos caminos que hace más de siete décadas, contra viento y marea, debieron transitar los creadores de la hoy reconocida Escuela Cubana de Ballet.

Poco antes de su muerte, Alejo Carpentier estuvo presente en el homenaje que la Unesco rindió a Alicia Alonso en París, en 1980. Allí ratificó su admiración de siempre a la artista y a la institución danzaria que ella dirige. Pareció que con aquel adiós se quebraban pera siempre los vínculos; pero no fue así, el Ballet Nacional de Cuba llevó a la escena en 1984 Manita en el Suelo, sobre el guion que él escribiera para una composición musical de Alejandro García Caturla; y durante todos estos años transcurridos ha esperado con emoción el hallazgo, entre su papelería inédita, del libreto de Otelo que con tanto cariño ofreciera a nuestra agrupación danzaria.

A los antiguos lazos y al privilegio de trabajar sobre su obra nueva, los artistas del ballet cubano dedicarán sus esfuerzos. Una vez más estará vigente su palabra, llamándonos a forjar con el trabajo, la posibilidad de la hazaña: “La danza siempre, oficio de alción”. [4]


Notas:

[1] “Alicia Alonso en París”. París, noviembre, 1970 (inédito).

[2] Discurso pronunciado en el acto de clausura del V Festival Internacional de Ballet de La Habana, Teatro “García Lorca”, 5 de diciembre de 1976 (inédito).

[3] “Nada en la danza le es ajeno”, en revista Cuba en el Ballet, La Habana, enero de 1973.

[4] La Consagración de la Primavera, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1978.

(*) publicado originalmente en dos partes en el periódico Granma, La Habana, los días 18 y 19 de agosto de 1980.