La Constantinopla posmoderna ante las puertas de lo real en el arte
El 11 de septiembre del 2001 el mundo cambió para siempre. Se produjo lo que en materia de pensamiento se conoce como un acontecimiento duro, o sea, uno que era capaz de sacar de la modorra al mundo envuelto desde 1991 en los discursos posmodernos de la multiculturalidad y del fin de la historia. La humanidad percibió que en realidad los sucesos estaban de unas cortas vacaciones y que todo volvería a tomar un rumbo no solo tangible, concreto, sino incluso peligroso. El atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York puso en solfa algo a lo que ya se venía aludiendo: no existen las realidades blandas, moldeables a los individuos, no hay tantos relatos como personas; sino que al contrario la historia le impone un curso al hombre. Hegel lo llamó la astucia de la razón, o sea, ese motor que desde lo interno impulsa los hechos y que actúa como una supraconciencia universal. En materia de arte, ello quiere decir que no es válido del todo negar la existencia de un sujeto que de alguna manera nos impone su verdad global, única, y que lo hace de forma trágica, dolorosa. Durante meses e incluso años se estuvo hablando de lo mismo y con ello de las derivaciones.
En 1991, cuando se produjo el gran cambio con la desaparición del socialismo de los países de Europa del Este, se produjo una especie de implosión en el arte. De pronto, el giro lingüístico o sea la forma, estuvo mejor valorado que el contenido, la abstracción y el sinsentido se impusieron a lo figurado y lo conceptual. Se estaba dando una aparente revolución que no buscaba una sola verdad o un relato universal, sino hacer saltar las vallas que la historia le había impuesto a los creadores. Y la no existencia del que era considerado el muro de muros (el de Berlín) parecía una especie de provocación para esa exposición mundial posmoderna. Quizás el hecho de que en las subastas se haya comenzado a expender como objeto de valor cultural y artístico el propio Muro de Berlín nos dice mucho sobre ese panorama. En la desacralización del objeto iba su propio romanticismo y con ello se le imprimía un giro, una transformación desde el lenguaje a la cosa que hasta entonces tuvo una función meramente militar y política. Dicho de otra manera, era el contexto con sus implicaciones desde lo performático lo que estaba mediando en la confirmación de un objeto arte determinado. El mundo socialista anterior a 1991 era en cierta medida un lenguaje cosificado en una época, detenido en símbolos que, llegados a un punto de la historia, les costaba dialogar con la razón de su presente. Hablando hegelianamente, era un momento en el cual el giro del lenguaje, o sea el contexto y el consumo, iba a complejizar las relaciones entre el hombre y el arte, entre el ser y la representación del ser en la historia.
Por eso, la llegada del ataque a las Torres Gemelas retrotrajo el mundo al desierto de lo real y lo sacó de las indagaciones en el lenguaje, lo puso a pensar en cómo sobrevivir en la hostilidad y le quitó las cargas artificiales referentes a la deconstrucción del discurso y el hallazgo de verdades retóricas que no iban a pasar de los cursos de las academias. En el arte, no solo implicó que el mercado era insuficiente para expresar el valor de la obra, sino incluso la complejidad del ser como el centro de toda la polémica en el mundo de la representación. Quizás por ello los años de la década de 1990 fueron los más freudianos de la historia, la gente buscaba una interpretación de lo que pasaba a partir de lo onírico y del interior. Se multiplicaron los cursos de autoayuda y de elevar la autoestima, se hicieron populares las consultas en el psicólogo. Al desaparecer el enemigo externo, o sea ese gran otro cultural que de forma visible nos amenaza, se produjo una especie de sobreabundancia de pensamientos sin contrario, sin contradicción; era la supuesta verdad absoluta del mercado a la cual nadie se oponía. Y en ese panorama, era imprescindible que lo real apareciera de alguna manera en el interior de la conciencia, en las luchas fraccionadas de la nueva izquierda, en las exposiciones de arte bizarras que incluían un trozo del Muro de Berlín siendo utilizado como inodoro o como pisapapeles.
“… cuando se produjo el gran cambio con la desaparición del socialismo de los países de Europa del Este, se produjo una especie de implosión en el arte. De pronto, el giro lingüístico o sea la forma, estuvo mejor valorado que el contenido, la abstracción y el sinsentido se impusieron a lo figurado y lo conceptual”.
Pero con el suceso terrorista algo más pasó. El gran otro que se creía fuera del alcance, lejos de las casas de tabloncillos pintadas de blanco, de los jardines con el césped perfecto y lleno de flores, de los desayunos con cereal y leche, irrumpió en medio de la tranquilidad e impuso su visión de la historia. Un sujeto que no había tenido modernidad, el Islam, y que no era capaz de comprender las contradicciones de Occidente, estaba jugando la otra partida en el universo de lo real y en la construcción de sentido. Por eso se trataba de la vuelta de lo tangible a la historia, pues por muy atrasada que fuera la visión de ese acontecimiento, se trataba de un retorno a las categorías duras que desde siempre fueron determinantes: la vida o la muerte, la supervivencia o el final, la guerra o la paz. Y eso en términos de arte trastocó todo. De entrada, se prohibieron por un tiempo en los medios de prensa y en el cine las alusiones a catástrofes o atentados en el centro de las grandes ciudades norteamericanas y se creó un departamento que trabajaba de conjunto con el Pentágono para revitalizar el discurso patriótico. El mundo que estaba inmerso en la deconstrucción, de pronto necesitaba de asideros para entenderse y hallar un punto firme. El atentado no solo sentó bases para la sobreexposición de las calamidades, sino que dio paso a la guerra como solución, a la invasión y la retaliación. Era el inicio de un nuevo ciclo de violencia en el cual las verdades multiculturales se comenzaban a fundir para reincorporarse al relato de la élite de poder: o ellos o nosotros. Y ellos eran los afganos, los árabes, los islamistas o sea un mundo que se difumina en los mensajes en los medios y que se confunde a veces con una visión cultural o a veces con una bruma religiosa.
En su contradicción, el nuevo relato del cual se vale el sujeto de poder se hacía acuoso y gaseoso, perdía su peso y aludía a armas de destrucción que nunca fueron halladas y a venganzas que no estaban del todo justificadas. ¿Cómo hacer arte luego de eso?, ¿cómo presentar desde la crítica un aparato que explique la complejidad del panorama ante el hombre? Más allá de lo duro del ambiente posterior al 11 de septiembre del 2001, estaba el carácter inasible del relato y por ende su naturaleza esquiva en materia de filosofía. La irracionalidad, a pesar de que se había vuelto a la historia, estaba en los elementos de la vida política y en cómo los entes constructores de esa realidad se valían del miedo, del rencor, de la emocionalidad, para poder sustentar un nuevo paradigma.
“Un sujeto que no había tenido modernidad, el Islam, y que no era capaz de comprender las contradicciones de Occidente, estaba jugando la otra partida en el universo de lo real y en la construcción de sentido (…) Se trataba de un retorno a las categorías duras que desde siempre fueron determinantes: la vida o la muerte, la supervivencia o el final, la guerra o la paz. Y eso en términos de arte trastocó todo”.
Viendo todo eso desde el presente, el 11 de septiembre fue una especie de toma de Constantinopla posmoderna, en la cual los muros ya habían caído diez años atrás con la desaparición del valladar mayor en Berlín. Pero como en todo relato acuoso, la realidad reaparecía y se tornaba informe, banal, insulsa. Es una especie de caldo recalentado que requería de los insumos de la guerra y del odio para volver a existir. Y a partir de allí se construyó el mundo de hoy, en el cual, sin que haya una verdad racional, se lanzan paradigmas políticos y relatos diferentes a cada segundo. Las redes sociales son una especie de moledoras de sentencias posmodernas que a su vez generan otras de una manera totalmente sintética y tóxica. Se puede decir que el idilio de la década de 1991 con los muchos relatos tuvo su muerte en la posverdad, en la realidad gaseosa de hoy que nada expone, que nada persigue y que aspira a la modorra y la carencia de interés. El sujeto nos ha llevado de esa forma a aceptar que el vacío dentro de nosotros es lo normal y que la carencia de expresión y de discurso es moral y aceptable.
“Viendo todo eso desde el presente, el 11 de septiembre fue una especie de toma de Constantinopla posmoderna, en la cual los muros ya habían caído diez años atrás con la desaparición del valladar mayor en Berlín”.
De ese acontecimiento surgieron las redes unos años después como una expresión del mundo que es incapaz de autoconectarse consigo mismo y comunicarse. La respuesta fue la expansión y la sobreexposición de los relatos. El arte y la belleza se confunden con la banalidad y el mercado al colocarse en el mismo nivel y de esa manera las conciencias independientes y críticas quedaban silenciadas con el poder de la propia producción de “ideas”. Curiosamente, internet no trajo mayor democracia ni pluralismo, sino burbujas de consumo y de reafirmación de los sesgos cognitivos.
Quizás lo más expresivo de la nueva era del arte sean las llamadas granjas de bots, o sea consumidores que jerarquizan los contenidos desde una transacción previa y que de esa forma crean o destruyen celebridades, levantan paradigmas o los deconstruyen. El sujeto de esta manera ha burlado y hackeado su propia idealidad de lo posmoderno y lo transforma en una broma de mal gusto. De pronto puede surgir un artista que cope todos los niveles de las redes sociales (lo máximo en cuanto a jerarquía) y será una construcción de los bots en su pelea desleal contra la realidad. La historia de esa forma, con su retorno en 2001 se ha vuelto la de los sesgos cognitivos y la superioridad del poder. Tendrá jerarquía quien posea el altavoz y, por ende, la verdad tangible es a la vez acuosa, inasible y tóxica. No importa quién detenta los hechos, sino quién hace las interpretaciones y más aún quién las publica y las expone. La representación se llena de cinismo y no aspira ya a la belleza o a conmover sino a los views, o sea a los porcentajes de exposición y de consumo. Ese universo de lo real es en sí un desierto ya que el propio dinero que se gana tampoco existe, sino que se resume en unos puntos guardados en una parte de la nube en las redes de internet. O sea, en la destrucción de lo que conocemos como lo real, pervive una categoría espantosa y llena de morbo, una esencia monstruosa que no nos permite el retorno a lo humano.
“De ese acontecimiento surgieron las redes unos años después como una expresión del mundo que es incapaz de autoconectarse consigo mismo y comunicarse. La respuesta fue la expansión y la sobreexposición de los relatos. El arte y la belleza se confunden con la banalidad y el mercado al colocarse en el mismo nivel”.
Con la disolución del dinero en la nada se llega a la sustancialidad del capital o sea el vacío mismo. Todo lo que lo envolvía y que pareció real desde la caída de la Constantinopla posmoderna, se hizo un gran vaso de agua con sal y solo mediante una simple transacción se pueden mover millones de dólares. La deslocalización del capital es parte de su no existencia o sea de la esencia inmaterial y vacua del fenómeno. El proceso termina en la no representación y por ende en aspirar al sinsentido. Por ello, los acontecimientos son necesarios cada cierta cantidad de tiempo y el propio sistema propicia su ocurrencia. En el año 2020, cuando parecía que el mundo entraba en un ciclo de crecimiento material y que emergían nuevas potencias comerciales e industriales, se produce la pandemia de la COVID-19. El proceso vuelve a destotalizar la historia y a tornarla una nada improductiva. De esta manera el dinero vuelve a tomar la consistencia de la sustancia del mundo y las muertes se expresan en miles. Si antes el enemigo era un indefinido terrorista que habitaba las lejanas montañas del Medio Oriente, ahora se trata de un virus que muta y que se adapta a las tretas de la humanidad. No está ni vivo ni muerto y su esencia es inclasificable. Solo mediante una inmunidad de rebaño y el uso de convenientes vacunas podrá pasarse el umbral. Una época que sirve para entregarle más poder al Estado y a los estamentos corporativos. El hombre desaparece aún más como sujeto y el relato toma fuerza. Las redes son la única manera de socializar y las personas se tornan borrosas, olvidadizas. El gran resultado del proceso es la niebla pandémica que nos hace presos del inconsciente, del miedo, de las paredes de casa y de los estados de ansiedad.
Lo moral es no acercarse al amigo, evitarlo, enterrarlo en bolsas de plástico, olvidarnos de su materialidad; optamos de esa manera por una virtualidad aséptica que nos mantiene a salvo, pero deshumanizando lo que somos, poniendo en crisis las condiciones que nos llevaron en el pasado a ser productivos, esenciales, conceptualmente una sociedad. Y, por ende, el resultado de la pandemia es que se completa el ciclo de miedo del acontecimiento del año 2001 y caemos en las redes de una representación carente de libertad y de los valores tradicionales del humanismo. Kant dijo que había un estamento de lo real que estaba dentro de lo que él llamó lo noúmeno, lo que no se puede nombrar porque no se puede conocer. Esa porción alejada de los sentidos y de la razón es un ser intervenido por la mística del miedo. En los albores de un siglo como este, la posmodernidad no solo dio paso al vacío y la disolución de las esencias, sino a adentrarnos en ese noúmeno con el ansia de conocerlo, aunque sepamos que es imposible. Al renunciar a la verdad y casarnos con los relatos, estamos aceptando que vivimos en la porción innombrable de la realidad.
“En el año 2020, cuando parecía que el mundo entraba en un ciclo de crecimiento material y que emergían nuevas potencias comerciales e industriales, se produce la pandemia de la COVID-19. El proceso vuelve a destotalizar la historia y a tornarla una nada improductiva”.
A tantos años de la caída del Muro de Berlín y del acontecimiento de las Torres Gemelas, la gran realidad de un mundo pospandémico es la de la irrealidad y el virtualismo. La antítesis que habita en esa propuesta, lejos de carecer de lógica, es el último reducto del pensamiento complejo y racional en una porción tan irracional como la que nos ha tocado en los devaneos de la humanidad. En materia de arte, la respuesta a todo ello es el silencio, tal y como hemos venido viendo en las corrientes que llenan galerías. Si antes el pastiche era el ser por excelencia de lo posmoderno, nos hemos adentrado en una escucha paciente del ser que se basa en no decir nada.
Heidegger diría que ese nuevo giro lingüístico es un estado de arrojo del ser al mundo, como una especie de maldición que nos condena a la sabiduría que es lo mismo que la búsqueda irresuelta. Pero habría que ver si como especie tenemos tiempo o si el vacío sirve para darnos una transferencia válida hacia algún tipo de materialidad sustancial. La no representación humana es, por ahora, el único humanismo.