La condesa de Merlin y la vida conventual en La Habana de fines del siglo XVIII
La cuestión de las fuentes femeninas y de la escritura de mujeres en materia de temática religiosa es bien compleja,[1] y ello se debe a razones de mucho peso, como la casi bimilenaria interdicción de la participación femenina, tanto oral como escrita, en los asuntos de la Iglesia, debida al más ilustrado de los Apóstoles. Ellas sobrepasan todas las dificultades tradicionalmente encontradas en otros dominios de la investigación en torno a la historia y la cultura de las mujeres. Pero la complejidad de la cuestión no implica que no existan —o no hayan existido— fuentes o escritos de autoría femenina relacionados con diferentes dimensiones de la religiosidad, sino que estos, a lo largo de los años y no involuntariamente, han sido invisibilizados, desestimados, o mal leídos.
En este sentido, dos libros muy tempranos demuestran la importancia que alcanzó un aspecto de la temática religiosa entonces relativamente en boga: el convento como institución coercitiva, como instrumento de control y represión social y familiar, en la obra de la condesa de Merlin, quien, aunque residió la mayor parte de su vida lejos de Cuba, y siempre escribió en francés, tuvo la suerte de ver estas obras traducidas e impresas especialmente para los lectores de su país natal, que la recompensaron colocándola a la cabeza de todos los cánones y antologías de literatura femenina cubana.
Escritos y publicados en París, en 1831 y 1832, a partir de acontecimientos vividos en el último lustro del siglo XVIII tanto por su autora —Mes douze premières annés (Mis doce primeros años), o bien por quien(es) se los confiara(n) o comentara(n), y que ella ficcionalizara ulteriormente —Histoire de Soeur Inès (Historia de Sor Inés)—, estos textos son, respectivamente, la primera autobiografía y la primera novela de tema cubano[2] de la literatura nacional. Pero su importancia no reside en este mero hecho, ya por sí relevante, sino en el atractivo de su contenido y en la sostenida influencia que, desde su aparición,[3] ha tenido el primero de ellos en la cultura nacional y en la modelación de ciertos íconos de lo cubano —lo que también sucede con otro libro de esta autora, su Viaje a La Habana (1844).[4] Pero antes de entrar en materia, y ya que de textos autobiográficos se trata, detengámonos brevemente en la vida de la condesa de Merlin.
María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo nació en La Habana en 1789, y residió en esta ciudad y en sus alrededores, inicialmente al cuidado de una bisabuela materna hasta 1802, fecha en que viajó a España para reunirse con sus padres, los condes de Mopox y Jaruco, que se habían instalado en Madrid cuando ella era apenas una bebita. Allí, bajo la sombra influyente de su tío abuelo, Gonzalo O’Farrill (La Habana, 1754-París, 1831), que había podido ser, sucesivamente, ministro de la guerra de Carlos IV, de Fernando VII, y también personaje del mayor relieve en el reinado de José Bonaparte, pasó rápidamente de una infancia agitada —vivida, por una parte, al margen de toda disciplina, y por otra, abrumada por una estancia en el convento de Santa Clara— a una adolescencia pautada por las normas de la corte, donde pronto entró en contacto con escritores y artistas que frecuentaban las tertulias de su madre, la que, al enviudar, podría haber sido —según se ha dicho— la favorita de este hermano de Napoleón colocado en el trono de España. A los 20 años se casó con el general francés Christophe-Antoine Merlin, a quien el rey le concedería el título de conde; y cinco años después, en compañía de su marido, y llevando en brazos a su pequeña hija, cruzó los Pirineos con las tropas bonapartistas, expulsadas de la península por los españoles. Se estableció en París, donde además de otros hijos, tuvo una intensa vida social e intelectual, articulada en torno a su muy celebrado salón y puesta de manifiesto en su amplia obra literaria. En 1840 volvió por pocos meses a La Habana, y murió en Francia, en 1852.
El prólogo que precede a Mis doce primeros años, tan elocuente como el título —“No es una novela lo que va a leerse; es un simple relato de los recuerdos de mi niñez” (21)—,[5] nos aclara que este libro fue escrito por su autora solo para que lo leyeran sus seres más cercanos. Sin embargo, en 1836 ella se decide a destinar a un vasto público otros cuatro volúmenes —que incluyen como parte inicial Mes douze premières années—,en los que prosigue la narración de su vida hasta su llegada a Francia. A su título, Souvenirs et mémoires de Madame la Comtesse Merlin, lo acompaña un significativo subtítulo: Souvenirs d’une créole. Entre la publicación de Mis doce primeros años y la de Souvenirs et mémoires de Madame la Comtesse Merlin, aparece, en 1832, Historia de Sor Inés.
Los últimos párrafos de su autobiografía y los primeros desu novelaestablecen una bien tramada continuidad, que se evidencia además por la inmediatez de las fechas (1831 y 1832) en que fueron publicados. Y esta continuidad se materializa en las versiones al español —que pronto van a circular en la Isla–, no solo por el hecho de que al título del segundo libro se le añade el subtítulo Episodio de Mis doce primeros años,[6]sino porquepueden reunirse en un solo volumen —este es el caso de la edición que se publicó por Ediciones Boloña, a la que corresponden todas las citas que reproduzco de ambos textos.[7]
Mis doce primeros años concluye exactamente en el momento en que Mercedes, ya viviendo en Madrid, recibe de la esposa del representante de los Estados Unidos un paquete acompañado de una carta que le informa de la muerte de una amiga, cuya última voluntad ha sido la de hacerle llegar su historia, contada por ella misma. “Volví a mi cuarto entregada a una agitación muy viva; rompí el sello y empecé a leer aquel precioso manuscrito, cuyo recuerdo no debía borrarse de mi alma en todo el resto de mi vida” (92), son las palabras finales de esos recuerdos de infancia. Historia de Sor Inés, el manuscrito que lee nuestra joven autora en ese momento liminal, en su tránsito hacia lo que será otra edad, otra etapa de su vida, comienza con esta apelación a una destinataria explícita que, en cumplimiento del “pacto autobiográfico” que ha establecido con la autora, el lector debe considerar como una destinataria real, la futura condesa de Merlin: “Yo muero, querida Mercedes; mis últimos pensamientos serán para ti. (…) Tú habrás debido experimentar algunas veces deseos de conocer los sucesos de mi vida; para ti los escribo: quiero que leyéndoles te ocupes de mí. No será inútil mi ejemplo a tu poca experiencia.” (97). De modo que a más de la continuidad y la contigüidad ya señaladas en relación con ambos textos, podría hablarse del segundo de ellos como de un espejo de aumento, que amplifica la imagen de aquel “recuerdo que no debía borrarse de[l] alma [de Mercedes] en todo el resto de [su] vida”. Y ese recuerdo es la marca dejada en la autora de ambos libros por ese “episodio” de su infancia que ocupa más de una quinta parte de sus memorias y que finalmente ella tratará de exorcizar mediante la novela construida con “los sucesos” de la vida de Sor Inés, texto en cuyas páginas —como ha señalado Graziella Pogolotti—[8] podrá juzgar y condenar, con bastante osadía, y protegida por el escudo de la ficción, al tiempo que legitimada por algunos notables antecedentes literarios,[9] los perversos mecanismos de control y castigo de una sociedad implacable para con las mujeres que aspiraban a elegir su propio destino. Y ese “episodio” es su ingreso forzado, a la edad de ocho o nueve años, en el Convento de Santa Clara.
“Memorias autocompasivas y reveladoras de profundos e inconfesables pesares”.
Las memorias de Mercedes Merlin tienen, por supuesto, mucho de nostalgia, de afán idílico por recuperar un pasado en el que en parte fue feliz: cuando vivía con Mamita —su bisabuela por parte de madre—, o con su padre, al regreso de este a La Habana… Y también experiencias divertidas, paisajes hermosos… Pero son en buena medida memorias reticentes, que callan todo aquello de lo que no debe hablarse, que dejan de lado hechos como la existencia y muerte de su hermano mayor, o silencian nombres cuya enunciación, más de 30 años después de producidos los acontecimientos que se narran, podrían causar desazón. Pero, sobre todo, son memorias autocompasivas y reveladoras de profundos e inconfesables pesares.
Sylvia Molloy ha estudiado con detenimiento cómo en los frecuentes episodios protagonizados por esclavos, que Merlin incluye en su relato, la autora no solo encontraba un modo de proyectar el abandono en que sus padres la habían dejado por tantos años en Cuba, sino, sobre todo, la forma de construir un espacio donde la pequeña Mercedes podía restaurar, con la facilidad con que solucionaba los conflictos de sus servidores, la armonía que su propia vida había perdido.[10] Pero en el diseño de ese yo autobiográfico apiadado de la condición de los negros me parece observar también algo más, algo que le sirve para trasponer a otro registro lo que está en el trasfondo de sus testimonios y sus juicios sobre el convento, y ese algo más es la denuncia de todo tipo de opresión:
La vista de aquellos seres infortunados, cuya existencia toda no era más que una cadena de actos de dependencia, ha producido en mí, por todo el resto de mi vida, una oposición invencible a forzar la voluntad de nadie, ni aún en las cosas de poca importancia. Constantemente he pensado después que el libre uso de la voluntad era el primero de todos los bienes, y que la opresión los emponzoñaba todos (28).
La historia documenta en 1797 el regreso a Cuba del conde de Jaruco y Mopox como propulsor y principal responsable de la única expedición científica que viajara a la Isla: la Real Comisión de Guantánamo;[11] investido, además, de un alto cargo militar. Las memorias de Merlin dan cuenta de cómo disfrutó la pequeña Mercedes del encuentro con ese padre que no conocía y del tren de vida que llevara este alto funcionario real, botarate e ilustrado:[12]
En esa época (tenía yo cerca de ocho años y medio) regresó mi padre de Europa. (…) Me establecí en [su] casa (…) no como una niña, sino lo mismo que lo hubiera sido mi madre. Todo estaba sometido a mis caprichos, todo cedía a mi voluntad. (…) Mi padre (…) parecía querer indemnizarme de su pasada indiferencia, dispensándome con profusión todos los gustos que mi edad me permitía gozar… Joven, vivo, alegre hasta tocar en aturdido, y sin entender nada de la dirección de una joven, no tenía otro objeto en mi educación más que el de la dicha presente (27).
Pero el padre debía regresar a Madrid y, según cuenta la condesa, no la lleva con él porque “tenía el proyecto de casar[la] en América, y las ideas nuevas en que [ella se] habría empapado infaliblemente en Europa, en el seno de una vida más refinada, hubieran dado otra dirección diferente a [sus] gustos” (34). Por ello su abuela paterna interviene:
La madre de mi padre (…) sometida en todo a su director espiritual, se imaginó que el modo más seguro de ponerme a cubierto de todo peligro era el de colocarme en un convento. (…) Mi padre vaciló (…) pero al fin se rindió y fue decidido que si yo no tenía repugnancia, pasaría en el convento de Santa Clara todo el tiempo que mi padre estuviese ausente (34).
Dos parientas cercanas —hermanas, según ella— de su abuela, eran clarisas, y por demás, una era por entonces la abadesa de Santa Clara.[13] Como le advierte Sor Inés, una monja que le había simpatizado tanto por su tristeza y debilidad, y el trato dulce que mostraba hacia ella, como por el interés de sus tías en que no la frecuentara: “Tu padre te ama y desea tu felicidad, pero tu abuela cree alcanzarla haciéndote abrazar la vida religiosa, y no omitirá ningún medio para lograrlo. La conducta que todas las hermanas observan contigo me lo ha hecho conocer. Se piensa en irte preparando por grados para que tú misma lo solicites de tu padre a su regreso” (37).[14]
Mercedes hizo todo lo que pudo para no entrar al convento y, después de que se vio forzada a hacerlo, luchó denodadamente por salir de él: escribió a su padre, trató de que el confesor de su abuela la convenciera… Pero todo resultó en vano, por lo que decidió buscar la forma de escaparse, y lo logró gracias a la ayuda de Sor Inés. Merlin lo cuenta así:
Se reedificaba en ese tiempo una parte de las viviendas interiores del monasterio; y, a pesar del rigor de la regla, era necesario abrir la puerta principal muchas veces en el día para dejar entrar y salir a los operarios. Un día que yo comunicaba a mi amiga [Sor Inés] mis proyectos de evasión por este medio, después de haberlo combatido como impracticable, “pobre niña —me dijo al verme llorar—, ¡cómo te compadezco! (…) haré por ti lo que hubiera querido que hicieran por mí… Mercedes, vas a ser depositaria de un secreto, del cual está pendiente mi suerte, y quizás mi vida. Sin temor lo confío a tu corazón infantil: una voz secreta me dice que tú no engañarás mi confianza. (…) Pues bien, escucha. Cuando has ido al coro para oír misa, ¿has reparado el lugar destinado para la comunión de las religiosas? –Sí, es aquella abertura practicada en el muro, a tres pies de altura, y que está cerrada por dos puertas; una al lado de la iglesia, y otra a lo interior del convento. –¿Crees tú poder pasar por esa abertura? –Así lo pienso; pero, ¿cómo me haré de las llaves? (…) –No las necesitas; las puertas están sin llave; este es un secreto que nadie conoce en el convento… Aprovéchate de él, y cuando seas más feliz no me olvides (40).
Alcanzados sus propósitos, o sea, escapada de Santa Clara, Mercedes intenta despedirse de Sor Inés cuando visita el convento para, antes de viajar con su padre a España, “reconciliarse” con su tía. Pero no le dejan ver a su amiga. A su llegada a Madrid, entra casualmente en contacto con el hermano de Sor Inés y le entrega una carta que ella le había dado para hacérsela llegar a él, carta que desencadenará el desenlace de la novela en la que desembocan estas memorias.
Como se ha dicho, Historia de sor Inés podría inscribirse en la huella de La Religieuse (1796), de Denis Diderot, libro paradigmático en tanto descarnada denuncia de las vocaciones forzadas, del carácter carcelario de los conventos y de todos los horroresque pueden albergar instituciones coercitivas, contrarias a la verdadera religión. Y esta relación intertextual no solo puede validarse mediante la comparación de ambas novelas, tanto desde el punto de vista del contenido, como formal —los dos son textos presuntamente autobiográficos, escritos en primera persona.[15] Mas la relación de estas novelas se hace mayor si añadimos a esos paralelos el hecho de que sus respectivos autores sufrieron en carne propia y/o de familiares muy cercanos el enclaustramiento involuntario —Angélique, hermana de Diderot, a los 28 años muere loca en el convento de las Ursulinas; Diderot mismo fue recluido en un monasterio en 1743 por su padre, opuesto a que se casara con alguien que no era de su gusto[16]. Por lo demás, las circunstancias que se daban en su momento no podían ser más favorables para despertar el interés de Merlin por La Religieuse, ya que a partir de la Restauración, esta novela sufría graves ataques, y considerada “obscena, infame, libertina e innoble”, fue prohibida en dos ocasiones (1824 y 1826),[17] lo que debió de ser objeto de conversación y debate tanto en su salón como en otros frecuentados por ella.
“Sus respectivos autores sufrieron en carne propia y/o de familiares muy cercanos el enclaustramiento involuntario”.
Además, no puedo dejar de mencionar, a manera de información complementaria, válida tanto para Mis doce primeros años como para Historia de sor Inés, otro libro que sin duda pudo estimular los recuerdos y la imaginación de Merlin, libro que se publica en español, en París, en 1828, por la imprenta de Julio Didot: la Historia de la Monja Alférez Doña Catalina de Erauso, real y al mismo tiempo legendario personaje del siglo XVII que se escapa, antes de profesar, del convento guipuzcoano del que era priora su tía, y recorre medio Nuevo Mundo vestida de hombre y sosteniendo las más rocambolescas aventuras, para terminar escribiendo o dictando sus memorias.
Decíamos que la novela de Merlin, en lo que respecta a la vida conventual y a la subordinación absoluta de la mujer, es una amplificación de lo que se presenta o se esboza en sus memorias, mucho más reticentes, cautas y precavidas.[18]
Para lograr un desarrollo más impactante de estos temas, y porque obedecía a una poética muy cercana a la sensibilidad romántica de la autora, Historia de sor Inés se construye a partir de una doble línea argumental. La primera es la que se relaciona directamente con el convento y podría tener referentes reales. La segunda, por supuesto, es una historia de amor.
Habiendo dispuesto el padre que su primogénito herede toda su fortuna, Piedad —nomen omen est, decían los latinos—, la futura Sor Inés, protectora de Mercedes Merlin, sabe desde pequeña que está destinada a la vida del claustro, pues él no empleará ni un céntimo en su dote. No ingresa en el convento a los ocho años, como estaba dispuesto por él, porque la salud de la madre lo impide. Pero llega el momento en que, muerta la madre y ausente el hermano, la manipulación por el padre de los motivos que se desarrollan en la segunda línea argumental la conducen a entrar en la clausura.
La segunda línea es, como decíamos, una historia de amor, pero una historia de amor desgraciado, como lo anticipa la puesta en escena de Los amantes de Teruel que la protagonista ve en el teatro antes de ingresar en el convento.
Don Antonio, sobrino del padre, se ha enamorado de Piedad, y está dispuesto a casarse con ella aunque no tenga dote. Pero a Piedad no le interesa su primo y prefiere el convento, a cuya idea estaba acostumbrada desde pequeña. Mas súbitamente aparece don Diego, militar español recién llegado a La Habana e hijo de un antiguo conocido del padre de la joven, quien, desde luego, prefiere que ella se case con su propio sobrino. Don Diego se enamora de Piedad, que a su vez se enamora de él, pero don Diego cree que Piedad está comprometida con don Antonio y por eso la esquiva, hasta que a punto de partir con su regimiento hacia la metrópoli por seis meses logran desentrañar el equívoco. Ella le pide al padre dilatar por esos seis meses su entrada al convento, y este lo acepta, pensando que tendrá tiempo de convencerla para que se case con su primo. Piedad promete a don Diego que le escribirá y así lo hace, pero su padre intercepta la carta y no solo le hace creer que el regimiento de don Diego ha desaparecido en un naufragio, sino que le escribe al padre de don Diego diciéndole que Piedad se casará con don Antonio. Piedad, desesperada, termina por ingresar en el convento. Las páginas que describen el viaje de su casa al convento y la toma de sus votos, único testimonio de todo el día de profesión de una monja en las letras cubanas, merecen ser reproducidas:
Muchos carruajes llegaron a la puerta de mi casa, a eso del mediodía. Nuestros parientes y amigos venían a reunirse en ella para acompañarme hasta el convento. Se me hizo vestir un traje blanco sencillo; pero se me adornó mucho después, con todos los diamantes de mi madre. Así dispuesta, coronada de flores, pálida y consumida, fui llevada en triunfo hasta la volante de mi padre. Íbamos precedidas por un número de negros jóvenes: unos llevaban cazoletas, donde quemaban perfumes, mientras que otros cargados con cestillos llenos de hojas olorosas, las regaban por el tránsito; todos bailaban alternativamente, acompañándose con tambores, güiros y marimbas. Las mulas que nos conducían, ricamente enjaezadas y adornadas con campanillas, anunciaban a lo lejos nuestra llegada, y el gentío era inmenso en las calles para vernos pasar. A pesar del ardiente calor que pesaba sobre la ciudad en aquella hora, todos los balcones se veían ocupados por señoras que nos saludaban con muchas exclamaciones de alegría, y a espaldas suyas tenían sus negras sosteniendo unos grandes parasoles que las resguardaban del sol… ¡Y tanto regocijo, tanto júbilo era por mí! Celebraban mi desgracia sin ser malos… Este contraste chocó de tal manera a mi corazón, que conocí la necesidad de compadecerlas, pero no odiarlas. Sola, en medio de aquella muchedumbre de la cual me alejaba para siempre, me creía sobrevivir a mí misma, y procurando aturdirme con el movimiento y con el ruido, esperaba al separarme del mundo desembarazarme de un fardo penoso.
Fuimos recibidos en el convento por la comunidad y las autoridades de La Habana. Por todas partes se veían adornos de flores con profusión. Las columnas, los muros estaban tapizados con ellas, y nuestros pasos se quedaban impresos en la infinidad de hojas de rosas que cubrían las baldosas de los corredores. Una gran cantidad de pajareras pendían del techo. El canto de los pájaros que encerraban, formaba sobre nuestras cabezas un concierto que se confundía en el murmullo confuso del gentío… Nos sirvieron chocolate, frutas y refrescos. Todo el mundo se apresuraba por rodearme: unos me felicitaban, otras me compadecían… Desfallecida y agitada, a la vez, con tantas fatigas y pesares, me sentía próxima a desmayarme a cada instante. La campana mayor tocó, de improviso, las tres, e inmediatamente fue seguida por los acordes de una música militar… Me estremecí al oírla. (…) Aquella música (…) me recordaba la del regimiento de Don Diego (…); y ahora, me anunciaba nuestra eterna separación!… Llevada más bien que sostenida, por mi padre y por el Obispo, y seguida del gentío que nos había acompañado, entramos en la iglesia. Cesó al punto la música militar y me sentí más aliviada. Comenzó a tocar el órgano: sus sonidos melancólicos y armoniosos me llamaron hacia Dios (…).
“Único testimonio de todo el día de profesión de una monja en las letras cubanas”.
–Aquí, hija mía; –me dijo el Obispo con dulce voz… y el paraje que me señalaba estaba al lado de un féretro vacío… me detuve mirando al Obispo con la vista turbada; pero recobrándome al instante me arrodillé delante del féretro, con las manos juntas y los ojos bajos (…).
El sol que caía a plomo sobre la cúpula de la iglesia lanzaba sus ardientes rayos hasta el fondo del sepulcro abierto a mi lado… Una emoción, un terror inexplicable me poseía enteramente… Creía ver la muerte allí presente… Y con todo eso, me sentía la vida en toda su energía… El recuerdo de Don Diego vino a apoderarse entonces de mi mente (…).
Un profundo silencio reinaba en la iglesia, que fue interrumpido por una voz fuerte que entonó el Veni creator. Me despojaron al momento de todos mis atavíos; me quitaron la corona de flores, y bajando la cabeza, ofrecí yo misma mis cabellos como último sacrificio… Envuelta en un gran velo, caí postrada de rodillas delante del crucifijo, e iba a pronunciar mis votos, cuando un gemido que salió de un extremo de la iglesia llegó hasta mis oídos. (…) Percibí entre las sombras a un hombre apoyado en una columna. (…) Un rayo de esperanza brilló para mí. (…) ¡No! No era él. (…) Pronuncié mis votos. Seguidamente me hicieron colocar en el féretro, cerré los ojos, oí el tañido de la campana fúnebre… y el réquiem…
No sé lo que sucedió después. (…) Volví a encontrarme en mi cama rodeada de muchas religiosas que me prodigaban sus cuidados. (…) Pasé quince días entre la vida y la muerte (121-123).
Pero a través de Pepe, un esclavo de su casa que ella ha donado al convento para que funja como mensajero de la monja tornera, recibe una primera carta de don Diego, quien ha regresado a La Habana y descubierto la mentira del padre de Piedad. Y en este punto en que confluyen las dos líneas argumentales se abren dos nuevos desarrollos. Por una parte, la rebelión de Sor Inés, y consecuentemente, por otra, la represión, los maltratos y el encarcelamiento de que será víctima la monja.
Al intercambio de cartas facilitado por Pepe le suceden los medios de que se vale don Diego para verla desde un edificio cercano adonde se ha mudado, los encuentros nocturnos a través del comulgatorio o cratícula, cuyos cerrojos había forzado el esclavo —por donde escapará la pequeña Mercedes en Mis doce primeros años—, y, finalmente, los planes de evasión. Pero un nuevo desarrollo se produce en la trama, con otro quid pro quo. El hermano de Sor Inés, que ha estado de viaje primero por Estados Unidos y luego por Europa, y a quien Mercedes le había entregado la carta de la monja, le hace saber a Sor Inés que hablarán en el locutorio, pero esta visita no se produce, porque, sintiéndose perseguido por alguien que le sigue los pasos, se le enfrenta, con el resultado de que su perseguidor, que resulta ser don Diego, está gravemente herido, y él queda en menor medida lastimado, pero impedido de asistir a la cita con su hermana. Sor Inés acaba por enterarse de todo y al oír que llevan los viáticos al lugar donde reside don Diego, sale al jardín y como puede ver el interior de su cuarto porque se había derrumbado parte de un muro, decide atravesar los escombros y llega al cuarto de su amado, donde permanece hasta el amanecer. Al regresar al convento es apresada y comienza su juicio y subsiguiente condena a “ser degradada, y encerrada en una prisión por toda su vida, y privada de la luz del cielo” (138).
Pero estando allí, en las peores condiciones, es rescatada por su hermano y por Pepe, con la complicidad de una monja, y llevada a la cabaña de la antigua nodriza de su hermano, situada en una playa de donde partirá con don Diego hacia la Florida. Una tormenta produce un naufragio del que su amado la salva, pero al precio de su propia vida. Piedad, recogida por unas mujeres en muy precario estado de salud, se dedica a escribirle a Mercedes la historia de su vida.
En este presunto relato de la monja no escasean pasajes en los que se refiere la hipocresía y la falta de solidaridad humana que existen entre sus iguales:
Las religiosas me dieron prueba de interés en un principio; mas mi silencio y mi tristeza les chocaron, y muy en breve tomaron el partido de huirme como si huyeran del contagio. No solamente evitaban mi trato, sino que también alejaban de mí a las novicias, temiendo que yo les comunicase la repugnancia que tenía al convento (123);
o en los que describe espacios en que se manifiesta la condición coercitiva de la institución conventual, como el lúgubre tránsito hacia el lugar en el que va a celebrase el juicio de Sor Inés:
A medida en que íbamos bajando conocía en mis ojos, aunque vendados, la ausencia de luz, y la espesura del aire junto con la humedad, me hicieron sospechar que me conducían a los subterráneos del convento. Me pusieron por fin en el suelo y algunos instantes después me descubrieron los ojos.
Me hallé entonces en una sala colgada de negro, alumbrada solamente con una lámpara (136);
o como el tétrico calabozo en que es mantenida prisionera: “[una] estera (…) me servía de cama. El agua corría por las paredes (…) y no tenía más claridad que la de una lámpara colgada en los barrotes de una claraboya” (139).
Todo lo anterior, desde el punto de vista de la narración,se hace más productivo y consigue los efectos buscados por la autora, mediante la articulación de la trama a través de sucesivos contrastes: “celebraban mi desgracia sin ser malos” (121); “unos me felicitaban, otras me compadecían” (122); “creía ver la muerte allí presente… y con todo eso, me sentía la vida en toda su energía” (122). E igualmente se logra a través de las tensiones: dentro/fuera, blanco/negro, cerrado/abierto, sombra/luz, que pautan el ritmo de la narración.
“Más me gusta Dios con su bondad que con su rigor”.
Esto también se aprecia en Mis doce primeros años, donde en la alternancia de episodios tristes y alegres, de ciudad y campo, de represión y tolerancia, advertimos una idéntica disposición, ejemplificada de modo mucho menos dramático en el enfrentamiento entre una vieja parienta beata, que solo sabe hablarle del Infierno, y Mercedes, que le contrapone una vivaz y optimista fe cristiana: “Más me gusta Dios con su bondad que con su rigor; él sabe que yo soy débil, pero no mala; hábleme usted del cielo, que lo entiendo mejor; porque cuando yo haya sido muy desgraciada en este mundo, me quedará el consuelo a lo menos de verme indemnizada en el otro”. (50)
Mis doce primeros años e Historia de sor Inés, traducidos por Agustín de Palma, aparecieron en Filadelfia en 1838 y 1839, en pleno mandato del más severo gobernador general de la Isla, don Miguel Tacón. Su publicación real o ficticia —como sabemos, hubo numerosos textos editados en Cuba con falsos pies de imprenta extranjeros— en “ese país de libertad y tolerancia” que don Diego le proponía a Sor Inés como único lugar donde podrían vivir “protegidos (…) por las leyes” (129), es un claro índice de que habría sido censurado en Cuba tanto por la justicia como por la Iglesia. Recordemos que cuando ya están a punto de embarcar rumbo a la Florida, Sor Inés le dice a la nodriza de su hermano: “Debemos temer, no solamente las pesquisas de la Inquisición, sino también las de la justicia” (147).
Tanto la autobiografía como la novela de la condesa de Merlin son, a más de todos los méritos literarios y de contenido que se les pueden atribuir, una contribución sustantiva al estudio de los espacios religiosos femeninos en La Habana, con referencias y descripciones únicas de distintos elementos arquitectónicos del Convento de Santa Clara, así como comentarios y alusiones a las prácticas, costumbres y mentalidades monacales aún conmocionadas e indecisas por causa de las disposiciones de Carlos III en relación con la adopción de la vida en comunidad y todo lo que ello significaba en una institución concebida para albergar mujeres de las más encumbradas familias, dotadas, entre otras pertenencias, de esclavas. A lo que se suma el testimonio que brindan de la intervención de los sacerdotes en la vida privada de la época y particularmente, del destino de las mujeres.
Notas:
[1] Valerio, Adriana. “Introduzione”, en Archivio per la storia delle donne. Nápoles: Fondazione Pasquale Valerio per la storia delle donne, 2004, I, passim.
[2] Se atribuye a dos cubanos —José María Heredia o Félix Varela— la novela Jicotencal, de tema evidentemente mexicano y publicada sin nombre de autor en Filadelfia, en 1826. Pero ninguna de las dos atribuciones ha sido documentada y en verdad cualquier otro hispanoamericano residente en esa ciudad por esos años, o que prefiriera editar su obra en Filadelfia, hubiera podido ser su autor.
[3] Cf. dos artículos de Domingo Del Monte aparecidos en 1831 en sendas revistas habaneras. Para ediciones de sus obras y bibliografía pasiva sobre la condesa de Merlin, ver Méndez Rodenas, Adriana. Gender and Nationalism in Colonial Cuba. The Travels of Santa Cruz y Montalvo, Condesa de Merlin. Nashville y Londres: Vanderbilt University Press, 1998, pp. 292-299. Este libro es la más completa contribución al conocimiento de nuestra autora.
[4] Esta última es una versión española abreviada de su La Havane, publicada en el mismo año.
[5] Cito por la traducción española del cubano Agustín de Palma. Cf. infra, n. 7. Me referiré posteriormente a las circunstancias de su publicación.
[6] No puedo detenerme en la historia de la edición francesa de Souvenirs et mémoires de Madame la Comtesse Merlin ni en la intervención de Prosper Merimée en distintos aspectos de la misma. Solo apunto que la continuidad textual entre los libros que analizamos se elimina en la edición francesa, donde Histoire de Soeur Inès se añade al final, en el último volumen, mientras que esa continuidad se mantiene y se subraya en ediciones preparadas para lectores cubanos.
[7] Merlin, Condesa de: Memorias y ficciones habaneras. Estudio introductorio de Luisa Campuzano, La Habana, Ediciones Boloña, 2010.
[8] Pogolotti, Graziella. “Las precauciones de una condesa”, en Campuzano, Luisa (comp.) Mujeres latinoamericanas: historia y cultura. Siglos XVI al XIX. La Habana-México: Casa de las Américas/UAM-I, 1997, II, pp.153-158.
[9] Cf. Vásquez, Carmen. “Histoire de Soeur Inès, de la Condesa Merlin, relato de una mujer crítica de su época”, en: La Torre, Puerto Rico, año VI, no. 21, enero-mayo de 1992, pp. 85-103, donde se hace un minucioso estudio de las relaciones de esta novela con La religieuse, de Denis Diderot. Más adelante nos detendremos en esto.
[10] Molloy, Silvia. Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México: Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México, 1996, pp. 123-128.
[11] Para mayor información sobre el tema, ver Aruca, Lohania (coord.). Expediciones, exploraciones y viajeros en el Caribe. La Real Comisión de Guantánamo (…) 1797-1802. La Habana, Ediciones Unión, 2004.
[12] Para mayor información sobre los cargos públicos y el tenor de las actividades de Joaquín de Santa Cruz, ver Venegas, Carlos: “Un conde habanero en el siglo de las luces”, en Revolución y Cultura, La Habana, no. 2, abril-junio de 2005, pp. 24-27.
[13] Para conocer la contribución económica del padre de Mercedes Merlin al Convento de Santa Clara a favor de sus parientas las RR.MM. María Loreto de San José y María de los Dolores de Santa Teresa, ver Rodríguez, Lyding. “El esplendor de un convento para doncellas de élite”, en Revolución y Cultura, La Habana, no. 2 de abril-junio de 2005, pp. 32-33 y números 20 y 21.
[14] Quizás este sería un síntoma de la crisis económica que afrontaría el padre y que la abuela veía avecinarse. Cf. Aruca, Lohania. “La crisis familiar de los Santa Cruz-Montalvo (1802-1808)”, en Revolución y Cultura, La Habana, no. 2, abril-junio de 2005, pp. 19-23.
[15] Cf. nota 9.
[16] Cf. Jaquier, Claire. “Préface”, en: Diderot, Denis. La Religieuse. París : Éditions Librairie Générale Française, 2000.
[17] Ibíd.
[18] Pogolotti, Graziella. art. cit. passim.