I
Entré al mundo de la poesía de la mano de José Martí y Miguel Hernández. A Martí lo conocí primero; mi tío político, Armando Martínez, me lo presentó desde muy niño, cuando aprendizaje y vida, mente y corazón, se hermanan en su mayor pureza. A Hernández mucho después, una mañana de domingo de 1959, cuando leí un artículo relacionado con el poemario Viento del pueblo, ilustrado con una foto del poeta con la mano derecha levantada en actitud declamatoria, en un recital de poesía a la tropa.
En ese entonces desconocía cuánta afinidad había en sus respectivas trayectorias de vida. Ambos dieron lo mejor de sí por la libertad y la justicia social. Alentaron la guerra necesaria, sin odio alguno. Ambos sufrieron prisión; Martí en la adolescencia, Miguel al final de su existencia. Martí tuvo en el poeta y maestro José María de Mendive su profesor y mentor; Miguel, en el intelectual Ramón Sijé, muerto prematuramente. Nacidos en cuna pobre, Martí en La Habana y Miguel en el poblado valenciano de Orihuela, tuvieron la voluntad suficiente para satisfacer la imperiosa necesidad de conocimiento desde la más temprana edad. A finales de su primer destierro político en España, entre junio y octubre de 1874, Martí obtiene el grado de Bachiller en Arte y concluye los estudios de Filosofía y Letras y Derecho Civil y Canónico en la Universidad de Zaragoza; aunque quedó sin efecto la entrega de los títulos al no poder abonar el dinero que exigía la obtención de tal derecho (a inicios de los sesenta del pasado siglo, el rector de turno en dicha universidad hizo efectivos los títulos a nombre de José Julián Martí y Pérez, en donación hecha al Memorial que lleva su nombre en la Plaza de la Revolución de la capital cubana). Miguel, por su parte, aun cuando hizo el mayor de los sacrificios, no pudo concluir los estudios; aunque, a decir verdad, a ninguno de los dos les hizo falta para llegar a ser lo que fueron, son y serán siempre: Maestros de Generaciones.
II
Martí amó la España de Miguel, y Miguel la Cuba de Martí. En el frente de la Sierra de Guadarrama, el cubano Pablo de la Torriente Brau, en su condición de comisario político y admirador de la vida y obra de José Martí, al oír el rumor entre la tropa de que allí se encontraba uno de los mejores poetas jóvenes de España, de inmediato contactó con Miguel. Desde aquel encuentro, la más importante misión del joven soldado de la República, fue la poesía… porque más que pedírselo, Pablo casi que le ordenó hacer recitales para las tropas allí acantonadas (como dato curioso, en proporción con el número de habitantes que por entonces tenía Cuba, fue el país que más voluntarios aportó a la causa de la República española, cuyo número se estima en más de mil combatientes).
El 19 de diciembre de 1936, a una semana de cumplir 35 años, Pablo de la Torriente Brau cae abatido por el fuego enemigo cerca de Majadahonda. Dos días después, al rescatar su cuerpo los hombres del comandante Policarpo Candón, advierten que vestía la zamarra de piel de cordero que le había regalado el poeta-pastor, para que se protegiera del “puñetero” frío, del que, como todo buen hijo del trópico, había empezado a quejarse. La muerte de Pablo no fue una más para Miguel. Dolida como estaba su sensibilidad de entrar “en los algodones como en las azucenas”, su amistad con el cubano, nacida en las trincheras, donde el principal familiar pasa a ser el que está a tu lado, necesariamente tenía que trascender a la poesía. Nace así Elegía segunda, la que leyó al pie de la fosa en el cementerio madrileño de Chamartín de la Rosa, el 23 de dicho mes y año.
Me quedaré en España, compañero,
Me dijiste con gesto enamorado,
Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero
En la hierba de España te has quedado.
Ni el Adagio de Albinoni habría expresado mejor este momento. A inicios de 1937, Miguel y otros oficiales de la décima brigada trasladaron sus restos a Barcelona, en espera del momento oportuno para enviarlos a Cuba. Sin embargo, el curso adverso que siguió la guerra para la República, hizo imposible que se cumpliera este propósito. Su cadáver fue enterrado en el cementerio de Montjuic, de dicha ciudad. Finalmente, sus restos, como los de tantos otros muertos de aquella guerra, fueron arrojados a una fosa común, sin que se hayan podido encontrar hasta el presente. Meses después, Elegía segunda —la Elegía primera se la había dedicado a Federico García Lorca— pasó a engrosar el índice de su emblemático poemario Viento del pueblo. A fin de cuentas, fue este viento el que los unió.
III
Martí y Miguel fueron padres de un solo hijo, y poco pudieron gozar de tal condición. En 1882, Martí publicó Ismaelillo, épica mayor del amor filial en nuestra lengua, que sentó un precedente en la mejor poesía del primer movimiento literario de vanguardia creado en Hispanoamérica: el modernismo. De este libro es el poema Mi caballero, en el que siempre se reconocerán todas las madres y padres de este mundo, sin importar diferencias culturales, sociales o políticas. En los versos de cierre del citado poema, dice Martí:
Qué suave espuela
Sus dos pies frescos!
Cómo reía
Mi jinetuelo!
Y yo besaba
Sus pies pequeños,
Dos pies que caben,
En sólo un beso!
Miguel, por su parte, escribió La nana de las cebollas, igual de estremecedora y eterna. Justo cuando era más profunda la soledad a su alrededor, recibió una carta de su esposa Josefina Manresa, donde le confesaba que solo tenía para comer pan y cebolla. Preso y enfermo, concibió esta luz, que nos alumbrará por siempre. He aquí estos fragmentos entresacados del citado poema:
En la cuna del hambre
Mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
Se amamantaba.
(…)
Ríete niño.
Ríete siempre
(…)
Tu risa me hace libre,
Me pone alas.
Soledades me quita,
Cárcel me arranca
En Mi caballero como en La nana de las cebollas, ambos poetas hacen del reír de sus respectivos bebés un acto de fe, de vida. También hicieron de la poesía su mejor arma. Y solo en el cumplimiento del deber sagrado de defender el derecho a la libertad de sus pueblos, empuñaron la de matar; aunque en el caso de Martí, nunca la llegó a disparar. Probablemente, otro tanto le ocurriera a Miguel, porque cuando fue hecho prisionero, solo dijo: “No le he hecho daño a nadie”. El único delito de los dos fue luchar del lado de los pobres. Ambos cayeron enfrentando al mismo enemigo: Martí, de cara al sol; Miguel, de cara a una celda oscura. Miguel amó la luz sobre los trigos; Martí, la amó sobre las palmas.
España y Cuba, Cuba y España. En el fiel de la modernidad, Martí escribió: “Patria es Humanidad”. Con solo tres palabras, anticipó el ideal de sociedad global al que cada vez más nuestra especie aspira, a sabiendas de que solo podrá salvarse como tal, si de manera racional se une en su diversidad cultural y social, consciente de que habitamos con otras especies un mundo extraordinario, que se nos ha dado para perpetuarlo, no para explotarlo irracionalmente y destruirlo.
La poeta chilena Gabriela Mistral, primera mujer en nuestra lengua en obtener el Premio Nobel de Literatura, dijo de Martí: “Es el hombre más puro de la raza americana”. Otro de los grandes poetas chilenos de nuestra América, Pablo Neruda, escribió del poeta-pastor: “Recordar a Miguel Hernández que desapareció en la oscuridad y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor”. Y esto es lo que hacemos hoy, al cumplirse el aniversario ochenta y dos de su desaparición física: recordarlo desde una nueva dimensión del amor, tomado de la mano de ese otro sol interior que fuera —y es— nuestro José Martí.
No creo en las casualidades. Hoy reconozco que no pude tener compañía mejor para entrar en la vida, en la poesía. Ellos me siguen como dos sombras inevitables y compañeras… Y me seguirán por siempre, incluso, hasta más allá de los límites que la Naturaleza le impone a todo lo que en este planeta nace, vive y crece.
¡Hasta la poesía siempre!