José Martí en El Abra: trascender la adversidad
Si nos detenemos en el tomo inicial de la edición crítica de las Obras completas de José Martí realizada por el Centro de Estudios Martianos, se podrán apreciar en orden cronológico las primeras piezas escritas por nuestro Héroe Nacional siendo todavía un adolescente: una de ellas es El presidio político en Cuba.
Es conocido que esta creación brinda la dura experiencia de la etapa en que el joven Martí estuvo en el Presidio Departamental de La Habana y la difícil faena en las Canteras de San Lázaro. Gracias a la gestión de sus padres, le fue conmutada la pena y es enviado entonces a la Isla de Pinos (hoy Isla de la Juventud).
Indudablemente, la llegada de José Martí a esta zona el 13 de octubre de 1870 constituyó un cambio sustancial. Dejaba atrás agotadoras y desgastantes jornadas de trabajo. Su arribo a la casona de la finca El Abra fue indispensable para su recuperación física y síquica, además, el trato amable que recibió de la familia Sardá —como se sabe— fue un bálsamo para su rehabilitación. Pero no se debe idealizar demasiado aquel paraíso. El macrocontexto que le rodeaba era bien convulso más allá del perímetro de la propiedad.
Si nos detenemos brevemente en las peculiaridades sociopolíticas y económicas de la región en aquellos años, se podrá corroborar. Martí estuvo en la Isla de Pinos al igual que otros condenados que realizaban diferentes trabajos. Aunque su permanencia allí tenía peculiaridades distintivas, era de estricto cumplimiento viajar todos los domingos desde El Abra —adonde llegó aún con sus grilletes— hasta Gerona, al pase de lista que se realizaba a las nueve de la mañana en la sede de la comandancia y al que asistían todos los presos de la región.
Numerosos testimonios coinciden en afirmar que José María Sardá y Gironella prestaba, o bien el quitrín de la casa —conducido por un negro calesero— o un caballo para que el joven realizara semanalmente el trayecto hasta la amplia plaza que se halla frente a la comandancia, que era el lugar de reunión obligada de los reclusos. Alineados todos ante el gobernador de la Isla y otros jefes militares, respondían: “Presente”, a cada nombre mencionado. Al rememorar años más tarde aquellos encuentros dominicales, Raimundo Cabrera —quien había llegado a la Isla de Pinos antes que Martí— confirma que “esta ceremonia era humillante, propia de presidiarios; pero acudíamos a ella riendo, charlando, como si fuésemos a una fiesta, a un punto de reunión plácido”.[1]
“Aunque su estancia en la finca era satisfactoria, estaba rodeado de esclavos (…) y a pesar de que el trato de los dueños era humano, no dejaban de ser condiciones de esclavitud”.
A pesar de que los confinados tenían cierta libertad en todo el territorio de la Isla, a cada uno se le extendía un permiso escrito, que autorizaba su estancia por varios meses, pero este debía ser renovado el primer domingo de cada mes y firmado por el máximo jefe militar. Martí estaba alejado de las canteras y apartado de todo maltrato y esfuerzo físico. Su situación no era comparable con la suerte de otros que tenían que trabajar en múltiples faenas para sobrevivir, pero el contexto no dejaba de ser un régimen carcelario y resultaba bien duro para la mayoría.
Aunque su estancia en la finca era satisfactoria, estaba rodeado de esclavos y trabajadores que se dedicaban a labores agrícolas (café, caña, arroz) y a pesar de que varias opiniones en la bibliografía coinciden en que el trato de los dueños era humano, no dejaban de ser condiciones de esclavitud.
Habitualmente, entre los confinados que llegaban a Isla de Pinos estaban los deportados comunes (rateros, vagabundos, alcohólicos, presidiarios) y los infidentes. Una vez que desembarcaban en el territorio se les dejaba libre (aparentemente) para que hicieran su vida. Algunos que tenían profesiones trataban de insertarse socialmente en sus labores habituales, mientras otros desempeñaban las más disímiles ocupaciones, muchas de ellas, domésticas o se empleaban en pequeños negocios.
Tampoco aquel incipiente núcleo poblacional brindaba mayores posibilidades porque era una zona pobre, despoblada, sin industria, agricultura, ni fuentes de empleo. Brindaba la imagen de un lugar abandonado u olvidado en la geografía del archipiélago cubano. La única fuente de comunicación que la unía al mundo era la llegada, cada ocho días, de un vapor procedente de Batabanó que portaba periódicos, el correo, mercancías y muchos condenados procedentes de diferentes regiones y cárceles del país. Ellos eran los que formaban básicamente la población de la zona que no sobrepasaba los 800 habitantes.
A muchos de los deportados no les gustaba trabajar y después de varias semanas allí, no se habían preocupado por su inserción, sino que preferían continuar haciendo las mismas actividades delictivas o incurrir en las mismas irregularidades sociales que generaron su deportación. De ahí que los robos y asaltos eran frecuentes en la región, sobre todo, en los caminos y zonas más apartadas del centro.
“Durante su estancia en El Abra, José Martí fue maestro de las hijas de Sardá y Trinidad”.
La presencia de esta población desocupada e improductiva generaba frecuentes riñas y conflictos entre los mismos deportados. Ante las alteraciones del orden público, la Guardia Civil siempre estaba dispuesta a ofrecer un buen castigo a cualquier confinado que trasgrediera el orden establecido. Las faltas eran castigadas en plena calle y las escenas de castigo se repetían en la pequeña ciudad. Lo mismo podía suceder con los ausentes al pase de lista dominical. Ante faltas reiteradas, eran conducidos al correccional e incluso al cepo. Otros preferían cometer crímenes para ser enviados nuevamente a la cárcel (a la de Bejucal, principalmente) porque allí al estar presos, recibían comida sin trabajar. Así transcurría la vida en el contexto donde Martí estuvo dos meses y cinco días, previos a su primer destierro.
Los infidentes llegados a la Isla tenían otra suerte. Como la mayoría gozaba de cierto nivel de instrucción y algunos poseían fortuna, lograban insertarse con más facilidad. No obstante, vivían bajo cierta vigilancia y constante amenaza. Algunos establecían pequeños comercios, otros arrendaban lotes de tierra donde empleaban a los mismos deportados y había quien se dedicaba a la distribución de lo producido o al intercambio entre los productores. Poco a poco se iba creando una incipiente infraestructura fabril.
Más de un joven infidente trabajó como preceptor en las casas de familias establecidas o como profesor de los hijos de los comerciantes y productores que comenzaban a surgir. El propio Raimundo Cabrera —que desempeñó estas mismas labores en una finca de campesinos acomodados llamada Cayo Bonito, cerca de Santa Fe— caminaba largas distancias tanto para ofrecer sus clases en otra hacienda, como para presentarse en La Plaza de la Comandancia cada domingo. Durante su estancia en El Abra, José Martí fue maestro de las hijas de Sardá y Trinidad.
Así que, aunque Martí estaba distante de los conflictos de la Isla, estos no le eran totalmente ajenos porque, no solo se encontraba cada semana con el resto de los confinados, sino que posiblemente también mantenía comunicación con el negro calesero que lo conducía hasta Gerona, con la servidumbre de la casa y con los propios dueños.
Además, la propiedad de los Sardá era frecuentada habitualmente por generales, tenientes gobernadores, oidores y altos funcionarios de la colonia, que asistían no solo a cenas y otras veladas, sino que descansaban en la finca durante días, y entre los temas principales de conversación estaba la actualidad política y económica de Cuba, sus vínculos con la metrópoli y las frecuentes muestras de rebeldía criolla.
La familia Sardá acogió con especial afecto al joven que llegó débil y malnutrido. Durante su reposo y rehabilitación, refiere la bibliografía que tuvo muy cerca un ejemplar de La Santa Biblia obsequiado por la esposa de José María Sardá, la señora Trinidad Valdés de Sardá. Posteriormente, conociendo la profunda vocación religiosa de esta mujer que le brindó tantas atenciones, el joven le envió desde España un crucifijo de regalo. Ambos objetos se muestran actualmente en el museo.
“Recién iniciado el año 1871, José Martí se encontraría a bordo del vapor Guipúzcoa rumbo a España, donde le esperaba una etapa de crecimiento humano e intelectual”.
Quizás nunca imaginaron José María Sardá y su esposa que aquel remanso de paz y armonía familiar que brindaron al joven Martí significaría no solo la atenuación de la condena y su reanimación física y espiritual, sino que posiblemente sería, además, el inicio de una etapa de creación intelectual decisiva en su vida. Cuánto pudo meditar durante esas semanas de reposo sobre la reciente experiencia de la cárcel; cuántos planes por realizar; cuántas razones para tomar decisiones trascendentales en su vida.
Unas semanas después, recién iniciado el año 1871, José Martí se encontraría a bordo del vapor Guipúzcoa rumbo a España, donde le esperaba una etapa de crecimiento humano e intelectual.
Meses después se publica El presidio político en Cuba, quizás para superar el posible sentimiento de odio hacia otros seres humanos con los que compartía, genéticamente, una profunda afinidad. Esta sería una de las primeras adversidades que tendría en su vida y necesitaba sobreponerse a ella y crecer. Grandes y superiores empresas le aguardaban en su trayectoria vital. El destino de un continente esperaba por él.
Notas:
[1]Raimundo Cabrera: Mis buenos tiempos, Imp. de Álvarez y Compañía, La Habana, 1991, p. 134.