José Martí: el pensamiento como sanación
“Martí, debe ser terrible / soportar cada día / tanta cita difusa, / tanta literatura”, escribe Nicolás Guillén en el epigrama XXI de su libro La rueda dentada (1972). Del modo que mejor sabía, desde el verso, el Poeta Nacional señala la tendencia de entresacar citas martianas, desgajándolas, sin acudir a la obra íntegra que la sostiene.
La chilena Gabriela Mistral ya había reparado en la condición arcangélica de José Julián Martí Pérez (1853-1895); Dulce María Loynaz, ajena a la lisonja vana, habla de una maestría que casi no era posible enjuiciar; Cintio Vitier advierte cómo se nos entra por el alma. Ese es el hombre, esa la obra, ese el pensamiento al que nos acercamos.
Se trata de aquilatar su mirada profunda. De cómo su apuesta por el partido ético, la condición humana y la trascendencia, hace aflorar en sus juicios un discernimiento de excepción. Su pensamiento hace emerger un prisma otro de las cosas, y con ello, brinda una segunda oportunidad de sobrevida al pasado.
Viejas polémicas son iluminadas. Aquella sentencias que pesaban cual losas sobre algunos personajes, son levantadas. Las etiquetas que momificaban algunos pasajes de nuestra historia, reciben nueva envoltura. Hay, por supuesto, una voluntad de estilo al expresarla. La cubanía marca su pensamiento sanador. ¿Cómo no advertirlo, por ejemplo, en el caso de José María Heredia?
Héroes y poetas
El Cantor del Niágara apenas pudo vivir en Cuba unos seis años, incluidos los tres de su primera niñez. En 1823 debió huir, acusado de su participación en la Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar. Su destierro le abatió física y emocionalmente, y en esas condiciones, tras una larga ausencia, le escribió desde un México tumultuoso, al Capitán General de la Isla, Miguel Tacón.
Domingo del Monte, el gran regidor de los ambientes literarios de entonces, envió el 28 de noviembre de 1836, una misiva al propio poeta y le clavó aquel mote ignominioso de “Ángel caído”. Muchos siguieron sus palabras. Será Martí, desde un análisis raigal, quien barre la unilateralidad interpretativa, quien rescata definitivamente la esencia de la huella herediana.
¿Podría hacerlo algún cubano mejor que él, sometido también al exilio, a la lejanía familiar, al frío de la distancia, a las incomprensiones, a una labor patriótica absorbente? Compréndase: por un momento, Martí se encarna en Heredia. Lo hizo ondear para la causa de la independencia, desde su artículo publicado en El Economista Americano en 1888 y en su discurso en Hardman Hall, un año después, ambos en la ciudad de Nueva York.
Para que no quedase duda, la pluma martiana lo coloca en la cima: “Heredia tiene un solo semejante en literatura, que es Bolívar” [1]. Y al valorar la encrucijada de su carta a Tacón, escribe para la eternidad sobre “(…) el poeta que había tenido valor para todo, menos para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas (…)”[2].
Una revisitación constituye igualmente su artículo “Céspedes y Agramonte”. Es un retrato en paralelo, un retrato retador. No por casualidad los escoge. Se trataba de despejar las vivencias de cada uno, evaluar las actitudes, aquilatar los caracteres. Van las hazañas contadas como quien recorta montes, e incluso, en el camino de los desencuentros, halla el cemento de la unidad.
En la Asamblea de Guáimaro (1869), sabido es, afloraron dos corrientes. En una, la favorable a la centralización del mando, estaba Céspedes. En la otra, temerosa del caudillismo y la dictadura, afincada en la representatividad y la distribución de poderes, estaba Agramonte. Martí no ignora esas y otras discrepancias, mas se adelanta a los juicios exponiendo aquello que resultará incontrastable:
“Vendrá la historia con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya (…). Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta de los yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas”[3].
El escritor nos introduce en las mentalidades de los héroes. Reserva para cada uno, la pincelada definitoria: “De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud (…) de Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación”. El drama de San Lorenzo le arranca una de las frases más inspiradas del artículo. Habla entonces de la soledad épica de Carlos Manuel Céspedes. Y al referirse al camagüeyano, acrisola: “aquel diamante con alma de beso (…) Era como si por donde los hombres tienen corazón, tuviera él estrella”.
El final es una gema. Martí deposita su mano piadosa, su mano segura. Abre una ventana al tiempo. No se habla bien de Céspedes en la tropa de Agramonte, y vemos al patriota alzarse alarmado. Así lo dibuja: “(…) jamás fue tan grande (…) como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales (…) dijo estas palabras: ―“¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República! ¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos!”.
Semejante luz echará sobre un grupo de poetas que escribe en la fragua, en la década gloriosa de 1868-1878. Es el encargado de la selección y el prólogo de Los poetas de la guerra. En mi opinión, su labor sobrepasa la del antologador y penetra en los caminos de la antropología. No hay dudas del sentido testimonial, es expreso. Ni de ese ver la obra por el hombre, por las acciones que su tiempo y sus circunstancias les exigieron. Y hasta asoma un viso bibliotecológico, en ese hurgar referencial en aquellos periódicos insurrectos (raros y valiosos), tan mambises como sus editores e impresores.
Una decena de poetas ocupa el volumen: Miguel Jerónimo Gutiérrez, Luis Victoriano Betancourt, Ramón Roa, Fernando Figueredo, Pedro Martínez Freyre, Francisco La Rúa, José Joaquín Palma, Antonio Hurtado del Valle ―“El Hijo del Damují”―, Juan de Dios Coll y Sofía Estévez.
Asoman en la antología moldes gastados y descuidos formales. Estrofas bizcas, al modo de decir de Martí. Es, sin embargo, un libro singular, pues décimas improvisadas, glosas de campamento, versos de urgencia, se cobijan en las letras. Y ese atrapar el instante, ese llevar la oralidad al papel, es un paso martiano hacia la contemporaneidad. Otro más.
Cuando se menciona el prólogo de Los poetas de la guerra inmediatamente asalta la frase más citada. Es la más tajante, la más solemne: “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a veces pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien (…) el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la caballería” [4].
Trascendencia
El autor de La Edad de Oro escribió en un número importante de periódicos y revistas, él mismo fundó algunos, Patria es su epígono. Es menester salir de la frase descontextualizada, el presentismo y la repetición, para entrar en la profundidad de la idea, para tocar su trascendencia. Cintio Vitier, uno de sus estudiosos más notables, consideró que Martí “hizo cátedra de la noticia; laboratorio del suceso; de lo efímero, poema; extrajo de lo sucesivo, leyes. Expuso con olor a tinta fresca y para siempre, su galería de retratos ejemplares (…)[5].
La lección martiana más definitoria es su mirada a las esencias y no a las apariencias. A la obra antes que a la cuna, a la totalidad y no al despiece; a la ética, antes que a las falencias.
Solo de esa manera pudo redimir al Heredia caído ―o al Whitman olvidado en su propio país, al Wilde calumniado, al filósofo Emerson―. Solo así los poetas de la guerra son aprehendidos, en primerísimo lugar, como patriotas. De esa manera, El Mayor y el Padre de la Patria se abrazan y juntan, ya para siempre. Así, pudo ver cómo usaron a mansalva, cómo insuflaron en Juan Clemente Zenea la creencia de que, acaso, sus gestiones salvarían a su patria. Así…
Los caminos de la trascendencia son infinitos, hallar la trascendencia es adentrarse en la vena de las cosas. Martí es un llamado perenne. Sanar es salvar.
Muy agradecida por el contenido