Corrían los años ochenta, 1987 específicamente, y comenzaba a interesarme de modo serio y profesional en los temas de la historia de la música popular cubana; y para eso qué mejor que vincularme al Seminario de Música Popular, situado en la Iglesia de Paula, en la Habana Vieja, el cual dirigía desde su fundación Odilio Urfé.
Allí había llegado a instancia del investigador y compositor Norberto Shand, autor de un tema emblemático de la discografía de Adalberto Álvarez y que después daría título a uno de los mejores discos que se hayan producido en Cuba en todos los tiempos: “La rumba soy yo”.
Ya en la puerta un señor blanco, con aires doctorales —cara con barba sin bigotes, un cigarro a medio gastar en una de sus manos y espejuelos, solo le faltaba la levita—, me pregunta a quién busco o qué deseo. Con timidez le respondí que Shand me había invitado. Ese fue mi primer encuentro con Jesús Gómez Cairo.
El Seminario de Música Popular hacía honor a su nombre y agrupaba en ese entonces a la crème de la crème de los estudiosos de los fenómenos de la música popular en Cuba. Además de Odilio, entre otros que recuerdo por la cercanía, formaban parte del claustro Jesús Blanco, José “Pepe” Reyes, Norberto Shand, Jesús Gómez Cairo; y estaban asociadas “summa cum laude” (era una forma de decir de Odilio) imprescindibles como: Victoria Elí, Dora Elena Fernández, Clara Díaz y por supuesto, María Teresa Linares. Había otros investigadores, pero estos fueron con los que más relación tuve, con mayor o menor cercanía. El Seminario era un lugar que generaba adicción.
“El Seminario de Música Popular hacía honor a su nombre y agrupaba en ese entonces a la crème de la crème de los estudiosos de los fenómenos de la música popular en Cuba”.
Odilio solía llegar bien temprano y su primer acto era sentarse al piano e interpretar alguna vieja canción cubana o pasajes de algún danzón de su preferencia. Recuerdo que el piano estaba en una esquina del salón, junto a su escritorio y en el otro extremo se ubicaba la mesa de Jesús. Las dos estaban abarrotadas de papeles, partituras y fotos. Aunque todo el lugar parecía un gran desastre por el aparente desorden, cada cosa estaba en su lugar. Y si Odilio era el primero, Jesús casi siempre era el último pues también se sentaba al piano a estudiar o simplemente a divertirse tocando algunas de las guarachitas que Odilio celosamente conservaba y que él solía transcribir.
Parte de la magia del Seminario provenía del ambiente que allí existía a pesar de los diversos caracteres de sus miembros y de muchos de los que allí se reunían. Era casi obligatorio sobre las diez u once de la mañana, una pausa para tomar un café o un té. En ese momento comenzaban las tertulias interminables sobre cualquier tema de la música o la cultura cubana en general. Fue allí que escuché por vez primera hablar de la historia del himno nacional. Era un tema que siempre había fascinado a Odilio y sobre el cual acumulaba suficiente información de primera mano y en el que involucraba a Gómez Cairo, al que solía llamar “el griego”, consciente de su estado de salud. No era para menos, Jesús había sido su alumno de piano y era casi el albacea de la historia musical de la familia Urfé y el heredero de todo su archivo y estudios; sobre todo lo referido al himno; incluida la comadrita donde Odilio se sentaba a leer y que él “profanaba” previa aprobación de su propietario.
“Gómez Cairo era uno de los lectores secretos que tenía Radamés para evaluar los libros que habrían de publicarse. Más de una vez le escuché alabar o razonar sobre la pertinencia de publicar algún texto importante y dejar los suyos en un segundo plano”.
Una vez disuelto el Seminario volví a encontrarme cara a cara con Gómez Cairo y pasar horas conversando en el Palacio del Segundo Cabo, donde radicaba el Instituto Cubano del Libro (ICL), en el local que ocupaba Radamés Giró, quien era el editor de todos los libros que sobre ese tema se publicaban. Allí volvieron aquellas tertulias que involucraban, además, a Helio Orovio, Leonardo Acosta, a la misma Dora Elena y a Clarita Díaz, a quien Jesús consideraba la estudiosa más seria de la obra de la Nueva Trova. Aquellos encuentros terminaban ante un humeante café en los portales del restaurante La Mina.
Gómez Cairo era uno de los lectores secretos que tenía Radamés para evaluar los libros que habrían de publicarse. Más de una vez le escuché alabar o razonar sobre la pertinencia de publicar algún texto importante y dejar los suyos en un segundo plano; una exigencia de Radamés que logró concretarse años después.
“Y como era su costumbre, siempre se demoraba al entregar o enviar sus textos para priorizar los de sus alumnos u otro que consideraba más importante”.
Para la década del noventa volvimos a coincidir. Fue en el momento que surgieron varias revistas de música, y aunque él no dirigía ninguna, era todo un entusiasta de las mismas. Esta vez la tertulia era en la redacción de la Revista Salsa Cubana, cuya redacción estaba donde hoy radica BIS MUSIC —21 entre E y F, en el Vedado— y que antes había sido el archivo fotográfico del ICL.
Allí “conspiró” junto a Amado Córdova, director de Salsa Cubana; Radamés Giró, de Musicalia Dos; Néstor Mili, de Tropicana Internacional y el Dr. José Loyola, de la Revista de Música Cubana de la Uneac; así como junto a Ciro Benemelis para dotar al Cubadisco de un foro para conversar sobre los temas de la música. Había otros involucrados en este asunto como el mismo Helio, Leonardo Acosta y Jorge Fiallo. Pero esos mismos cónclaves que realizaban, al menos una tarde al mes, fueron ejercicios de redacción para cada una de esas revistas.
Y como era su costumbre, siempre se demoraba al entregar o enviar sus textos para priorizar los de sus alumnos u otro que consideraba más importante. Demasiada modestia solía decir de él Helio entre risas, afirmando: “…siempre ha sido así (…) desde el Seminario (…) se nota que es hijo putativo de Odilio…”.
En este largo bregar de escribir e indagar sobre la música cubana tuve el placer de que alabara y criticara con rigor algunos de mis textos; cosa esa que me enorgullece. Creo que fue la razón por la que llegamos a ser amigos y me permitía con cierta discreción llamarle “el griego” y molestarle con alguna inquietud incluso, a altas horas de la noche.
“Él era el hombre herido que la muerte lo sabía y aun así, seguía soñando con la historia de la música cubana, esa que nos puso cara a cara una mañana de cierto día del año 1987, en la puerta de la Iglesia de Paula”.
Hará unos meses me obsequió su libro sobre el himno de Bayamo y me mostró el original que escribiera cuando despidió el duelo de Odilio Urfé. Compartimos en su oficina un café y nos deleitamos intentado entender la música de estos tiempos, sus complejidades y su peso en la cultura cubana hoy. Pensaba llevar para la misma la comadrita de Odilio. Me prometió organizar una charanguita para homenajear a Odilio tocando el himno y aquellos danzones que le fascinaban; sobre todo “Penicilina”, “El que más Goza” y “El bombín de Barreto”, el mismo con el que sus padres se habían conocido. Voy a tocar el piano en ese, o al menos intentarlo.
La vida no lo permitió. Él sabía que estaba herido. Él era el hombre herido que la muerte lo sabía y aun así, seguía soñando con la historia de la música cubana, esa que nos puso cara a cara una mañana de cierto día del año 1987, en la puerta de la Iglesia de Paula.