“¿Pues es el viento en el aire otra cosa
 distinta que las olas en el mar?”
Copérnico
De revolutionibus, VIII, p. 27

En el mismo marzo en que nació, 81 años después, Dagoberto Jaquinet acaba de morir. Es una certeza —aunque parezca increíble— que se acepta, porque la muerte es un hecho demasiado rotundo para negarlo. Pero yo sé de otra verdad innegable que es aún mayor que la muerte: Jaquinet será siempre la voluntad de vivir. Basta recordar cómo se impuso a los obstáculos de la vida después del dolorosísimo accidente que sufrió en su infancia y lo dejó sin piernas y con un solo brazo. Un solo brazo, pero épico. Así, creció y estudió, se graduó de la Academia de San Alejandro y se hizo restaurador del Museo Nacional de Bellas Artes; amó y trabajó; pintó y esculpió, llegando a ser uno de los más respetados profesionales de la Isla. Lo sé porque mi suegro coincidió con él en el Colegio de La Salle de Marianao y lo admiró desde entonces por su talento y perseverancia. Lo sé porque mi esposa, siendo niña, fue su alumna en Bellas Artes. Fue ella quien me llevó a conocerlo. Lo sé porque tuve el privilegio de conversar con él en la sala de su casa del Cerro. Allí lo escuché contar su vida sin tapujos, y lo vi trabajar con una vitalidad envidiable para una exposición en el Convento de San Francisco de Asís, que organizamos mi esposa y yo junto a la Oficina Leo Brouwer y el proyecto Haciendo presión, a finales de 2016, con más de 40 artistas y fotógrafos.

“Su cuerpo daba vida a los sentidos a la vez que su espíritu otorgaba un sentido a la vida”.

Por suerte, aquel instante de creación en el que Jaquinet aparece pintando sobre un lienzo que representa el símbolo del infinito quedó inmortalizado por la mirada fotográfica de Raúl Cañibano. Verlo trabajar era una clase: su cuerpo daba vida a los sentidos a la vez que su espíritu otorgaba un sentido a la vida. Gracias a él comprendí aquella noción martiana de que la biología prueba la existencia del alma.

Ante el historial de un hombre como Jaquinet, uno no puede dejar de hacerse preguntas fundamentales: ¿Cuáles son los límites del ser humano? ¿Hasta dónde llega nuestra capacidad de resiliencia? ¿Qué obstáculo resulta realmente insuperable?

“La vida de Jaquinet estuvo rodeada de mística”. Foto: Tomada de Juventud Rebelde

La vida de Jaquinet estuvo rodeada de mística. Cierta vez se le acercó una señora de origen eslavo y le pidió que le restaurara la imagen de la patrona de su ciudad. Era la primera vez que Jaquinet veía aquella figura santa. Así que, luego de informarse al respecto, puso manos a la obra, hasta que la imagen quedó como nueva. Se trataba de la Bella Madona de Torun (Polonia), advocación de la Virgen María y el Niño Jesús, cuya escultura original, creada alrededor de 1390 por un autor desconocido, sigue desaparecida desde la Segunda Guerra Mundial.

“Jaquinet es la demostración de que la materia puede ser primaria, pero el espíritu es superior”.

Posteriormente, Jaquinet fue invitado a Polonia a estudiar restauración, justo en la ciudad de Torun, la cual es famosa, además, por ser la ciudad de Copérnico, aquel canónigo que inspirado en Aristarco de Samos puso a la Tierra a girar en torno al sol, y que, con un solo libro, inauguró la ciencia.

Hay coincidencias curiosas entre el astrónomo polaco y el artista cubano. Jaquinet nació en Camagüey el 9 de marzo de 1942,[1] exactamente 445 años después de que Copérnico realizara sus primeras observaciones astronómicas en el tejado de la Universidad de Bolonia (Italia), contemplando un eclipse de luna el 9 de marzo de 1497; y 399 años más tarde de que apareciera publicado el libro de Copérnico, Sobre las revoluciones (de los orbes celestes), en 1543. De hecho, este revolucionario libro sobre las revoluciones no es solo una obra científica, es también, por su hechura, una obra de arte. Por si fuera poco, Jaquinet era el único estudiante extranjero al que el maestro restaurador polaco —cuyo nombre he olvidado— le permitía subir a los aposentos del gran astrónomo en el castillo de Torun.

Para los vecinos del Cerro, en La Habana, la obra escultórica de Jaquinet es una presencia constante desde que su Arcángel andariego —que, según me contó, es una especie de “llamapájaros”— adorna la entrada de la galería de arte de la calle 20 de mayo.

Convento de San Francisco de Asís, septiembre de 2016. Jaquinet, el autor y Leo Brouwer. Foto: Leonor Menes Corona

Para mí Jaquinet es la demostración de que la materia puede ser primaria, pero el espíritu es superior. Él fue su mejor obra.

Recuerdo que, viendo que yo había decidido concluir la exposición Acerca de la eternidad, el infinito y todo lo demás (Convento de San Francisco de Asís, 2016) con su cuadro, me dijo estas palabras:

—¡Me estás dando vida!

A lo que le respondí:

—Quien nos da vida es usted.

Y así seguirá siendo…


Notas:

[1] Un día antes, el 8 de marzo de 1942, en Nueva York, había muerto Capablanca. Exactamente un año después, el 9 de marzo de 1943, nacía Fischer.

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