Zenón de Elea vio en una extensión, cualquier extensión, el infinito

Jorge Luis Borges

La literatura nunca es desarraigo ni pasión inútil, sino que se muestra como un camino intelectivo y de naturaleza electrizante. Decían los antiguos aquella máxima de facta, non verba más bien referida al hecho de que nada se expresa solo con la palabra, con la enunciación, sino que las cosas van tomando sentido cuando algo más allá, plus ultra, toca la obra. Los hechos que componen una acción poética o narrativa atraviesan el lenguaje, vienen desde la otra orilla, aquella que el autor intenta dibujar desde este lado pedestre y mundanal donde vivimos.

“La literatura, esa sustancia que va más allá de la palabra, que incluso se burla del idioma y que trata en todo momento de escapar de los cánones de la enunciación”. Fotos: Tomadas de Unsplash

Cuentan que cuando James Joyce comenzó a escribir Ulises lo hizo a partir de la extensión de un cuento, de una de esas epifanías de las cuales sacaba el sentido de casi toda su literatura. La imagen persigue al hombre: la sombra de un irlandés que renegaba de Inglaterra, pero no del idioma inglés, que amaba los libros franceses e italianos, y que incluso se fue de las islas británicas, si bien solo escribía de ambientes dublineses. Esa imagen, esa metáfora, se hará más fuerte a medida que el autor percibe que, para llegar a la orilla opuesta del río —esa que pertenece a la literatura— el viaje incluye un volver a los clásicos, a Odiseo. Todo eso narrado en un tono absurdo, detallista, propio del más experimental espectáculo. En el cuento iniciático de esa novela-travesía, había un hombre tan común como Joyce, un señor llamado Leopold Bloom que sabía que su mujer le era infiel y que trataba de vivir un día normal, aun bajo la persecución de horribles pensamientos.

¿Qué nos queda a los valientes que decidimos atravesar la enrevesada voltereta que es Ulises? La sensación de que ya conocemos el final, de que vamos hacia un puerto seguro, de que no queremos perdernos el espectáculo. Una vez más, lo importante no es descubrir un desenlace tremendista, fabuloso, sino transitar el margen que separa esta de aquella orilla. La literatura, esa sustancia que va más allá de la palabra, que incluso se burla del idioma y que trata en todo momento de escapar de los cánones de la enunciación.

En la medida en que la sombra de Bloom se fue alargando en esa epifanía de Joyce, el cuento perdió forma, adoptó varios caminos literarios. Había que ver ese drama interno de una forma homérica, en tono de epopeya, ya que eso lo hizo más patético, absurdo, brillante, humano. El escritor irlandés sabe que las claves de su obra no están en la Inglaterra del momento, junto a los fuegos de artificios de la tradición anglosajona, pero también reniega de un naturalismo puntillista y sin trascendencia que se conforma con dar parte de la vida cotidiana. Joyce concibió un nuevo género que imbricara el todo como un viaje, y la vida como ese tránsito. Cada capítulo está equidistante de un canto de la Odisea, y hay una sensación, un ángulo que privilegia o discrimina, que amplifica o silencia, que se acerca o aleja.

La crítica posterior intentaba desentrañar, en clave antigua de los clásicos, el Ulises de Joyce, y cada ejercicio llegaba a ser la mar de estéril. Hoy se vive una situación similar, pero desde una propuesta de disección irresponsable. En una columna llamada Clásicos latosos, el periódico El País, de España, intenta denigrar el oficio y esfuerzo del genio irlandés con un burdo titular: “Ni Joyce sabía de qué iba su Ulises”. Allí, el columnista compara la lectura de la obra con el ejercicio de escupir al aire de los tontos de su pueblo, a la par que se burla del escritor que, en 1941, muy enfermo y al borde de la muerte, dijo acerca de la Segunda Conflagración Mundial: “Sí, hay una guerra por ahí”. El tratamiento irrespetuoso de este rotativo hacia grandes figuras de las artes se vuelve recurrente, incluso acontece como una forma de ajuste de cuentas personales y políticas, como sucedió tras el fallecer el poeta cubano Roberto Fernández Retamar. Es una manifestación más de esa cultura del boicot y de la cancelación posmoderna, que maneja el volumen de voz de los medios globales.

Muy lejos de cualquier talento crítico, el columnista de El País, de cuyo nombre nadie se querrá acordar jamás, retrata a Joyce como el “escritor enemigo de los proletarios”, “el favorito de la crítica”, como si Ulises no fuese una obra sobre gente común y como si el ser obrero o campesino te inhabilitara para consumir la gran cultura. El prejuicio ideológico y la delirante desfachatez con que el rotativo se refiere a la lectura de Ulises intentan pasar como un acercamiento “progre” a la obra, un ajuste histórico, una develación desenfadada de que “el rey va desnudo”. Así farfulla el columnista  del rotativo: “Joyce solo estudió y escribió. Era un purasangre académico, con un currículo más lineal que el de Harold, mi erizo casero (nacido en cautividad)”.

“Joyce concibió un nuevo género que imbricara el todo como un viaje, y la vida como ese tránsito”.

Es lamentable que el oficio periodístico devenga fusilamiento mediático y que la carencia de poder y talento críticos vayan de la mano de un interés malsano por hundir lo mejor de la cultura. El concepto, para escribidores como el de El País, siempre tendrá que ser algo light, pasable, cool, que no ofrezca resistencia, que no dome la ignorancia y que pasivamente nos deje en la estacada. El viaje termina antes de empezar, ya que somos conminados a no emprenderlo, a caer en esta orilla ya rendidos, sin que pasemos del enunciado. Para criterios tan lamentables como estos que la posmoderna cultura de la cancelación propone, la literatura deberá ser algo así como una road movie, con patadas, piñazos, groserías, sexo explícito y frases dichas al viento sin mucho sentido. Lo peor es que así se entiende lo “revolucionario”, lo “progre”: ajeno a la inmensa cultura que emancipa, la que supone los más grandes traslados.

Los destellos de mediocridad de la columna de El País alcanzan a firmas como la de Ezra Pound, a quien se le llama “amante de Hitler”, y a Yeats, del que se dice que odiaba a la clase obrera. En una de sus famosas conferencias, el siempre digno y luminoso Jorge Luis Borges se refería a Joyce como un ser transparente, que solo aspiraba a hallar esa región de la vida que está del otro lado, la otra orilla. No había en las ambiciones de Joyce un interés de clase, que camuflara dramas cotidianos de gente pobre. Al contrario, podemos intuir en cada dolor y personaje la enajenación de no comprenderse, de no hallarse. Pero no podemos aspirar a que la “crítica” de estos días use el aparato categorial de Borges, ni siquiera soñaríamos con un acercamiento respetuoso. Irreverencia, disección y desenfado no son necesariamente vulgaridad, destrozo, chapucería de la prosa y del pensamiento. “Un texto que no se entiende ni un pijo”, así califica El País a Ulises, y en ello se resume todo el criterio que sobre la gran cultura quieren que tengamos en estos tiempos posmodernos.

La cultura de la cancelación intenta polarizar los sujetos críticos, de manera que “o estás conmigo o contra mí”, y eso otorga un supuesto derecho especial o cheque en blanco para agredir, denigrar. Nótese cómo la cobardía alcanza ribetes innombrables, toda vez que estos columnistas disparan contra genios que, de estar vivos, aplastarían con su soplo de dioses a los epígonos oportunistas. Es muy fácil escribir sandeces sobre uno que no dispone de la oportunidad de ripostarte, más allá de una obra que lo inmortaliza. A Joyce y al resto de la cultura de verdad les quieren tirar un manto de odio, de cancelación; les buscan mil defectos para acusarlos de impropios, reaccionarios, inadecuados. Para “liberar” a la clase obrera de los “prejuicios burgueses”, los chupatintas recomiendan ver Netflix, chatear en grupos de Facebook o no leer. Nada de esfuerzo, nada de crecimiento, porque brutos estamos bien, así somos más tontos y manipulables, víctimas de las líneas de control social.

“La cultura de la cancelación intenta polarizar los sujetos críticos”.

Este ejercicio que busca cancelar el acercamiento del lector común a la literatura y a los referentes mundiales le ofrece a la gente un sucedáneo artístico, una especie de suvenir que parodia la existencia de conocimiento. Simplemente se nos inculca que no es necesario ir hacia ninguna orilla, que esos viajes son estúpidos, peligrosos, improductivos, que aburren. La nueva crítica posmoderna busca usar metáforas que se avengan supuestamente al común del público: referirse a un libro despectivamente como algo que no conviene, que nació errático, y cosas así. La vulgarización del idioma en términos categoriales se vende como una forma de democracia. El desprecio al rigor se presenta con el rostro alegre del desenfado e incluso del erudito jocoso. 

En todo este fenómeno está el intento por cambiar paradigmas, haciendo uso de ingenierías que nos llevan hacia formas dóciles de vida. Nadie que lea en serio el referente humano y universal de la cultura estará expuesto del todo a los embates de los novísimos comandos que hoy se imponen. Detrás de la negación de que hay una maravilla del otro lado del viaje literario está el interés de que nunca sepamos quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos.

Recién hubo dos sucesos en la propia sociedad española que hablaban por sí solos: mientras se eliminaba la asignatura de Ética de los planes de estudio en la nueva ley educacional, el gobierno de Madrid propuso un mecanismo que censurara todo aquello que, para determinado grupo, fuera expresión de odio. Sin un paradigma moral sobre el cual definir desde los estamentos sociales, cualquier discurso podrá declararse no grato. Si en un futuro criterios como el de El País se tienen en cuenta a la hora de elaborar los planes de estudio o los catálogos editoriales, Joyce, Yeats, Pound y muchos más serían solo unos burgueses locos y distantes, o sea, discurso de odio para alguien que arbitrariamente los anularía.

No debería asombrarnos si una mañana nos despertamos con la noticia de que obras clásicas como Ulises están siendo reescritas de acuerdo a las leyes que hoy determinan qué es el gusto correcto y moral; ejercicio que se haría en realidad para destruir todo cuanto de adorable y sano posee la literatura. Por lo pronto, la batería de envidiosos profesionales, narradores frustrados y vociferantes de los rotativos y demás panfletos tiene la mira puesta en todo aquello que conduce a la otra orilla del río. Nos quieren dejar en el enunciado, en la palabra vacía, nos roban los hechos, los significantes, las acciones poéticas. La cultura de la cancelación busca generar asimetrías y silencios, reescribe la historia a conveniencia, es un arma de censura y control. Lo peor es que aún quedan muchos que leen la columna de El País y no van al clásico, no contrastan, no despiertan. Sucede que así se va imponiendo la nueva (a)moralidad sin ética, sin consenso, que desemboca en la prevalencia de poderes fácticos interesados, de clase, oscuros.

“Hace falta mucho más que un talento mediocre y cancelador para hacer una obra. Se necesita algo misterioso y escaso llamado genio”.

Ulises no es una apología a la indiferencia ante el dolor ajeno ni un distanciamiento egoísta, como lo plantean, sino el intento escritural más heroico del siglo pasado, uno que solo pudo producirse de tal manera. Leopold Bloom viaja a través de su miedo a un drama cotidiano, el de enfrentarse a la realidad de que su mujer lo traiciona. Stephen Dedalus, por su parte, encarna al mismo Joyce y deviene pieza ineludible en esa parodia de Odisea, en esa sucesión de cantos-capítulos que avanzan a lo largo de 24 horas en más de 700 páginas. El viaje es agotador, duro, pero el paisaje nos muestra una batalla poética contra el olvido, a contracorriente. Virginia Woolf declaró acerca de Ulises que se trataba de un gran y terrible fracaso, el más hermoso de todos. Según Borges, hay una dignidad inmensa en la derrota, quizás porque la escritura solo dibuja, propone el cruce del río. Toca al lector el ejercicio, el crecimiento. Hace falta mucho más que un talento mediocre y cancelador para hacer una obra. Se necesita algo misterioso y escaso llamado genio.

Enlace al artículo de El País: https://elpais.com/cultura/2018/03/09/babelia/1520596545_999884.html

 

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