Irse o quedarse, hacer vibrar un texto
25/10/2017
El joven dramaturgo Abel González Melo, quien es también director, ha llevado a escena en Cuba a inicios de septiembre la obra del autor madrileño Juan Mayorga, Cartas de amor a Stalin, escrita en 1997. El espectáculo revela que la historia de las relaciones ruso-cubanas no está totalmente relegada al pasado. La presentación —por primera vez en la Isla— de esta ficción que imagina la obsesión del escritor Bulgákov por Stalin, demuestra que la Rusia de 1917 no cesa de atormentar a la Cuba de 2017, como si se hallara petrificada en otro siglo, el XX, en alguna parte entre 1917 y 1990. De una época a otra y de un país a otro, toda una poética es tejida por la superposición, que enriquece la lectura de la obra, ya sobresaliente de antemano por su virtuosismo dramatúrgico.
“La obra del autor madrileño Juan Mayorga, Cartas de amor a Stalin, escrita en 1997”. Foto: Sonia Almaguer
La Bulgákova está feliz. Su esposo, el famoso Mijaíl Bulgákov, autor de numerosas novelas y obras de teatro, se encuentra sentado tras su escritorio. Parece escribir, por primera vez desde hace mucho tiempo. ¿Qué es? ¿Una nueva obra de teatro? ¿Una nueva novela? ¿La continuación de La guardia blanca? ¿Un ensayo? No, le contesta, es una carta al camarada Iósif Stalin. El entusiasmo de la esposa se aplaca mientras Bulgákov lee el borrador. Estamos en julio de 1929. Sin rodeos ni precauciones el autor cita todas las obras que escribió y que han sido censuradas, todas las puestas en escena de sus obras que han sido prohibidas, todas las trabas a sus intentos de trabajar. Sigue después con el asunto de su carta: la petición de salir de la Unión Soviética, el derecho de abandonar su patria junto a su mujer.
El asalto es frontal, va contra quien encarna el sistema que aniquila su creatividad. Incapaz de escribir, realmente afectado por la amenaza de censura que pesa sobre sí, Bulgákov no puede hacer nada sino ponerse a escribir para liberarse de esa influencia que se le ha metido en el interior.
Resignada, considerando el potencial efecto terapéutico del juego, su esposa le propone darle entrada al dictador, actuar el papel de Stalin para que el marido afile aún mejor sus palabras, para que anticipe los argumentos del jefe de la Unión Soviética y así lograr obstaculizarlos. Bulgákov duda: ¿que la mujer a quien más ama en el mundo encarne lo que ambos odian al máximo? La palabra es pronunciada, Bulgákov dice odiar a Stalin. Va, entonces, a escribirle cartas de amor —ya que, del odio al amor, no hay más que un paso.
Puesto a prueba por la retórica de su mujer, Bulgákov vuelve a empezar, retoma incansablemente sus borradores y multiplica las cartas enviadas al Kremlin. De repente, es interrumpido por una llamada: es Stalin mismo, quien ha recibido sus cartas y quiere recibirlo para conversar sobre su destino. Pero en el momento de concertar una cita, la comunicación se corta. Bulgákov queda en el aire, al lado del teléfono, confiado, porque la benevolencia de Stalin le dejó entrever un posible porvenir.
Sin embargo, Stalin no vuelve a llamar. Bulgákov pasa todas sus horas, días y noches al lado del teléfono, y se pone de nuevo a escribir cartas que su mujer deposita en el correo. Es aún más dedicado a su tarea cuando se entera de que su amigo y rival Zamiatin ha obtenido la autorización de salir del país gracias a una simple y única carta. Progresivamente, cae en la locura…
Desde su charla telefónica, Bulgákov se percibe cada vez más atormentado por las frases de Stalin, no para de volver a representar la escena de la llamada, analizando sus palabras, sus entonaciones, y —vicio de artista— tejiendo a partir de ellas un subtexto, que atribuye intenciones admirablemente favorables a su respecto por parte de Stalin.
El universo realista dibujado por Javier Chavarría —hecho de un espacio de madera, de ropas que citan a Rusia, de atrezos históricos— se enturbia. Cada vez que la Bulgákova sale, esforzándose por encontrar otros medios para sacar a su marido de su empecinamiento y del país, con cada elipsis temporal, a ritmo con las luces y los acordes tenues de un piano, el escritorio del autor se convierte un poco más en prisión. La escena toma la forma del espacio mental de Bulgákov, pierde su tangibilidad, hasta acoger a Stalin uniformado. Su aparición parece incierta, desde la entrada al escenario del gran actor cubano Pancho García; Stalin se aposta junto a la pared, vibrante, y su presencia es al principio discreta. Luego se entiende como una visión: la Bulgákova no lo ve, y Bulgákov cree volverse loco cuando se da cuenta —sin por ello dudar de la realidad de ese espectro. Se pone entonces a dialogar con él, a interrogarlo sobre el mejor modo de dirigirse a él. Poco a poco, lo recrea en su totalidad, lo imagina un ser apasionado, gran aficionado de su obra, al punto de conocer fragmentos a la perfección —aquí resurge la ficción imaginada al inicio por la esposa. Bulgákov hace de su enemigo una criatura que le es favorable.
Hay algo sumamente ruso en ese personaje del demonio que se introduce en la realidad. Ese Stalin invoca reminiscencias de Gógol, o del diablo de Iván Karamazov. Con ese fantasma, Mayorga cristaliza toda la dialéctica torturante y malsana de una sumisión a una autoridad que carcome, contra la cual uno pretende rebelarse, pero a la que en el fondo querría seducir, poner a su favor, convencer del valor propio. El dramaturgo usa con mucha pertinencia el carácter pasional de los sentimientos comprometidos en ese tipo de relación, que parte de la realidad, pero que se alimenta sobre todo de la imaginación.
Bulgákov se hunde en un tormento crepuscular, insoluble, más profundo tras cada escena. El término parece muy difícil de encontrar, ya que la Bulgákova no logra obtener papeles para su esposo —demasiado famoso por su disidencia—, ni siquiera en el mercado negro.
La pareja se desmorona, el demonio hace dudar a Bulgákov de los propósitos de su mujer. Una potencial resolución es entrevista cuando la obsesión voraz se vuelve de repente creadora, cuando la manía es superada por el arte, cuando Bulgákov deja las cartas para lanzarse a la escritura de una obra que tiene como personaje principal al demonio. Pero el agente de esa repentina creatividad es también quien lo socava y lo lleva de regreso a su misión primera, paralizándolo hasta la enfermedad y la demencia total.
La fuerza de esta obra radica en que asume hasta el final la repetición infinita —de las palabras de Stalin, de las reclamaciones de Bulgákov…— y el deterioro como dinámica. Tales decisiones son muy exigentes para los actores, quienes deben desarrollar el agravamiento de la situación sin disminuir la tensión. La dirección de actores determina el ritmo y la modulación de las intensidades, del susurro al grito, de la ternura a la cólera. Como a menudo ocurre en la escena cubana, la actuación es apasionada, pero aquí esa pasión encuentra un terreno donde desplegarse, con esa obra.
El crecimiento de la oposición de la pareja se vislumbra con el paso de una escena a otra, en particular con la progresión de la Bulgákova (Liliana Lam), enloquecida, desesperada, pero en silencio, cada vez más y más distante de su esposo. Alberto Corona —cual semejanza con Stalin joven, es perturbador, materializa desde lo real la posesión del personaje Bulgákov— ofrece una auténtica interpretación al no abandonar nunca el escenario. El sudor que lo recorre se convierte poco a poco en la imagen de la fiebre que lo consume, hasta acabar enrollado en una gran manta. Pancho García, por fin, impone una presencia otra sobre el escenario, más contenida, más mesurada. Mueve apenas la cara o la mano, capta una mirada.
En él hay algo de inestabilidad también —algo de lo que no se es del todo consciente antes de enterarse de que el intérprete es ciego. La proeza del gran actor que vuelve al escenario con esta obra, por primera vez desde que perdió la vista, parece aún más grande. Para ese papel, particularmente hecho a su medida, él realiza todos sus desplazamientos a la perfección y su oído ha sustituido a su vista, sin que uno se percate de ello.
A todas las cualidades del espectáculo se añade también el hecho que la obra parece escrita para Cuba. Las discusiones de Bulgákov y Stalin sobre el valor del arte oficial, o sobre la función del arte en la promoción del régimen, resuenan particularmente aquí. La acmé de esos ecos es alcanzada con el intercambio de los dos hombres a propósito de la Revolución. Las épocas se superponen perfectamente y la cotidianidad con que suenan estas palabras en Cuba se enriquece con nuevas coloraciones al tener presente el recuerdo de 1917. Esa colisión, a la vez perturbadora y evocadora, genera espacios de reflexión.
Además, aunque no haya censura en Cuba, es muy agudo el tema de la autonomía de los artistas y de su libre circulación, si tenemos en cuenta que los trámites necesarios para obtener una visa pueden ser difíciles y conducen a menudo a salidas definitivas. Bulgákov se pregunta si se puede crear dentro de un país en el que se siente constreñido, y cree que irse —por un mes, una semana, incluso un día o solo una hora— podría bastar. Pero Stalin, su demonio, quien lo conoce mejor que él mismo, replica que fuera de la Unión Soviética sería el hombre lo más afligido y el artista menos inspirado —de hecho, muchos artistas cubanos no saldrían de la Isla por nada del mundo.
Bulgákov no es de la misma especie que Turguéniev, quien escribía sobre Rusia desde Europa oriental. Es más de la de Dostoievski, quien odia a este último por su salida del país y defiende al pueblo ruso contra viento y marea —y contra él mismo a veces—, a pesar de sus desbordamientos, sus defectos y la amenaza que advertía en una revolución por venir, previéndola casi treinta años antes de 1917, sintiéndose incapaz de estar en otro lugar que Rusia para hablar de Rusia.
Irse o quedarse, esa cuestión se plantea hoy a cada artista cubano, y parece de una pertinencia rara el traerla aquí y ahora, con esta obra, estos actores. Con Cartas de amor a Stalin, Abel González Melo nos recuerda que, antes de todo, el papel de un director es hacer vibrar un texto, más allá de lo que el autor hubiera podido imaginar.