Irakere… cuando la tierra tiembla (II)
9/10/2020
Son los años ochenta. Años de bonanza que repercuten en la calidad de vida de los cubanos, lo que también se expesa, de alguna forma, en el consumo de la música.
Ciertamente había opciones bailables. Los Van Van comenzaban a fomentar su leyenda con la imagen de Pedrito Calvo como centro; Adalberto Álvarez nos enseñaba que podía llegar más lejos que otros en materia sonera; Revé —una vez más— se reinventaba de la mano de su director musical el pianista Juan Carlos Alfonso; Pachi Naranjo, desde la ciudad de Manzanillo, nos abría el horizonte musical con el sonido del órgano mezclado con los violines y la capacidad de improvisar de un naciente Cándido Fabré; la Banda Meteoro nos abrazaba con sus trombones y aquella expresión que reivindicaba su “chabacanería académica”; y la voz de Edy Peñalver nos obligaba a reconocer que “…con una lata y un palo…” además de fiestar volveríamos a los deberes al día siguiente.
Sin embargo; nada superaba ni se igualaba a la propuesta musical de Irakere. Chucho y sus músicos —a fines de 1982, Arturo Sandoval abandonó la banda para formar un grupo y fue sustituido por Juan Munguía—definían corrientes, estilos y sobre todo imponían una música a la que no se le podía dar la espalda.
Se podía amar y reverenciar cualquier corriente o género musical; se podía incluso decir públicamente —algunos lo hicieron y la vida les obligó, años después, al clásico acto de contrición que arrastraron toda su vida—que no les gustaba la música cubana; pero no dejaban de aceptar y reverenciar a Irakere.
Sería porque no aprobaban sus textos, porque les molestara tanta fuerza en los metales o (puede que sea una apreciación subjetiva) odiaran con toda su fuerza el momento en que Oscar Valdés, Enrique Pla y “el Niño” Alfonso removían las entrañas de la nación al ejecutar los tambores batá. Les podía molestar la batería de tambores afrocubanos que flanqueaban a Oscar y que él ejecutaba en escena como pocos; o el golpe sobre una llanta de automóvil que desde el proscenio de la tarima daba alegremente uno de sus utileros. Nada de eso importaba. Irakere estaba tocando y los mismos cimientos musicales de la nación se removían.
Chucho, con el repertorio que tenía montado, viajaba de la vanguardia a la tradición y creaba la que se considera una de las introducciones más logradas al tema de Arsenio Rodríguez “El guayo de Catalina”, o reinventaba el guaguancó de Evaristo Aparicio, “Xiomara”. Pero la realidad musical estaba cambiando y era obra de él y de sus músicos, con el aporte de compositores conocidos unos y debutantes otros que confiaron en su talento.
Aunque se debe reconocer que serán los temas de Ricardo Díaz y de José Luis Cortes “el Tosco” la punta de lanza del repertorio en esta etapa, y con esas propuestas moverán grandes masas de público en toda la nación y será obligada su presencia en aquella propuesta llamada “Lunes de la Juventud” que convirtió el lunetario del teatro Karl Marx en una gran pista de baile —cabían más personas que en la Tropical— que superaba las concentraciones de la propuesta del grupo Moncada en la escalinata de la Universidad. Más de cinco mil personas allí presentes, pues los pasillos se repletaban.
Pero el gran momento de disfrutar la música de Irakere, de demostrarle todo el respeto que merecían era la noche del 24 de febrero, y asistir a su concierto en el barrio de Pogolotti.
Aquel era el baile más patriótico del año en toda Cuba. No solo se celebraba el grito de Baire y el reinicio de la guerra necesaria que organizó “el Maestro”; era, igualmente, el día en que se había fundado ese barrio, el primer barrio obrero de Cuba al que llamaron también “Redención” en papeles, en terrenos que eran propiedad del empresario italiano asentado en Cuba a fines del siglo anterior, Dino Pogolotti.
Para todos los habaneros y para sus habitantes aquel lugar nunca fue Redención, era simplemente Pogolotti.
Era tierra en la que convivían todas las religiones afrocubanas conocidas en franca armonía. En la que sus vecinos se arraigaron tanto que la misma casa ha sido hogar de varias generaciones; es el caso de la familia que formara allí quien fundó la dinastía de los Valdés, los otros que legaron percusionistas, cantantes y pianistas. La tierra donde nació y murió Oscar Valdés Sr. conocido como el abuelo reloj; lugar del que salió el cantante Vicentico Valdés a la fama, lo mismo que su hermano Marcelino y su sobrino Oscar, el que además de percusionista era el cantante de Irakere.
24 de febrero. Todas las potencias abakuá de La Habana y Matanzas convergían en la explana, donde se debía efectuar la presentación, y fraternalmente exhibían sus estandartes y los ecobios se saludaban de modo característico dejando a un lado las diferencias; aunque el día de jolgorio reconocido de esa fraternidad de hombres es el 6 de enero, Día de Reyes. Y estallaban de júbilo cuando Oscar Valdés tomaba entre sus manos el ecueñón; su sonido era la diana que abría el concierto mientras los ecobios bailaban imitando la salida de los íremes ante la mirada complaciente de los asistentes.
24 de febrero. Día en que todos los iniciados en la santería o la regla de palo monte recibían permiso para violar el código de recogimiento, ese que pone límite a su estancia en las calles hasta la puesta de sol. Era día de júbilo y estaba permitido esperar la salida del sol. Mientras que profanos, simples mortales, se agrupaban a la espera que sonaran los tambores para bendecir la noche.
Ese día era posible encontrar compatriotas venidos de cualquier rincón de la tierra; y todos estaban ahí por un solo objetivo: disfrutar, bailar y ser testigo de los estrenos que haría la banda en materia de música popular bailable.
En una de esas presentaciones se estrenaron los que se consideran las primeras piezas timberas: “Atrevimiento”, obra de Ricardo Díaz; compositor reconocido y que había nacido y crecido en ese barrio; y “No quiero confusión”, del Tosco.
Aún no se hablaba ni se pensaba que la timba sería una realidad musical y social en Cuba; recordemos que son los años ochenta. Pero “Atrevimiento” impactó a toda la sociedad cubana que no estaba lista para una propuesta tanto musical como textual de ese calibre.
El arreglo de Chucho fue un ejercicio total de respeto y dominio de la música cubana. Comienza con un largo pasaje instrumental que da paso a un guaguancó, continúa con un son y a medio camino todo cambia en el momento que la cuerda de metales comienza a escucharse; perdón, comienza a entrar en la sangre de los bailadores y después gira a una conga en la que el golpe del bajo —después lo conoceríamos como “bomba”— estremece. Mientras un inagotable coro repite una y otra vez: “…déjate de atrevimiento, mulata, déjate…”
“No quiero confusión” se erigió como una declaración de principio musical en defensa del son, la rumba y el naciente movimiento musical que aún no tenía nombre; pero que identificaba a una generación de músicos que convergerán en la década siguiente.
Como cierre de este segundo momento de la banda, Chucho asume y reinventa lo que después el mercado musical definirá como “el sonido latino” y que tuvo como precursores a grupos como Los sobrinos del juez y Miami Sound Machine; agrupaciones musicales surgidas en la ciudad de Miami; siendo la segunda la más influyente.
Irakere asume el reto y propone llamarle “Juanito” a su propuesta musical y, como era de esperarse, “aquel sonido latino” lo reinterpreta y lo enriquece sobre todo con la fuerza de los metales; una influencia que explotará en la década siguiente, en algunas zonas de las propuestas del productor musical norteamericano Sergio George y su proyecto DLG.
Irakere es la banda alfa de la música cubana en estos tiempos—lo será por siempre, según los entendidos, en un raro ejercicio de unanimidad cultural y social— y así será hasta fines de 1987 en que Cortés y Velazco, junto a algunos músicos, primero graban la serie de discos Antes de Nuestra Era (A.D.N) y después deciden reinventar la música de su generación, al abandonar la banda.
Irakere tomará otro camino y el jolgorio del 24 de febrero se irá apagando en el barrio de Pogolotti y quedará en la memoria colectiva como un hecho que algún día se podrá repetir. Solo que la última vez que Pogolotti tembló fue en 1987.
Otros actores esperan el recuento de su paso por la historia de la música cubana de estos años.