Introducción al Ciclo “La política cultural del período revolucionario: Memoria y reflexión”
12/10/2018
Criterios nació hace 35 años, en febrero de 1972, con un número especial (el 100) de La Gaceta de Cuba, órgano de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. El origen de Criterios está estrechamente ligado al Quinquenio Gris: no por una simple coincidencia cronológica, sino porque Criterios fue precisamente un intento de contrarrestar el oscurantismo intelectual que cayó sobre el país con esa política, una tentativa de mantener e incluso ampliar, directa o indirectamente, los vínculos con lo mejor del pensamiento cultural mundial aun en medio de esa política para la cual, como bien formuló Carlos Rafael Rodríguez, “lo extranjero era lo enemigo”. Vínculos que, de uno otro modo, en una u otra medida, habían establecido en las publicaciones de la Revolución la editorial Arte y Literatura bajo la conducción de Ambrosio Fornet y Edmundo Desnoes, la revista Casa de las Américas bajo la dirección de Roberto Fernández Retamar, las ediciones del ICAIC conducidas por Alfredo Guevara, la efímera revista R y C, dirigida por Lisando Otero, y, sobre todo, Pensamiento Crítico, que, dirigida por Fernando Martínez Heredia, fue la primera gran víctima editorial de la guillotina censora de los 70.
Como le escribí recientemente en una carta privada —en estos días hecha pública— al amigo Fernando Martínez Heredia con motivo de su Premio Nacional de Ciencias Sociales: “Los que vieron en el parecido semántico-lexical una relación de familia entre los nombres de Criterios y Pensamiento Crítico, no se equivocaron. Los que vieron una relación de catálisis en la irrupción de Criterios tan solo siete meses después de la desaparición de Pensamiento Crítico, tampoco se equivocaron”.
Solo el aprovechamiento de la conjunción del culto de la URSS y — aunque en menor medida— del campo socialista en general, por una parte, y la ignorancia total de las “vacas sagradas” teóricas del pavonato sobre qué pasaba realmente con tales o cuales autores y teorías en esos países, por la otra, me permitió publicar durante dos años trabajos clásicos o artículos introductorios del formalismo ruso, la semiótica soviética y el neoestructuralismo checo, e incluso de Todorov, Tel Quel y Umberto Eco como partidarios y divulgadores de esas ideas. Nunca fue más cierta la expresión “docta ignorancia” entre nosotros. Pero llegaron los asesores soviéticos, y los cuadros, editores, metodólogos y profesores recibieron al fin la orientación políticamente correcta. Por obra de ese y otros incidentes propios de la época, sobrevino la primera muerte de Criterios, en 1974. Recuerdo que ya el mismo número especial 100 de La Gaceta de Cuba con que nació Criterios sufrió la censura de un texto de Enrique Saínz sobre Gaston Bachelard, porque su autor, no su contenido, era cristiano. Aun así, no dejé de incluirlo dos entregas más tarde.
Después del Quinquenio, en la prolongada lucha de posiciones de la misma línea político-cultural “gris” de Tony Pérez, Trápaga y Aldana por mantener la decreciente hegemonía y recuperar el control perdido, Criterios tuvo que pasar a un complicado ajedrez en el que divulgar a Lunacharski era un golpe contra los neoestalinistas vergonzantes y publicar a Kagan y a Bórev era una alternativa aperturista contra los dogmáticos Jrápchenko, Zis y Timoféev con que agobiaron a nuestros estudiantes de letras y artes hasta entrados los 80 en el empeño de formar “marxistas-por-desconocimiento-de-las-demás-ideas”, que son, por cierto, los que más fácilmente se fascinan ante el brillo del fruto desconocido, exótico y prohibido o de acceso restringido.
Y hoy —en medio del repliegue y enmascaramiento tácticos de los que esperan el momento de reagruparse y retomar el control total— Criterios debe repetir que, “en nuestra nada edénica insularidad, si no es vencido por las fuerzas locales propugnadoras de un pensamiento único monológico y hostiles al diálogo intelectual interno y con el mundo, Criterios, marxistamente, seguirá cometiendo el pecado de arrancar y ofrecer, sin envolturas ni cortes, nuevos frutos del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Pero también, martianamente, procurará que cada árbol que surja de las semillas que encierran, tenga las raíces y el tronco en Cuba y sea, al propio tiempo, un Árbol del Mundo, un Árbol de la Vida”.
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Esta reacción de un gran número de intelectuales por la vía del correo electrónico a partir de esas nefastas apariciones televisivas, nos ha colocado ante dos evidencias: la inactividad o inoperancia de los espacios de expresión o debate (tanto intrainstitucionales como públicos) ya existentes, y la inédita posibilidad de la constitución ad hoc e inmediata de una esfera pública supletoria, suplente, ya que no puede llamarse siquiera ni alternativa, ni complementaria, dada la falta de otra realmente funcionante. Basta constatar la ausencia de todo reflejo de estas tres semanas de ricos debates (excepto la elíptica o críptica Declaración del Secretariado de la UNEAC) hasta en nuestras publicaciones culturales electrónicas, por no hablar de los medios masivos.
Las ineludibles necesidades del desarrollo tecnológico, económico y cultural del país nos han colocado irreversiblemente ante un nuevo e interesantísimo fenómeno sociológico-comunicacional y político-cultural de insospechadas posibilidades: no un webforum, no un newsgroup, no un chatroom, no un blog, sino ante lo que es todavía una “plazoleta electrónica”, una “ciberesquina caliente”, un callejero flujo multidireccional y cambiante de mensajes, sin moderadores ni reglas, cuya estructura, si la tiene, no es la de una red, sino la de un rizoma.
No solo por la constitución de múltiples circuitos mayores y menores (de hasta solo dos o tres personas), sino también por la pluralidad de temas más amplios y más particulares que se han venido introduciendo; creo que, más que de un debate, es preciso hablar de los debates: de múltiples correspondencias pluritemáticas entre grupos diferentes y variables en número y composición, que, como círculos en expansión o contracción, abarcan a otros o son abarcados por ellos, o, más a menudo, se intersecan.
Y esto nos coloca ya ante un problema que es nuevo para nosotros, pero que no lo es ya para otros en el mundo: el de la cultura y la ética del diálogo y el debate electrónicos, algo que, como hemos visto, ha faltado por momentos en nuestra presente discusión. Pero podemos alegrarnos, en primer lugar, de que su falta ha sido menor entre los aún inexpertos ciberpolemistas de la Isla, y en segundo lugar, de que su falta no ha sido general entre los que han querido incorporarse desde fuera de Cuba — como algunos hubieran esperado, y hasta deseado para confirmar sus esquemas.
Para decirlo de una manera habermasiana, debemos llevar a la conciencia de todos el conjunto de presupuestos pragmáticos y condiciones normativas al que debe remitirse todo participante en esa interacción racional-crítica orientada a la solución de problemas políticos que es la esfera pública electrónica.
Ahora bien, mientras que no todos los que tienen acceso al correo electrónico han participado en los debates, no todos los que quieren o hubieran querido participar en los debates electrónicos tienen ese acceso. Y, más aún, mientras que no todos lo que han tenido acceso a esta sala han participado en los debates, no todos los que han participado en ellos, o quieren o hubieran querido asistir a esta conferencia, han tenido ese acceso.
Ese gran problema de equidad comunicacional y social, que ha sido uno de los temas recurrentes en numerosos mensajes electrónicos de estos días, nos devuelve al ya mencionado gran problema de los espacios de expresión y debate. Lamentablemente, muchas personas que no escribieron una sola línea hace solo cuatro meses en defensa de la supervivencia y habilitación del pequeño local del Centro Criterios, ahora exigen ofensivamente del Centro Criterios —y no de otras instituciones culturales o políticas pertinentes— un enorme local como el Teatro Carlos Marx o el Palacio de las Convenciones. Al no haber recibido invitaciones a esta conferencia de las instituciones culturales a que pertenecen, se constituyen en demagógicos voceros de todos los “excluidos”, dando por sentado que, de aumentar el número de invitaciones para un teatro como el Carlos Marx, ellos estarían entre los nuevos incluidos, y los aún numerosos cientos de “excluidos” serían otros.
Y es que Criterios no puede resolver el urgente problema que, en mi opinión, no es siquiera el de la creación de nuevos espacios de debate sociocultural, sino el de que los ya existentes —los ya establecidos estatutariamente— funcionen como tales y que los funcionantes dejen de ser divanes de catarsis para los asistentes y termómetros y válvulas de seguridad para las instancias criticadas ausentes.
Hoy, la vida cultural y social del país ha vuelto a poner una vez más sobre el tapete muchas preguntas más concretas que, aun después de “Palabras a los intelectuales”, quedaron sin una respuesta amplia, clara y categórica: ¿Qué fenómenos y procesos de la realidad cultural y social cubana forman parte de la Revolución y cuáles no? ¿Cómo distinguir qué obra o comportamiento cultural actúa contra la Revolución, qué a favor y qué simplemente no la afecta? ¿Qué crítica social es revolucionaria y cuál es contrarrevolucionaria? ¿Quién, cómo y según qué criterios decide cuál es la respuesta correcta a esas preguntas? ¿No ir contra la Revolución implica silenciar los males sociales que sobreviven del pasado prerrevolucionario o los que nacen de las decisiones políticas erróneas y los problemas no resueltos del presente y el pasado revolucionarios? ¿Ir a favor de la Revolución no implica revelar, criticar y combatir públicamente esos males y errores? Y así sucesivamente[1].
En mi opinión, en estos momentos hay en nuestro país por lo menos cuatro modelos de sociedad y de cultura en lucha no solo a escala macrosocial, sino a menudo hasta dentro de una misma cabeza. Esas cuatro tendencias de estructuración de la sociedad y la cultura en un determinado sentido son:
1) Lo que Marx llamó “comunismo de cuartel”, [monismo artístico: exigencia de un arte apologético y acrítico, el artista solo como entretenedor, ornamentador o ilustrador de tesis]
2) socialismo democrático, [diálogo artístico, con inclusión y fomento de un arte crítico-social]
3) capitalismo de Estado o “socialismo de mercado”, [pluralismo artístico, con exclusión de un arte crítico-social, apertura a la globalización americanocéntrica y fomento de la cultura destinada al mercado transnacional y nacional]
4) capitalismo neoliberal [sumisión del arte al mercado transnacional y nacional; neutralización y recuperación de un eventual arte crítico-social por el mercado].
Creo que, cuando se habla de la unidad de la Revolución, solo se puede hablar de la unidad de las fuerzas de los tres primeros modelos contra el anexionismo norteamericano y contra las exiguas fuerzas del cuarto modelo, pero no en lo que respecta a numerosos problemas sociales y culturales del país.
Y he aquí algunos de esos problemas que han surgido con fuerza en las innumerables intervenciones en el debate, muchas de ellas brillantes.
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Ante los llamados a ceñirnos a “los temas indicados” para el debate intelectual, debemos recalcar que todos los problemas del país, no solo los culturales, son problemas nuestros doblemente, porque somos intelectuales y ciudadanos; triplemente, si añadimos la condición de revolucionarios. Muchas veces, para el intelectual, no es siquiera cuestión de hacer que el “pueblo”, “el público”, tome conciencia de un determinado fenómeno social negativo, sino simplemente de lograr que ese fenómeno, secreto a voces, sea discutido colectivamente en la esfera pública. Por ejemplo, la existencia de prostitución en Cuba fue uno de los grandes temas tabú: mientras a fines de los 80 casi todo el pueblo sabía de su abierta y creciente existencia en las calles, el discurso oficial seguía negando su existencia, y justamente del medio intelectual surgió el artículo testimonial que sacó a debate público el indeseable fenómeno. También gracias a la intervención de la intelectualidad artística, algo semejante está ocurriendo en nuestros días con otro tema tabú: la supervivencia del racismo en Cuba.
Otro modo de descalificar intervenciones críticas de intelectuales es culparlas de “indisciplina”, de introducir anarquía y desorden en la vida social, y en esos casos se suele agitar el fantasma de la glasnost’ y la perestroika, del mismo modo que otros agitan el fantasma del comunismo o el terrorismo internacional en otras partes. Se llama a desatender el contenido de verdad de una intervención crítica por el mero hecho de que esta ha violado las reglas pragmáticas no escritas, pero no por ello menos rigurosas, que deciden dónde, cuándo, cómo y ante quién no se debe plantear una crítica sobre determinados temas (e incluso quién no debe plantearla). Basta, por ejemplo, que haya sido realizada fuera del correspondiente círculo de autorizados, fuera de las instituciones o reuniones programadas, o por una persona (principiante o aficionado) no reconocida institucionalmente como una figura intelectual, o sin rodearla de rituales apologéticos “constructivos”, o sin ofrecer ya lista la solución del problema planteado, para que se pueda desautorizarla de manera absoluta y declarar innecesaria —y también improcedente— toda respuesta a ella.
“La política cultural del período revolucionario: Memoria y reflexión”. ¿Por qué, en el subtítulo del Ciclo que hoy comienza, ese binomio en el que se destaca la memoria a propósito de una etapa histórica que casi todos creemos conocer mejor que cualquier otra? Ocurre que la actividad crítica del intelectual en la esfera pública no solo es combatida directamente, sino también por vías indirectas, y una de ellas es la administración de la memoria y el olvido. En cada período se trata de borrar (minimizar, velar) de la memoria colectiva cultural todo lo relativo a la actividad crítica del intelectual en el período anterior: ora el recuerdo de las formas que asumió, las vías que utilizó, los espacios en que se desarrolló y las personas concretas que la ejercieron, ora el recuerdo de cómo se la combatió, reprimió o suprimió, y quiénes fueron sus antagonistas (lo cual, en la incierta primera mitad de los 90, vino a facilitar el “lavado de biografías” —como el que se acaba de hacer con Pavón y Serguera—, el “travestismo ideológico” y el “reciclaje” de personajes de línea dura).
Así pues, empleando convencionalmente la nada exacta designación de los períodos con números redondos, podemos decir que las intervenciones y espacios críticos de “los 60” (1959-1967) fueron borrados en “los 70” (1968-1983); los “errores” político-culturales cometidos contra esas intervenciones y espacios en “los 70”, fueron superficialmente reconocidos e inmediatamente borrados en “los 80” (1984-1989); y, por último, las nuevas intervenciones y espacios críticos de “los 80” fueron borrados en los 90.
Frente a aquellos que se esmeran en hacer realidad lo que proclamaba desde su título aquel viejo libro de Aldo Baroni: Cuba, país de poca memoria, es preciso subrayar que urge completar la anamnesis histórica de la intelectualidad cubana desde el triunfo revolucionario, pues, lamentablemente, no ha producido ella misma una considerable narrativa autotemática documental en autobiografías, testimonios y memorias. Pero cuando esa memoria se ha abierto paso en alguna que otra reunión intelectual, la recordación verbal de tanto pasado borrado, reprimido y desconocido ha diferido una y otra vez para otra ocasión la necesaria reflexión, o sea, su análisis e interpretación. Es nuestra aspiración que en esta ocasión memoria y reflexión se complementen y entrelacen. Porque nos hacen falta trabajos históricos que emprendan una tipología de los mecanismos discursivos, editoriales, curatoriales, administrativos, etc. empleados para realizar la política del Quinquenio Gris (http://epoca2.lajiribilla.cu/2007/n300_02/300_48.html), así como de las reacciones artístico-literarias y biográficas de los intelectuales ante la aplicación y los efectos de esos mecanismos —desde la autoafirmación provocadora de un Arenas hasta el autoencierro provocado de un Virgilio—.
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En sus respectivos momentos de incidencia en la esfera pública, la mayoría de los intelectuales críticos cubanos ha creído más que muchos políticos en la capacidad del socialismo para soportar la crítica abierta. Más aún, la han considerado no una amenaza para el socialismo, sino su “oxígeno”, su “motor”: una necesidad para la supervivencia y salud del proceso revolucionario. En su convicción, la crítica social solo puede ser una amenaza cuando se la silencia o incluso se la desalienta con represalias administrativas o de otra índole, cuando se la confina a un enclave gremial o institucional cerrado, cuando se la coloca en un vacío comunicacional bajo una campana de vidrio, y, sobre todo, cuando no se la responde, o cuando, incluso reconocida como acertada, no es tenida en cuenta en la práctica política. Para ellos, lo que confirmaron los procesos que llevaron al derrumbe del campo socialista no fue —como piensan muchos políticos, burócratas, tecnócratas y econócratas— que la crítica social de los intelectuales determina la erosión y caída del socialismo realmente existente, sino que el silenciamiento, confinamiento y desdeñamiento de la crítica social realizada por la intelectualidad y el pueblo en general permite que los problemas sociales y los correspondientes malestares crezcan, se multipliquen y se acumulen más allá de lo que una tardía apertura del debate crítico público podría enfrentar.
La suerte del socialismo después de la caída del campo socialista depende, más que nunca antes, de la capacidad de los revolucionarios de sustentar en la teoría y en la práctica aquella idea inicial de Fernández Retamar de que la adhesión del intelectual a la Revolución —como, por lo demás, la de cualquier otro ciudadano ordinario—“si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica”; depende de su capacidad de tolerar y responder públicamente la crítica social que se les dirige desde otras posiciones ideológicas —las de aquellos “no revolucionarios dentro de la Revolución” a quienes se refería la célebre máxima de 1961—; de su capacidad, no ya de tolerar, sino de propiciar la crítica social que de su propia gestión se hace desde el punto de vista de los mismos principios, ideales y valores que proclaman como propios, esto es, de ser los mecenas de la crítica socialista de su propia gestión; en fin, de su capacidad de asegurar que el intelectual, para publicar la verdad, no tenga que apelar al samizdat o al tamizdat, esferas públicas diaspóricas y otros espacios culturales y mecenazgos extraterritoriales, ni exclusivamente al “elektronizdat” de estas tres últimas semanas, ni vencer las “dificultades al escribir la verdad” señaladas por Brecht en su célebre artículo de 1935. Pero mientras esta capacidad se vea dañada por la acción de las fuerzas políticas locales hostiles a la crítica social, el intelectual, para vencer esas dificultades, tendrá que dar muestras de las correspondientes cinco virtudes brechtianas: el valor de expresar la verdad, la perspicacia de reconocerla, el arte de hacerla manejable como un arma, el criterio para escoger a aquellos en cuyas manos ella se haga eficaz, y la astucia para difundirla ampliamente.
A los que desearan poder contener o, por el contrario, temieran que se quisiera contener estos debates en los estrechos marcos de una conferencia académica y reducirlos a una especializada problemática científica, les aclaro que Criterios ni quiere ni podría hacerlo, aunque se ciñera estrictamente a su carácter de institución teórico-cultural, porque —como, creo, sabemos muy bien todos los que estamos aquí—, no se trata de Pavón y sus desmanes, sino de cuánto sobrevive aún —hasta inconsciente en muchas cabezas— de la visión del socialismo y la democracia que lo inspiró. En última instancia, no se trata del mustio color de un viejo quinquenio, sino del color de nuestro futuro.