El arte está emparentado con la noción civilizatoria de divinidad. Los antiguos situaban en las regiones de la belleza el principio creativo que le dio sentido al universo, pero más allá de cualquier conjetura de tipo estético, el debate siempre tuvo en cuenta que el ser humano, con su subjetividad, mediaba en los procesos y que la manifestación de la obra solo podía ocurrir si las habilidades y oficios eran aprendidos. Los que erigieron las pirámides de Egipto eran artífices de los cuales conocemos poco o nada; lo mismo pasa con otros tantos encargos, pero la huella está ahí para testimoniar. En el presente, se está abriendo nuevamente la disquisición entre lo que se considera o no arte, a partir de lógicas que se integran desde el campo de la teoría del conocimiento y la construcción del campo de lo bello.

¿Qué convierte, por ejemplo, una obra como el Bolero de Maurice Ravel en algo único, digno de figurar en las academias y como paradigma del consumo? La frontera entre lo que es genuino y lo que solo encarna una imitación se está difuminando a partir de la llegada de la Inteligencia Artificial (IA), que funciona como una herramienta capaz de poseer alta autonomía creativa. Esta entidad, que se inscribe en un debate mucho mayor en torno a la condición humana, llega a recorrer galerías digitales y metadatos en cuestiones de segundos y nos ofrece algo cercano a la obra de arte. Hay, allí, un entendimiento de lo contradictorio del proceso creativo desde la automatización y la producción en serie. Pero, para quienes estudian el arte y sus implicaciones sociales, todo se complica y el asunto recae en sucesos de tipo legal como los derechos de autor y la apropiación de regalías. La IA actúa como la mente humana y procede por imitación, logra de esta manera una frecuencia cercana a los registros de las personas reales y ya se habla de sustitución y hasta de premios otorgados a estas herramientas por su “calidad” estética. Si una banana pegada a la pared fue considerada una obra maestra, ¿podremos hablar así acerca de imágenes creadas a partir de palabras y metadatos?

“La frontera entre lo que es genuino y lo que solo encarna una imitación se está difuminando a partir de la llegada de la Inteligencia Artificial (…)”.

Lo que se está hablando no es acerca de si es válido o no que se creen figuras con cierto valor para colocarlas en determinado uso, sino si el espacio que le corresponde en la historia al arte podrá ser ocupado por este tipo de productos en serie que aparecen además en tiempo récord en comparación con la creatividad humana. Lo que le toma a una persona llegar no solo a la categoría de arte, sino de pieza remarcable, es en parte aquello que establece el valor tanto en el mercado como desde el enfoque meramente cultural. La IA con su instantaneidad y todos los procesos rápidos de generación echa por tierra el aprendizaje de los humanos y el crecimiento formativo que implica seguir cierta especialización. Pero hay categorías aún más en crisis bajo ese prisma y que requieren de análisis en profundidad. Ahí se está dirimiendo el sello de lo que es auténtico y por ende la voz de la humanidad en uno de los lenguajes que por tiempos nos ha caracterizado. Por eso la IA es un debate que implica la reactualización y el reacomodo de lo que significa ser humano. Hay una especie de lucha en ese campo no solo por los productos culturales, sino por desde dónde se hace la propia cultura y cómo eso nos determina. Porque la IA no carece de ideología ni se genera sola, sino que responde a un entramado socioeconómico.

Enfrentar el mundo hoy desde la representación, o sea desde el arte, significa que se está abocado a maneras de entender la técnica desde la deshumanización. Un procedimiento de la modernidad que se desprende del acto de sujetar el ser por parte del sujeto de la historia que surge con la forma de producción económica vinculada al capital. Ahí hay que decir que, si bien el artista comenzó a portar un nombre y salió de las sombras de los encargos, también se convirtió en un trabajador que vende su tiempo metamorfoseado en la obra. Cuanto más se invierte trabajando debería crecer la cualidad cotizable, lo cual no siempre es así en el campo de la cultura debido a las mediaciones que determinan lo que es o no arte en la percepción del consumo. Eso hizo que en vida Van Gogh apenas fuese valorado, pero que en muerte se halle entre los más vendidos a nivel global. Las narrativas poseen un poder en sí mismas y llegan a relacionar más las cosas inherentes a la obra que las obras en sí. Esos procesos de mercadeo parten de la subjetividad y retornan a esta, pero atraviesan una enajenación entre un punto y otro que transforma la realidad en otra deformidad de los sentidos y no en una asunción objetiva o racional de los conceptos.

“(…) la IA es un debate que implica la reactualización y el reacomodo de lo que significa ser humano”.

Llegados a este punto, los críticos, los especialistas, los profesionales de las artes, las academias o los creadores no están determinando lo que hoy se consume como arte y ello da paso a que la automatización se adueñe de los mercados. Si antes había que señalar hacia los administradores de subastas y los sitios que lideran la venta a nivel mundial, ahora hay que mirar con ojeriza aquellos estamentos en los cuales se elide el derecho a la subjetividad sana del creador y se pone en ese sitio una entidad que, si bien posee rasgos de talento, desconoce la esencia misma del ser. La apropiación de la realidad por parte de la técnica nos arroja a un mundo cosificado y enrarecido en el cual no cabemos, uno que no se puede evaluar bajo los estándares de la obra de arte, sino de otra manera más transhumana e irreal. 

Si el mundo de mañana no será de los que hoy habitamos estas tierras, sino de una creación tanto tecnológica como ideológica de la élite, ¿cómo será el arte o su equivalente?, ¿qué funciones posee una obra en manos de controladores que han hecho de lo conocido algo ajeno y enajenado para la mayoría? En la era del postliberalismo y del feudalismo digital resulta toda una interrogante este basamento sobre el cual se va a erigir el universo ignoto de las obras.

“(…) los críticos, los especialistas, los profesionales de las artes, las academias o los creadores no están determinando lo que hoy se consume como arte y ello da paso a que la automatización se adueñe de los mercados”.

Hay que proseguir con los enfoques críticos que coloquen en crisis las percepciones del mercado y rechacen la tecnificación de la creatividad. Y no es volver a una especie de movimiento primario, que reniegue del desarrollo. Cuando apareció la cámara fotográfica muchos dijeron que los pintores se quedarían sin trabajo, pero la subjetividad humana aun fue libre para colocar obras que el lente por sí mismo no era capaz de realizar. Incluso, los artistas se han servido de las fotos para perfeccionar y llegar con sus visiones más lejos aún. Un punto optimista sobre las IA está en que pudieran transformarse en algo como eso, pero lo que complejiza todo es su relación con el mercado, las derivaciones hacia el valor nominal de la obra y el impacto en el gremio a la hora de cotizar determinada actividad. Las IA pueden crear en cuestión de segundos y llegar a ser casi tan perfectas como cualquiera, pero hay un terreno al cual no alcanzan y es el de la experiencia humana concreta. Lo que sigue salvando al creador reside en la condición de lo que representamos como especie. No se equipara una montaña de metadatos a la vivencia genuina y directa, al toque exacto de la mano humana sobre la materia y la transformación de la obra desde cero hasta un punto en el cual ya podemos catalogarla de arte. La IA posee el potencial robótico, pero depende de los datos que existen en el lado de acá de la realidad. El terreno, volviendo a la tesis central, prosigue en disputa y en ello se define la verdadera cuestión.

La IA ha tenido un efecto disruptivo. Muchos autores han colocado en sus páginas y perfiles un logotipo con la prohibición de hacer referencia a dicha herramienta digital y la han declarado su enemiga. Ello nos recuerda el famoso movimiento ludita en Europa en la época de la Revolución Industrial, que querían romper las máquinas y no percibían las relaciones de producción y de reproducción simbólicas que se tuercen detrás del uso de las herramientas. La técnica por sí misma no piensa, sino que depende de un sujeto que la usa para consumir el mundo. Solo viendo la lógica sistémica se la puede criticar, solo saliendo del estanco en el cual están los críticos de hoy —entre el uso del mercado como justificación y de la hermenéutica como único camino— se verá la realidad que subyace. Si el ser es un asunto de la filosofía existencialista del siglo XX, las contradicciones del mismo están en la base del desarrollo humano. No se trata, aquí, de un tema meramente discursivo, sino de analizar quién ejerce el poder y hacia donde lo lleva dentro de su espectro de intereses. Una vez más, si el asunto fuera la IA en sí misma no habría problemas. Pero los artistas, también tasados ellos mismos a partir de las lógicas del mercado, van con todo en la cosa monetaria, pero no están observando la cuestión metafísica.

“(…) la IA no carece de ideología ni se genera sola, sino que responde a un entramado socioeconómico”.

Más que esto, si se diera uso a la lógica dialéctica como teoría del conocimiento y no a la hermenéutica o lógica formal del lenguaje del ser; ya estaríamos hablando de basamentos reales del fenómeno. La IA no es solo creación a partir de algoritmos, sino que representa una concepción materialista del mundo desde intereses concretos. Verla a través de un espejo invertido alarga la perpetuidad de la crisis. Un análisis dialéctico nos arroja que los manejadores de la herramienta la usan por un lado para monetizar y por otro para influir. Si se les permite a estos amos de las tecnologías un ejercicio desmedido del poder, en pocos años sí pudiéramos estar hablando de la modificación severa de las formas de consumo y de creación.

La IA se diferencia de las herramientas de la primera Revolución Industrial en que se basa en la convergencia de saberes técnicos y el surgimiento de una conciencia tecnificada del mundo, capaz de comportarse por fuera de la normativa humana. Lejos de las condicionantes que ya conocemos, hay que establecer que el debate complejo no se ha dado. Las redes sociales poseen la capacidad de banalizar y hacer de cualquier tema un muñeco de paja. La elisión de los razonamientos en torno a la significación del uso de la IA nos conduce a una inmersión total y acrítica.

“Las IA pueden crear en cuestión de segundos y llegar a ser casi tan perfectas como cualquiera, pero hay un terreno al cual no alcanzan y es el de la experiencia humana concreta”.

No se puede acallar a la IA, ni se volverá al mundo predigital. La guerra que se está librando debe incluir lo que ha surgido y tiene que incorporarlo. Negar la verdad no la esconde, sino que la torna más reacia. La asunción de lo que nos afecta de forma dialéctica es parte del conocimiento y por ende de un autoconocimiento. Si solo se mira el arte desde la postura del mercado, el consumo y la creación, no se podrá comprender cómo la IA se apropia y agrede estos procesos. Abrirle paso en lógicas genuinas pudiera ser el camino, también apoyarse en financiamientos que permitan otras herramientas más enfocadas a la pedagogía del artista y no a su sustitución. La IA no debería surgir para sustituir a quienes la crearon, porque estaríamos atentando contra la condición humana. Los devaneos acerca de si la independencia creciente de los algoritmos puede conducirlos hacia una total libertad siguen vigentes. No solo está ese debate en la representación, sino en la política. ¿Quién sostendrá al mundo, la clase política tradicional o habrá una transformación desde lo tecnológico en las ingenierías de poder que dará paso a un universo divergente?

En todo caso desde el arte solo de una manera discursiva no se puede criticar la influencia de la IA. Y eso es lo que se ha estado viendo desde plataformas como YouTube. Voces del tono de Antonio García Villarán que poseen un peso en dicha red se refieren a este fenómeno desde un ángulo exclusivamente técnico y en el sentido de los derechos de autor. La evasión del debate en cuanto a contenido y esencia demora el entendimiento de que la IA pudiera tanto potenciar como hundir cualquier tipo de actividad, pero sobre todo que esta herramienta sería útil en un mundo sin opresión ni desigualdad, pero en uno donde hay millones sin acceso a la modernidad, lo más probable es que seamos testigos de lógicas excluyentes. La narrativa de que la tecnología por sí misma va a emancipar a la humanidad ya está refutada, las fuerzas productivas y reproductivas requieren de una libertad que no se encuentra en el discurso, sino con la realidad contradictoria.

“Si solo se mira el arte desde la postura del mercado, el consumo y la creación, no se podrá comprender cómo la IA se apropia y agrede estos procesos”.

Dicho así, llega el momento de plantearse si el arte desaparecerá bajo la influencia de la IA o si, como pudiera pasarnos, habría un post arte o sea un sucedáneo que no depende de los seres humanos, hecho quizás para el consumo, pero totalmente desvalorizado bajo los paradigmas de hoy. La contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de apropiación de estas fuerzas marca la naturaleza de estas expresiones emergentes. Si la IA resulta capaz de escribir series, novelas, cuentos, ¿qué pasará con la literatura y cómo serán vistos los autores de hoy y de ayer? Un video de los más consultados en la red YouTube es el de un realizador de cine alemán que usó la herramienta para crear una saga llamada Salt (en inglés, sal). Lo bueno de esta experiencia creativa es que el impulsor de los guiones no usa otra cosa que la propia IA, aun así, abrió la posibilidad de que los usuarios participen en la concreción del producto que se fue modificando creativamente mediante un ejercicio de democracia. El experimento funcionó en buena medida y posee un valor. Replantea la naturaleza de las creaciones y abre un camino para nuevas lógicas. Esa producción cinematográfica posee su entidad propia, ¿significa que podrá terminar el cine como lo conocemos?

Más allá de Salt con su mundo distópico que se hace con los remiendos de los públicos y a partir de la recreación de las grandes producciones; el alma humana con sus complejidades no puede ser imitada totalmente por la máquina. Más aún, lo que se espera si la IA logra acaparar los procesos es el silenciamiento de esa voz interior de los creadores y que en la poesía se manifiesta a partir del sujeto lírico. Evitar que la automatización del mercado se adueñe de todo pasa por la comprensión de que no se está debatiendo meramente acerca de derechos de autor, sino sobre la cualidad conceptual del mundo estético, la libertad de pensamiento y el acceso a la belleza como un bien común para toda la humanidad. Un mundo donde la gente es separada de los procesos de creatividad no puede decirse justo. El arte no solo es la pieza, sino su génesis, evolución y apropiación, su consumo. En este sentido, la IA aplana la concepción de obra abierta y la cierra a los estamentos deconstructivos, así transforma el producto en algo diferente de lo humano y por ende con altos ribetes de alienación. En la base se debe analizar esto como un resultado de la reproducción simbólica de las relaciones de producción material.

“La narrativa de que la tecnología por sí misma va a emancipar a la humanidad ya está refutada, las fuerzas productivas y reproductivas requieren de una libertad que no se encuentra en el discurso, sino con la realidad contradictoria”.

La IA pudiera potenciar a la humanidad, si no fuera porque quienes la conciben ven a los consumidores solo como eso, sin que les interese la subjetividad en su más amplio concepto. La apertura de los códigos de estas aplicaciones y la transformación desde paradigmas democráticos desligados de la mercadotecnia pudieran ser pasos favorables en la desalienación. Pero no es concebible que un panorama así esté cerca. Lo que hemos observado en cuanto al arte opera por sustitución de la mano de obra (el artista) y por ende tiende a la automatización. La famosa escena de la película Tiempos modernos de Charlie Chaplin pareciera una premonición temprana. La máquina, no obstante, no representa en sí misma una postura clasista. Habrá que permitir que ese debate vaya más allá de los intereses de cada sector y que las cuestiones realmente de contenido se adentren en los espacios contradictorios de una conversación pendiente, determinante y de la cual tendremos que estar al tanto.