Si tuviese que sintetizar el rol de los intelectuales hoy, diría que son servidores públicos. Claro, soy consciente del amplio espectro que encierra esta denominación, en tanto todo ciudadano que contribuya a mejorar el funcionamiento de la sociedad es un servidor público. Participar en la construcción gradual de escenarios socioculturales de bienestar nos convierte en agentes, en sujetos de cambio: devotos a los consensos, los anhelos, los proyectos, los sueños. De ahí que, la distinción entre los servidores públicos no se encuentre en sus fines, en sus metas; sino en los contenidos de su labor, en sus áreas de incidencia.

Confieso, igualmente, que al catalogar al intelectual como servidor público tengo la intención de despojarlo de percepciones elitistas en torno a su papel y su incidencia en el ámbito social. Los intelectuales son aquellos servidores públicos que interpretan las dinámicas culturales de su tiempo, que evocan el legado teórico-práctico de los protagonistas de otros tiempos, que denuncian las injusticias de cualquier naturaleza y que proponen caminos para resolver las dificultades más acuciantes de su generación y de las venideras.

Imagen: Tomada del sitio web del capítulo cubano de la Red en Defensa de la Humanidad

Por supuesto que, estas acciones no son exclusivas de los intelectuales, sino que son compartidas con otros servidores públicos como los artistas, los escritores, los académicos o los políticos. Los ámbitos en los que se mueven estos actores se entrecruzan con bastante frecuencia y, a veces, es difícil separar una u otra esfera de influencia. No obstante, no es de mucho interés, ahora mismo, llegar a una concepción definitiva de la figura del intelectual; sino presentar algunas ideas sobre cuál debe ser su papel en la sociedad de hoy y qué elementos debe tomar en consideración para desempeñarlo de la mejor manera.

I

Los intelectuales deben ser sujetos de pensamiento y acción, comprometidos con su tiempo, apegados a la historia, a la ciencia y a los saberes populares con el propósito de alcanzar una visión diversa, plural y dialéctica de su realidad. Deben ser conscientes de sus responsabilidades como generadores de opinión, pero reconociendo que sus ideas no son infalibles, que pueden contener una parte de la verdad, que no es, necesariamente, la verdad definitiva. Deben iluminar zonas de interés o disputa que resulten esenciales para el equilibrio de las sociedades, comprendiendo que ha de estar alerta a las problemáticas más lacerantes y ha de estar dispuesto a interrogar, a cuestionar, desde la necesaria insolencia.

II

Aunque son muchos los elementos que un intelectual debe tomar en consideración para cumplir su rol en la sociedad de hoy, sería pertinente centrarse en cinco aspectos que, a mi modo de ver, resultan esenciales: los vínculos cultura-naturaleza, la mirada interseccional de la sociedad, la perspectiva descolonizadora para interpretar la historia, la crítica cultural como una efectiva herramienta para la acción y la responsabilidad con la humanidad.

En el primer aspecto, creo que puede ser muy provechoso reflexionar sobre cómo una buena parte del pensamiento moderno —incluyendo el corpus de reflexiones de los intelectuales de izquierda— separó las esferas de la cultura y la naturaleza, subordinando la segunda a la primera. Los seres humanos estábamos seguros que podíamos dominar la naturaleza, apropiarnos de ella. La cultura que se impuso, entonces, resultó ser una gran usurpadora, capaz de hacer lo inconmensurable para alcanzar los ideales de progreso.

Empero, los pueblos originarios de Abya Yala, negados y ultrajados por los supuestos portavoces de la “verdadera civilización”, nos han enseñado que la naturaleza es un ente vivo del que los seres humanos formamos parte. De ahí que el sistema de pensamiento y acciones que estructuran las culturas debe contemplar el mundo natural en tanto organismo con el que se debe coexistir de manera armónica.

El diseño y la puesta en marcha de políticas, gubernamentales o públicas, encaminadas a la protección del medio ambiente deben estar en las agendas de trabajo de todas las naciones. Los intelectuales, en diálogo permanente con sus congéneres, deben contribuir a la estructuración de paradigmas culturales en los que la naturaleza deje de ser vista como un medio para la producción, y se reconozca su valor como la entidad generadora de nuestra existencia. La naturaleza no existe por o para nosotros: nosotros existimos en ella.

Por otro lado, me parece pertinente dedicar algunas ideas al principio de la interseccionalidad en la sociedad. En las primeras líneas de este texto decía que un intelectual debía denunciar cualquier manifestación de injusticia. Y es que los intelectuales —servidores públicos— deben velar por la defensa de los pueblos, entendiendo a estos últimos en su complejidad y pluralidad.

Aunque no dejo de reconocer que el vocablo «pueblo» es adecuado para referirse al mayoritario grupo de personas que ha sufrido los efectos de las desigualdades políticas, económicas, sociales o simbólicas; pienso, igualmente, que no debe olvidarse que los pueblos tienen colores, identidades, géneros… Estos deben ser contemplados en todo momento. El binomio unidad-diversidad resulta ser esencial.

Para los intelectuales, la defensa de los pueblos implica asumir como propias las luchas feministas, las antirracistas, las de los migrantes, las de las disidencias sexuales y todas, absolutamente todas las luchas de aquellos grupos sociales que han sufrido las vejaciones e ignominias de un patrón civilizatorio hegemónico que se muestra hostil a la otredad.

Quizás una de las tareas más difíciles para los intelectuales, de manera general y para los intelectuales del Sur, de modo particular, es despojarse de la colonialidad. De esa lógica de pensamiento, que como dijera Aníbal Quijano, se impuso durante el proceso de conquista colonial. Los dualismos erigidos durante la expansión del colonialismo (civilización/ barbarie, blanco/ negro, hombre/ mujer, religión/ animismo, arte/ no arte) condicionaron la emergencia de un sistema de prejuicios, estereotipos, discriminaciones… internalizados por cada uno de los que hemos vivido o hemos heredado los efectos de la experiencia colonial.

No se trata, lógicamente, de negar el sistema de valores, prácticas y conocimientos positivos legados por la cultura occidental dominante; hacerlo resultaría ser una estéril negación de lo que somos. Lo importante es no perder de vista que Occidente no fue, no es y no será nunca un espacio geográfico-cultural uniforme. En él cohabitan identidades, en diálogo o disputa, que han comprendido y legitimado sus esencias. No es casual que Lamming, Césaire, Brathwaite y Retamar hayan coincido en enaltecer la voz de Caliban.

En otro orden, quisiera realizar unas pocas reflexiones sobre la crítica cultural como herramienta fundamental para los intelectuales. Nótese que digo crítica cultural y no crítica de arte. Si bien es cierto que los fenómenos artísticos han sido un importante foco de atención para los intelectuales de todos los tiempos, considero que los servidores públicos de hoy deben trascender esta esfera de influencia y atender la cultura en su totalidad, en sus dinámicas y conexiones.

El papel de los medios de difusión y comunicación, las relaciones ciencia-tecnología-sociedad, las políticas culturales y medioambientales, las batallas contra toda forma de discriminación e intolerancia, el sistema-mundo y las relaciones de poder serán, siempre, temas centrales para los intelectuales, en sus constantes ejercicios del criterio.

No he dejado la “responsabilidad con la humanidad” como último aspecto, porque considere que es un tema menor. Creo, más bien, que sintetiza los anteriores. Todo servidor público tiene una responsabilidad con la humanidad, una responsabilidad con la justicia, con la equidad, con la paz. Esa responsabilidad se inscribe en un paradigma ético que debe ser cultivado por las políticas culturales, los sistemas educativos y todas las fuerzas progresistas que inciden en la formación de ciudadanos comprometidos con la dignidad plena de los hombres y las mujeres que habitan este mundo.

El pedagogo y filósofo brasileño Paulo Freire insistía en que la educación para la liberación era, también, una educación para la responsabilidad. Para él, ser responsable es, por un lado, cumplir deberes y, por el otro ejercer derechos. El intelectual, en tanto servidor público, tiene deberes: comprender y valorar los acontecimientos de su tiempo; esbozar y sugerir caminos certeros para el mejor funcionamiento de la vida social; alertar y denunciar políticas conservadoras, superficiales o neoliberales que tiendan  a anquilosar contextos nacionales o regionales; confrontar los principios y las prácticas que se opongan al respeto, la reivindicación o la igualdad.

Insisto en que, los cinco puntos esbozados aquí no son los únicos que un intelectual debe tomar en consideración para cumplir su rol en la sociedad de hoy. Sin dudas, son muchos los elementos a considerar en un análisis de esta naturaleza. No obstante, he querido jerarquizar algunas de las problemáticas que, a mi modo de ver, requieren de una atención perentoria.

Los vínculos cultura-naturaleza, la mirada interseccional de la sociedad, la perspectiva descolonizadora para interpretar la historia, la crítica cultural como una efectiva herramienta para la acción y la responsabilidad con la humanidad son aspectos que deben marcar las pautas de trabajo de los intelectuales, en sus incesantes búsquedas por construir un mundo mejor. Los intelectuales y las intelectuales serán auténticos servidores públicos en la medida en que hagan suyas la ética, la empatía, la humildad y la verdad.

Tomado del sitio web del capítulo cubano de la Red en Defensa de la Humanidad