La “desproductivización” universal ya no es un fantasma que recorre un país u otro: en casi ningún sitio los jóvenes prefieren las actividades generadoras de bienes materiales sobre las especulativas, bien sean estas frente a un ordenador, una cámara, un foro o un teléfono móvil. Numerosas encuestas dan fe de que, por ejemplo, influencer es una de las profesiones que hoy mismo los jóvenes de algunos países refieren como favoritas.
También las de futbolista, piloto, actor o abogado son profesiones tentadoras para muchos: ninguna vinculada con tecnologías productivas y de economía material. No deja de ser un contrasentido si sabemos que el modelo de sociedad de consumo que impera en los países del llamado primer mundo, donde lo virtual desplaza con descomunal fuerza a lo real, se autodestruiría si no dispone en escandalosa demasía de bienes materiales. Casi podríamos concluir que estamos ante sociedades cuya desintegración se concreta en el confort que fomentaron, a costa de la miseria de otros, durante siglos.
Claro, las cosas no son tan sencillas, porque la “desmaterialización” que pudiera ocasionar el que los ciudadanos de esos países se orienten hacia profesiones, llamémosles “espirituales”, “acomodadas”, o, con más propiedad, “lúdicas”, se compensa con la importación de una fuerza de trabajo casi esclava, oneroso patrimonio de una migración tercermundista sobre cuyas espaldas descansa la creación de bienes concretos.
Durante tres años trabajé en una universidad pública en México y me llamó la atención que, en ella, con quince mil alumnos de matrícula, más del noventa por ciento estudiaba Ciencias Políticas, Derecho, Historia, Sociología o Filosofía. Cuando la rectora de entonces —Esther Orozco, una reconocida científica— quiso introducir Ciencias Genómicas, Ingeniería Eléctrica y Licenciatura en Química, se sublevaron los estudiantes y maestros y la destituyeron tras tomar los planteles y mantenerlos cerrados por más de dos meses.
De las ocupaciones no productivas que antes mencioné, ninguna proporciona dinero tan fácil y fluido como las de influencer y streamer. Generar y subir contenidos a las redes para recibir dineros en proporción con las vistas, likes y seguidores conseguidos constituye la esencia de ellas. No hay que mover un músculo, y tampoco las neuronas se enfrentarán a grandes retos para hacerse experto en sus dinámicas: el influencer y el streamer son usuarios hábiles, suertudos que engancharon al pez más gordo entre miles de anzuelos lanzados al charco. Sí se necesita destreza, y astucia, pero los grandes retos del cálculo diferencial e integral, la física cuántica, la anatomía humana, el cultivo de tejidos, los microcircuitos integrados son solo términos horripilantes de los que piensan que la comunidad humana puede prescindir sin conflictos de conciencia.
Las redes sociales, a expensas de un uso basto y reductor de la capacidad de análisis, son espacios antropófagos, pues consumen, de los seres humanos, sus almas: desarticulan biografías y las reinventan, socializando falacias, mientras evaporan las historias reales; destruyen prestigios y hacen, de los bandidos, héroes (ver solo el caso del fascista ucraniano Stepan Bandera). La persona cocida a fuego alto en el horno de las redes sociales nunca más será la que fue ante los ojos de sus contemporáneos: es alguien digerido por los relatos que sobre sí construyeron los influencers y otros “artesanos” con las herramientas virtuales de que disponen en abundancia y a capricho.
“Las redes sociales, a expensas de un uso basto y reductor de la capacidad de análisis, son espacios antropófagos, pues consumen, de los seres humanos, sus almas”.
En relación con lo hasta aquí analizado, conviene fijarse en este razonamiento de Ricardo Fandiño, psicólogo y presidente de la Asociación para a Saúde emocional na Infancia e na Adolescencia (Aseia): “Debemos tener en cuenta que vivimos en una sociedad en la que el sujeto y su identidad se han convertido progresivamente en un producto de consumo”.[1]
La capitalización del espectáculo ha aligerado notablemente la vida de la especie, que ya no demanda productos de elaboración muy compleja, capaces de retar a la subjetividad y el raciocinio. La visualidad y en general lo sensorial toman posesión de la esfera emotiva y en ese terreno se dirime todo. Antes los famosos eran los grandes artistas y los pensadores, pero a la luz de la evolución de los procesos de aprehensión de paradigmas, tras los desmontajes posmodernos de ayer y la banalización cultural de hoy, nos enfrentamos con el nuevo ensamblaje de estructuras vaporosas donde todo lo concreto se crema en la pira de lo virtual y las luces led.
La engañosa apariencia de realidad que este espacio nos transmite termina secuestrando la objetividad para el usufructo espurio de sus cualidades. A mi modo de ver existe un proceso único de banalización, que viene de muy atrás y se sustenta en corrientes populistas, y en fenómenos que algunos grandes estudiosos llamaron “hibridación”. También en políticas que, en busca de rédito ante las masas, vienen potenciando esas directrices. Ya son casi dos generaciones las que han crecido en nuestro país identificando esas deformaciones con el acceso del pueblo a la cultura. Así es como nacen los discursos legitimadores del reguetón, la marginalidad gesticulante, el descrédito de la decencia con que vemos desenvolverse a muchos jóvenes, la pérdida de la cultura del trabajo… Y de esa forma, en picada: la subversión de todo un orden social desde siempre sustentado por la cultura y el fomento de los saberes. Todo ello, como sabemos, deriva en una ingobernabilidad y una ponderación excesiva del pragmatismo que deviene único soporte de los patrones de éxito: la ola migratoria que venimos presenciando se relaciona mucho con esos espejismos que desde las redes sociales nos regalan los influencers.
Sé, porque me lo comentan, que un buen grupo de personas —jóvenes, sobre todo— rechazan los programas Con filo y La pupila asombrada, de nuestra TV, y se solazan con los gruesos mensajes de odio de Otaola o Ultra, para referirme solo a dos de los más repulsivos. Tal asunto constituye una prueba más de la mutilación cultural que aquellos esculpen a favor de los poderes globales que sirven al gran capital.
A quienes polemizan conmigo sobre los fenómenos que acabo de mencionar, les argumento que esos comunicadores cubanos, sobre todo los de Con filo, se valen con notable habilidad de la ironía mientras los opuestos gruñen un discurso de odio de fétida virulencia y pésimo léxico. Les insisto entonces: ¿no es la ironía un preciado recurso de la inteligencia, un tropo que presta utilidades también a la construcción poética?
Seguiré votando por la inteligencia, siempre, porque gracias a ella somos la humanidad que somos. Un retorno a lo esencial de la vida como instancia sublime, a la verdad, a ese paraíso perdido que es la decencia como norma es lo que debemos construir. Tal vez soñar aún sea posible.
Notas:
[1] Citado por Enrique Zamorano en “¿Qué le respondo a mi hijo si dice que de mayor quiere ser ‘influencer’?”, en Alma, corazón y vida, 27/09/2022, [en línea, disponible en https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2022-09-27/influencer-hijos-educacion-ninos-jovenes-padres_3495413/], fecha de consulta: 12 de febrero de 2022.