ILUMINACIONES 4

Apartamento de la calle Paseo, La Habana, 5 de febrero de 2008

Llevábamos años fraguando este homenaje a Agustín Pi, el “miembro silencioso” de Orígenes, que nombró “El Turco Sentado” a las tertulias que los jóvenes poetas de esa generación iniciaron en la casa de la calle Neptuno, en la década del 40. Por diversas razones se posponía, y no porque Fina se negara a hablar, siempre tan esquiva a las entrevistas. Tanto ella como Cintio propiciaban con gusto el recuerdo del “amigo absoluto”, “captador silencioso, compañía esencial, omnicomprensivo, único”, como lo ha llamado en sus memorias el autor de Ese sol del mundo moral.

De hecho cada vez que nos hemos visto, en casi veinte años de una relación que se inició justo de la mano de Agustín, su nombre aparecía entre nosotros, hilo mágico que nos une, incluso desde antes de que Fina y Cintio supieran quién era la estudiante que siguió yendo con cualquier pretexto al diario Granma, donde encontraría inevitablemente al Doctor Pi, respetadísimo corrector de estilo, y más tarde a su casa, cuando él se jubiló. Iba solo para escucharle hablar. No importaba de qué, porque cualquier camino que tomara su palabra era un viaje irrepetible que recordaría para siempre. A él le debo, por ejemplo, esa sensación de que los origenistas, a los que conozco personalmente y a los que descubrí a través de sus libros y de Pi, son criaturas que pueblan mi cotidianidad, con las que sigo dialogando y comparten mi pan y el sillón de la sala de mi casa.

Pero otras entrevistas y otras urgencias se imponían y retrasaban la conversación con Fina y Cintio “solo para recordar a Agustín”, hasta que Aitana Alberti, poeta y promotora cultural, amiga querida, nos brindó su espacio Fe de Vida en el Centro Cultural Dulce María Loynaz y fijó una fecha inapelable en la que debería estar listo todo el material. Fina buscó en sus papeles y encontró un ensayo inédito y Cintio ofreció su capítulo de De Peña Pobre, donde aparece su versión de “El Turco Sentado” y rescata un texto de Agustín, “Los extraños músicos”, el único que él publicó en vida.

“Solo faltan mis preguntas, eliminadas a propósito para que no interfirieran el cariñoso contrapunteo que generó en los esposos el recuerdo de Agustín, más próximo que nunca en una tarde en La Habana que él tanto amó”.

Finalmente el cuadernillo se publicaría a fines de 2008, e incluiría además el poema que Roberto Fernández Retamar le dedicó a Agustín Pi, en 1994, y las palabras que Miguel Barnet y Ricardo Alarcón le dedicaron “al amigo mejor” en el espacio Fe de Vida, conducido por Aitana el 30 de noviembre de 2008 en la sede de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. 

A estos y otros textos recuperados del olvido, se añade el diálogo que he transcrito casi tal como sucedió en la casa de Fina y Cintio. Solo faltan mis preguntas, eliminadas a propósito para que no interfirieran el cariñoso contrapunteo que generó en los esposos el recuerdo de Agustín, más próximo que nunca en una tarde en La Habana que él tanto amó.

Fina García-Marruz: Y yo, ¿qué te podría decir? Tú sabes lo que dijo ya Luz, que “hablar es dejar correr” y escribir “escoger” lo que es esencia, y no anécdota de lo que se cuenta, y es así que, al pasar a otro espacio, inevitablemente, siento que algo de él huye, y que no lograría comunicar su enorme receptividad, intuitiva y silenciosa.

Anoche cuando tú me llamaste, me quedé pensando: ¿qué puedo decir de una persona que conocimos a los 17 años, en la universidad? A Cintio lo había conocido en el otoño de 1936, cuando Juana Ramón Jiménez vino a La Habana. En ese momento, Cintio y yo no nos tratamos: yo tenía 13 años y él, 15.

Sabía que Cintio tenía un libro, con notas de Juan Ramón. Sin embargo, no nos tratamos hasta la universidad. Ya éramos novios Cintio y yo, y mi hermana y Eliseo cuando coincidimos con Agustín y con Octavio Smith, que parecían una sola persona. Agustín apareció de pronto.

Cintio Vitier: A ellas las estábamos esperando. Llegaron a la vez, Fina y Bella.

Fina García-Marruz: Agustín y Octavio se unieron enseguida a nosotros en las reuniones nocturnas de nuestra casa de Neptuno 308, altos, entre Galiano y Águila. Agustín iba siempre; Octavio, a veces. Había personajes fijos: nuestros novios, Agustín y Octavio. También iba mucho Gastón (Baquero). La revista Clavileño (1942-1943) la hacíamos allí con él. También llegaba Lezama, más raramente, y alguna que otra vez, (Emilio) Ballagas.

Al padre Ángel Gaztelu lo veíamos en Bauta, y a veces en su iglesia, en La Habana Vieja. También nos reuníamos en la casa de Julián Orbón que era, junto con Agustín y Octavio, el amigo más cercano. Las reuniones muchas veces se producían en casa de Julián —el Conservatorio Orbón, que Lezama llamaba con su hipérbole el “Palacio Orbón”—. Allí nos encontramos muchas veces con María Zambrano, particularmente en la etapa de nuestro noviazgo. Después, cuando ya vivíamos en la Víbora, íbamos todos a Bauta a ver al Padre. Iban Agustín y Octavio, también Mario Parajón. Pero esa fue una etapa posterior.

Reuníamos en la Quinta de Arroyo a los hijos nuestros —los de mi hermana, los de Agustín y los de nosotros—. José María (Vitier) suele decir: “Los días de la semana eran lunes, martes, miércoles, jueves y Arroyo…”. Mamá iba y tocaba el piano. En Visitaciones recuerdo el momento en que llegaba el amigo mejor. Ese era Agustín. Eso fue él, “el amigo mejor”. Todos los demás fueron muy queridos, pero Agustín fue “el Amigo”.

Cintio Vitier: Le puso a nuestras tertulias de Neptuno “El Turco Sentado”. Era tradición que los círculos de los lectores adquirieran nombres extravagantes.

Fina García-Marruz: Él no era una persona difícil, sino sencilla. Lo difícil era desentrañar en qué consistía su peculiar sencillez, el encanto de su compañía. Ambrosio Fornet, que lo conoció en sus últimos años, dice que era el conversador más excepcional que él había conocido.

Sin embargo, eso no da una idea completa de Agustín. Él no se parecía a ese tipo de conversador brillante, que expone principalmente lo que piensa, que dialoga con el otro. Lo de él consistía en una receptividad enorme. Era un lector insaciable, pero lo que más le interesaba eran las personas. Lo que más le llamaba la atención de la obra de Ortega era Ortega, su carácter, y eso le ocurría con todo el mundo. Por eso los que conversaban con él no solo se sentían entendidos, sino atendidos.

“¿Cuál era ese aroma que a veces se sentía y que atravesaba las cosas más importantes que a uno le pueden haber ocurrido?”.

Hablaba de cualquier cosa: no tenían que ser cosas importantes, y la tarde iba pasando sin que uno se diera cuenta. Las horas iban pasando. Siempre me acuerdo, cuando pienso en Agustín, en lo que decía Martí: “La vida es una corriente silenciosa”. No se trata de la historia personal, de la historia nacional, ni siquiera de la intrahistoria —esa de la que hablaba Unamuno, que se refiere a los hechos trascendentes que forman la cultura. No es ni siquiera lo que decía María Zambrano: la “vida secreta” de los que no tienen una historia, como ella dijo de la Revista Orígenes en “La Cuba secreta”.

Tampoco se trata de eso que también a María le interesaba tanto, esos personajes sin historia, como Nina, la criada a la que nada le ocurría en Misericordia, de Benito Pérez Galdós, y que no cabía en sus Episodios Nacionales. No era la historia, ni la intrahistoria, ni la historia secreta: a Agustín le interesaba la vida silenciosa, inadvertida, que en algunos momentos uno la siente con mucha intensidad, como un aroma.

¿Cuál era ese aroma que a veces se sentía y que atravesaba las cosas más importantes que a uno le pueden haber ocurrido? Era eso lo que le interesaba a Agustín, como Martí, que cuando le envió los Versos Sencillos a su madre le advertía “es pequeño, es mi vida”. Hay hechos trascendentes en ese libro. En el poema XXX, cuenta lo que le ocurre a los 9 años, momento en el que hace un juramento infantil ante el esclavo colgado en el ceibo, hecho que va a determinar su vida. Pero en ese libro también se refiere a las cosas leves: al día en que la muchacha le dice que va a llevar a su hija a la comunión con un sombrero alón: “Ya sé dónde ha de venir/ Mi niña a la comunión;/ De blanco la he de vestir/ Con un gran sombrero alón”. No caben dudas de que para él ese fue un día feliz. O cuando nos cuenta que en una dulcería, durante su época estudiantil, piropeó a la repostera: “¡Díganle a la repostera/ Que ha tanto tiempo no he visto,/ Que me tenga un beso listo/ Al entrar la primavera!”.

“Agustín era un noctámbulo, un conocedor de La Habana de noche, de los bufos habaneros, de los poetas”.

Ese aroma era lo que sentíamos en compañía de Agustín. ¿Cuáles podían ser esos momentos de vida, inadvertidos, silenciosos, que decía Martí? Podía ser la tardecita de domingo en que Agustín llegaba a Arroyo y en el que los hijos de mis hermanas ni los suyos no habían llegado todavía. No había llegado aún el piano de mamá, que venía los domingos. Él llegaba por la tardecita, momento que he recordado toda la vida.

Agustín era un noctámbulo, un conocedor de La Habana de noche, de los bufos habaneros, de los poetas. Fue el mejor amigo de Rolando Escardó —“el hombre bueno”, lo llamaba Escardó. Amigo de Fayad Jamís. Conocía La Habana del Café Las Antillas, de los que se reunían a la salida del periódico y conversando les daba el amanecer.

Me contó un día que cuando llegaba tarde veía la luz encendida en el cuarto de sus padres. Recuerdo las cosas tan increíbles que en ese momento me dijo. Los padres estaban por acostarse. Él no los llamaba ni hablaba con ellos en ese instante. Él seguía para su cuarto, pero sentía con mucha fuerza su compañía. Un día nos habló de cuando su madre, Juana, enviudó. Agustín nos dijo algo que nunca he olvidado. Juana estaba desconsolada, porque era un matrimonio que se adoraba, y alguien le comentó: “Pero usted tiene a sus hijos”, Agustín nos dijo: “Sí, mamá nos tenía a nosotros, pero los viejos esposos, cuando se van a acostar, hablan unas pocas nonadas —esa palabra que también usaba Vallejo— que no tienen importancia, pero que ya no podrán volver a hablar con nadie jamás”. Él se fijaba en esas cosas. Era típico de Agustín.

Un día yo no fui a la universidad, donde nos encontrábamos siempre en la mañana. Excepcionalmente amanecí con fiebres y me quedé acostada. Agustín se presentó a una hora en que yo todavía no había recogido el cuarto. El desorden me impresiona como un ruido: no podría hacer nada en un cuarto donde no estuviera tendida la cama. Pero como él llegó de improviso, no me dio tiempo a acomodarlo todo. Mi hermano había llegado tarde del hospital y se había quitado la camisa. La había colgado sobre una silla del cuarto. En eso llegó Agustín, que con esa suspicacia rápida tan suya se dio cuenta de que yo estaba un poco apenada —no demasiado— porque me había sorprendido sin ordenar las cosas. Y rápidamente recurre a una de esas salidas típicas de él; me dice: “¿Y qué hace esa camisa honrando esa silla?”.

Él era muy camagüeyano. No nació en Camagüey, pero vivió y estudió en esa ciudad. Tenía un pudor viril, una especie de recato. Uno siempre habla del pudor de las jovencitas que todavía no han tenido una relación amorosa, que se ruborizan. Él tenía ese pudor viril, que en el camagüeyano se siente más que en otros hombres: ese señorío, una cierta reserva de sus cosas. No le gustaba que lo estuvieran mirando mucho. Yo me acuerdo que Samuel (Feijóo) un día le dijo jugando con él: “Sócrates, Sócrates, te gusta mirar a los demás, pero que nadie te mire”. Alguien hizo muchos elogios de su esposa, Dinorah, y él se viró hacia mí y me dijo: “bueno, eso es lo tácito”; como diciendo: “de eso no se habla, los hombres no hablan de eso”. Era una cualidad muy de él.

Cintio Vitier: En Neptuno 308 jugábamos en la sala, y bailábamos.

“Llegué a ser un tenista bastante bueno. Sí, porque jugaba diariamente, todos los días mañana y tarde; mañana y tarde”.

Fina García-Marruz: Cuando nos reuníamos a fin de año, sí bailábamos mucho con Octavio, que era el único que sabía bailar. Octavio era un trompo. Nos reíamos y jugábamos mucho, aunque no tanto la parte femenina —Dinorita, mi hermana y yo—, porque las mujeres no juegan tanto como los hombres. Nosotras no éramos de juegos.

Cintio Vitier: Ratifiqué allí mi afición por el tenis, el único que jugaba al tenis, porque no pude entrar en el Instituto hasta un año después, y ese año lo pasé estudiando y jugando al tenis. Un año entero. Llegué a ser un tenista bastante bueno. Sí, porque jugaba diariamente, todos los días mañana y tarde; mañana y tarde.

Fina García-Marruz: Pues sí, Agustín tenía mucho ese distinto pudor viril, porque la mujer, sobre todo la que se sabe muy bella, no lo tiene a menos que la pinte un Goya. El camagüeyano suele tener un pudor muy fuerte y es esta una virtud de héroes. La tenía Agramonte. Sobre el pudor de Agramonte hay varias anécdotas. Una vez lo fueron a ver unas señoras, patriotas cubanas, cuando ya él era el hombre del rescate de Sanguily y tenía una historia. Van a verlo porque quieren hacerle un homenaje y la más anciana se le acerca y le da un beso en la frente. Agramonte se ruborizó completamente.

Esa anécdota de Agramonte me recuerda mucho la manera de ser de Agustín, su recato camagüeyano, ese señorío, que por supuesto también lo poseyeron otros héroes. Por ejemplo, Martí habla del “señorío fundador” de Céspedes. Esa es una cualidad que me parece más propia del hombre más que de la mujer. Me parece que esa es una actitud viril. Y Agustín la tenía mucho y un respeto muy grande por la creación poética, para lo cual tenía grandes dotes. Sin embargo, él sentía que no estaba ligada a su destino personal.

Él escribía muy bien, pero no sentía que era un escritor, que no era ese su destino. Él tenía tanto respeto por la creación literaria, que se prohibía incursionar en eso, aunque yo tengo poemas de Agustín, y ahí están “Los extraños músicos”, una de las pocas cosas que él dejó escritas, que dan idea de cuánto pudo haber contado de La Habana.

Cintio Vitier: Como lo que nos contaba de los bufos cubanos…

Fina García-Marruz: Más allá de lo que nosotros hablábamos, él vigilaba mucho lo que cada uno era; lo vigilaba. Y también sus posibles debilidades. “El Turco” era un juego, una broma, a través de la cual se expresaban algunas debilidades que todos teníamos. Pero era muy “finita” la vigilancia, porque él no resistía que una persona o nosotros lo estuviéramos mirando mucho o pidiéndole muchas explicaciones.

Recuerdo cuando fue a ver a sus maestros a Camagüey, después de haber estado mucho tiempo en La Habana. Mi hermana y yo estábamos deseosas de que él volviera y nos contara, como él sabía contar. Estuvimos toda la tarde tratando de que nos contara y no había forma de que lo hiciera, porque nosotras habíamos desplegado una atención excesiva sobre él.

Nosotras bromeábamos mucho, nos burlábamos mucho de él. Eliseo le puso “Sutilín Profundol”. Eliseo me llamaba a mí “la pequeña idiota” y bromeábamos mucho entre nosotros. Ese es el momento en que la amistad se vuelve tan familiar, que dos amigos se pueden hasta pelear, hasta decirse cosas, pero siempre queda algo muy firme, porque hay una familiaridad, un cariño y un respeto que permite eso.

Entonces nosotros también bromeábamos mucho haciéndole una lista de todas las condiciones que necesitaba Agustín para que contara algo que le había pasado. Y eran cosas como que necesitaba que la luna japonesa estuviera en cuarto menguante sobre un cerezo en flor. Él necesitaba no sentirse muy observado, esa era una condición imprescindible.

Cintio Vitier: Agustín nombró las noches de la casa feliz de las hermanitas…

Fina García-Marruz: El quid de “El Turco” estaba en que Agustín hacía una historia donde cada uno de nosotros aparecía con las condiciones que menos podías creer que teníamos. Por ejemplo, él admiraba mucho a Borges y siempre le decía el “anglobofe”, y entre nosotros, los hombres se llamaban “los bofes”. En aquellas historias de pronto Silvina Ocampo, que era una mujer muy delicada, podía decir una cosa un poco fuerte y Borges a veces se comportaba como un patán, es decir, lo menos que era. Eso no tenía nada que ver con cierta actitud que tienen los jóvenes contra los poetas, sobre todo los jóvenes letrados; lo que ellos no han podido hacer los convierte en personas a veces insidiosas: “el juvenil placer del encarnizamiento”, como decía Martí.

Contra eso Agustín era a veces implacable. Así “Sutilín Profundol” de pronto podía volverse el más categórico de todos. “El Turco Sentado” era también una creación irónica en la cual él se burlaba con un filito de excesivo ensañamiento al estar siempre imaginando cosas. El propio nombre de “El Turco Sentado” expresaba esa burla, ese absurdo: un turco y además sentado, que no hace nada.

Cada uno de nosotros tenía un sobrenombre”.

Cintio Vitier: Y Agustín nos sorprendió con aquellos “extraños músicos”, maestros de fineza y cortesía, única página realmente suya que nos dejó para siempre.

Fina García-Marruz: Nosotros perdimos el poema más divertido de Agustín, “Cuando Tamisio el misio”, donde yo aparecía como una militante feminista. ¡Una militante feminista, yo que nunca he sido feminista! En el poema, yo decía que había que hablar de la tía de Emerson, no de Emerson.

A Octavio que era la persona más delicada del mundo y un poco complicado, sin embargo él le llamaba “El Simple” porque sus distracciones eran antológicas. Octavio era muy religioso, todo lo contrario de Agustín que era un crítico de la religión, aunque tenía una formación religiosa. Octavio era de comunión semanal y todos los domingos iba a misa. Agustín había inventado la historia de la visita de Octavio al Santo Padre y con su distracción acostumbrada le preguntaba: “Padre, ¿y usted cree en Dios?”.

Cintio Vitier: ¡Al Papa, al Santo Padre! (se ríe).

Fina García-Marruz: Octavio nos contaba de una familia de La Habana Vieja a la que le gustaba visitar: “¡Cómo tocaba Rebeca el violonchelo! El hermano de Rebeca se llama David; el otro, Abraham”. Y de pronto decía: “¡Ay, yo creo que eran judíos!”. Esas son las historias que Agustín contaba en ese poema que se me perdió. ¿Qué cosa es “El Turco Sentado”, que Cintio cuenta en De Peña Pobre? Es una creación de Agustín, irónica además.

Cintio Vitier: Él firmaba sus cosas en “El Turco” como “Alef Cero”. Rescaté en De Peña Pobre una estampa suya titulada “Los extraños músicos” publicada, creo, en Alerta, que es una joya dentro del tema de la extrañeza, que fue el tema dominante, por diversas vías, de Eliseo y mío en nuestras primeras páginas.

Fina García-Marruz: Eliseo lo llamaba “Alef Cero” y “Arduo de Veras”, que era la dedicatoria que Eliseo le había hecho a Agustín en En la Calzada de Jesús del Monte. Cada uno de nosotros tenía un sobrenombre, de lo cual él se burlaba. Hay incluso una anécdota de un amigo nuestro que nos oía hablar siempre de que nosotros queríamos hacer un colegio y teníamos ya planeado quiénes serían los profesores. Ese amigo nuestro, Paco Chavarri, era un hombre del 26 de Julio, un hombre de acción y nuestro amigo preferido también. Él nos dijo un buen día: “creo que se puede conseguir un local para que ustedes den esas clases” ¡¿Cómo?! Nosotros nos quedamos de una pieza, porque jugábamos con eso, pero no pensábamos dar las clases de verdad. De eso era de lo que se burlaba un poco Agustín. Claro, ligeramente.

En “El Turco Sentado”, de lo cual habla Cintio en De Peña Pobre, también se mezclaba la preocupación política.

Cintio Vitier: Nosotros no estábamos al margen de la situación del país.

Fina García-Marruz: No, nosotros como todos los cubanos que nos criamos leyendo La Edad de Oro, éramos martianos. Conocíamos las cartas de Mercado, y todos somos antimperialistas, porque ese sentimiento formaba parte de la cotidianidad de cualquier cubano. Era lo obvio, no era un tema que hubiera que explicarle a nadie, digo, a nadie que valiera la pena. Pero en Agustín este sentimiento era quizás distinto de nosotros, que además estábamos un poco cansados de unos artículos contra el imperialismo que publicaba todos los días Emilio Roig, indudablemente un gran hombre.

Lo que en él era distinto es que iba más allá del sentimiento común de cualquier cubano. Él estaba convencido de que los norteamericanos iban a ser un peligro para el mundo, no solo para Cuba. Era su obsesión. Entonces fue que un día nos dijo: “Fíjense en ese anuncio comercial de Sherwin and Williams: sus pinturas cubren al mundo. Eso hacen los Estados Unidos, cubren el mundo”.

“Nosotros como todos los cubanos que nos criamos leyendo La Edad de Oro, éramos martianos”.

Nosotros no éramos tan conscientes de eso. Agustín se adelantó, como en todo. En él había un sentimiento que iba más allá del antimperialismo cubano. En la República, a Antonio Guiteras se le llamaba Tony Guiteras, porque es el influjo del “imperio como colorete de democracia”, del cual hablaba Martí, refiriéndose al norteamericano, como antes existía el influjo del imperio español o al imperio romano. Esa es una cosa de los imperios. En las clases que Agustín daba nunca llamaba por el apodo de Jimmy o Tony, a los que así se hacían llamar. Les decía Juan o Antonio. Subrayaba su nombre, no su sobrenombre norteamericano que abundaba en la República. Era un antimperialista consecuente.

Hay que explicar estos detalles de “El Turco Sentado” porque de lo contrario no se puede entender. Nosotros no teníamos la conciencia que tenía Agustín acerca de la fuerza de ese peligro imperialista, aunque todos teníamos preocupaciones. No es que Agustín fuera el único antimperialista en “El Turco”. Ahí está la historia del húngaro Zizkay, que era ayudante del abuelo materno de Cintio, el general José María Bolaños. Zizkay tenía una historia silenciosa y completamente fantástica.

Cintio Vitier: Tenía mucho dinero y estudiaba en Francia. Cuando se enteró de la guerra de Martí, lo dejó todo y vino para acá.

Fina García-Marruz: Tenía una casa que era fantástica llena de cuartos y de objetos de lujo. Eso también está en “El Turco Sentado”.

Cintio Vitier: Lo enterraron en el armón de Máximo Gómez.

Fina García-Marruz: Cintio encontró una carta de un latinoamericano donde cuenta la increíble historia del húngaro Zizkay en Cuba…

Cintio Vitier: Era talabartero, vendía monturas de caballo.

Fina García-Marruz: Pero se hizo rico y tenía una casa fabulosa y se casó con una mujer que era dueña de un castillo. Tuvo una vida increíble. Eso forma parte no de “El Turco Sentado”, sino del Turco que Cintio cita en De Peña Pobre, que es otra cosa un poco distinta, es otra visión de Cuba donde se mezclan la historia de Zizkay y la historia de toda esta broma que fue “El Turco Sentado”. Ahí también aparece la Ópera de los Masones, que Cintio no quiso incluir completa por la siguiente razón: la Ópera tenía tres partes y en la última escena Eliseo estaba preso por la Santa Inquisición por ser amigo del masón Agustín.

La ópera tenía una serie de canciones que yo me sé de memoria —te la puedo cantar entera— pero en De Peña Pobre omite el final, porque sin la música era completamente absurda. Había hasta una burla del falso patriotismo.

Cintio Vitier: Todos cantábamos.

Fina García-Marruz: Participaba también un discípulo de Cintio de nuestra época en la universidad, un muchacho muy ingenuo de apellido Esquinazi que había servido de voluntario en el Ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial. Tenía un perfil helénico y parecía realmente un griego, muy sereno.

Cintio Vitier: Ese muchacho tiene un cuento muy bueno. No tenía nada que ver políticamente con Batista, más bien todo lo contrario, pero asistió a una reunión en la que se encontraba el dictador y le preguntaron: “¿Qué usted desea tomar?”.

Fina García-Marruz: Había “Cuba Libre” y “Presidente”, como tú sabes, dos tipos de bebida. “Deme otro Presidente”, respondió.

Otras explicaciones requieren lo de Esquenazi y la Ópera de los Masones, que a él escandalizó al oírla una vez, por sus rimas forzadas en que “¡Oh Cuba!, redimida y poderosa” nadaba, junto al mar “como una osa”, o nos vengábamos de los que estaban siempre citando en sus discursos a los “mártires” y habían entregado la Isla, “de bravos toda llena hasta la fosa”.

La Ópera tenía melodías de Mozart, de los estudios de violín de Cintio y melancólicas arias baritonales que cantaba Eliseo: “¡Yo no soy masón!…” —pues lo acusaban de esto los “religiosos”— y acababa, “¡sino caballero de Colón!”, y todo porque era amigo de Pi —irreligioso aparentemente—, dividido en dos personales: “el falso Pi” y “el verdadero Pi” —que era inocente—, mientras ellos lo mandaban a prender, acusándolo: “¡Masón, Masón, Masón!”

En fin, Rosa Miriam, que todo “El Turco Sentado”, como Agustín puso a nuestras reuniones de cuando éramos novios mi hermana y yo de Eliseo y Cintio, y vivíamos en Neptuno, era una broma, un juego, a la vez que una vigilancia impecable y crítica que tenía Agustín de algunas tendencias nuestras que aparecían caricaturizadas y descritas a través de las cosas que nos eran más distantes. Como te dije, yo era una feminista loca por la literatura que afirmaba que Emerson no era el autor de los Ensayos, sino su tía —y esto por lo que comenté con él, que dijo Emerson de la revelación que tuvo de la Naturaleza (en su trabajo así llamado, Nature), a través de una tía suya, muy amante de la naturaleza. Llegó a ponerme en mi libreta de estudios compartidos de latín —ya llevando la cosa al absurdo—: “Yo soy mi tía”, dicho ya en nombre propio, como sátira a su sátira.

En fin, que es difícil explicar tantas claves de ese “Turco” que empezaba por tener una posición sedente, sin ocuparse —aparentemente, él lo sabía— de las cosas magnas que estaban ocurriendo en Cuba, y en que nos reíamos unos de otros, incesantemente. Creo que éramos muy jóvenes todavía.

Creo que él fue, de nosotros —aunque todos éramos martianos y antimperialistas, desde luego—, el primero que tuvo una conciencia clara de que el riesgo era mucho mayor en tiempos de la carta a Mercado, de ahí lo que te contamos de que decía, que eran como en el anuncio de las pinturas “Sherwin and Williams”, “cubren el mundo” —lo que es hoy, como es sabido, un riesgo de orden planetario, del que ni siquiera los imperialistas dejarán de ser víctimas.

Cintio Vitier: ¿Sabes de quién también fue muy amigo Agustín? De Francisco Petrone, un gran actor del teatro argentino, que tuvo que emigrar en la década del 50 porque no le daban trabajo. En ese período Evita Perón se portó muy mal con muchos artistas, particularmente con los del teatro.

Fina García-Marruz: Emigró a Cuba con toda su familia, una larga familia.

“Petrone era el hombre de pampa bárbara, un actor extraordinario”.

Cintio Vitier: Fina, ¿cómo se llamaba la obra de teatro que presentó Petrone en Cuba?

Fina García-Marruz: Nada menos que Todo un hombre, de Unamuno.

Cintio Vitier: Que fue una maravilla, una cosa nunca vista.

Fina García-Marruz: Y la obra Todos son mis hijos, de Arthur Miller. Petrone era el hombre de pampa bárbara, un actor extraordinario. Agustín me contó una anécdota de Petrone, a propósito de una actriz cubana, Minín Bujones, muy buena. Petrone le comentó a nuestro amigo: “Esta muchacha es muy buena actriz. ¿Tú sabes lo que le falta? Conciencia de que es una gran actriz”. Cuando salía al escenario, lo primero que hacía Sarah Bernhardt era hacernos sentir que ella era Sarah Bernhardt. Después actuaba. “Esa muchacha es cubanísima, es extraordinaria, pero no se ha dado cuenta todavía de eso”, le decía Petrone a Agustín. Esa observación de Petrone era también muy de Agustín, y por ahí se ve el nexo que había entre ellos. Agustín tuvo una amistad muy profunda con Petrone y fue el padrino de uno de sus hijos.

Cinti o Vitier: Cuando estuvimos en Argentina fuimos a ver a uno de los hijos de Petrone.

Fina García-Marruz: Nos recibió, me acuerdo, en una de esas cafeterías de arquitectura española antigua, con unos estantes de vinos. Un lugar precioso. Hablamos toda la tarde con el hijo de Petrone, que nos regaló un disco donde aparece su padre cantando las décimas de Martín Fierro, un regalo inestimable para nosotros.

Se nos perdió un poco ese muchacho, no supimos más de él. Nos impresionó mucho. Nos dejó una nota en el hotel: “Los quiere ver Francisco Petrone, hijo”. Tuvimos una tarde maravillosa con ese muchacho.

Cintio Vitier: El retrato de Agustín no puede faltar en el homenaje.

Fina García-Marruz: (Muestra la fotografía que está en la sala de la casa.) Él está como a la sombra y hay un espacio grande en blanco frente a su rostro. En ese retrato parece que te está mirando, que estamos en el punto adonde va su mirada.

Cintio Vitier: Porque él veía a cada persona como en una lejanía entrañable. Cuando quería a una persona la quería más que a nadie, pero con una lejanía entrañable que no se podía tocar.

Fina García-Marruz: Ese retrato debe figurar porque es muy él. Habla más de él que de las cosas que te estoy diciendo. A veces me pongo a ordenar la casa y termino conversando con ese retrato.

Cintio Vitier: Sí, conversas.

“Me presentaba como una musa algo loca por la literatura. Se burlaba de eso y a mí me hacía mucha gracia”.

Fina García-Marruz: De tantas cosas… A él no se le podía tocar, no le gustaba hablar. Pero era emocionante recibir una carta de él. Yo leí hace poco una carta de él, que me la envió del central Merceditas, donde se refería en broma a mi “talento imaginativo”.

Cinti o Vitier: Y a tu “feminismo”.

Fina García-Marruz: Me presentaba como una musa algo loca por la literatura. Se burlaba de eso y a mí me hacía mucha gracia. Él acababa de llegar al central Merceditas, no hacía más que unas horas que no nos había visto y nos decía al final: “Escríbanme, por favor”. Ahí estaba ese cariño entrañable y lo que nosotros éramos para él, algo muy especial. Nos quería entrañablemente como nosotros a él.

Cintio Vitier: No se pueden olvidar los “cadáveres exquisitos” de “El Turco Sentado”, que son extraordinarios.

Fina García-Marruz: Hay muchos, hay muchos poemas escritos entre todos. También jugábamos a la palabra inventada, como también hacían los surrealistas, de lo cual después me enteré. Los jóvenes de entonces en toda Hispanoamérica hacíamos las mismas cosas.

Cintio Vitier: Estos los inventamos nosotros por nuestra cuenta.

Fina García-Marruz: Sí, recortábamos palabras de un periódico.

“También jugábamos a la palabra inventada, como también hacían los surrealistas, de lo cual después me enteré”.

Cintio Vitier: Inventamos versos.

Fina García-Marruz: Algunos maravillosos. Recortábamos las palabras de un periódico, las mezclábamos, las poníamos juntas y formábamos un poema.

Cintio Vitier: Para todo esto Agustín tenía una gran receptividad y un sympathos, como diría Lezama, tan ilocalizable como concentrado. ¿Te dije que Agustín nos hizo conocer el tango?

Fina García-Marruz: Ah, sí, en casa de Bella. Francisco Petrone bailó un tango con mi hermana, que bailaba muy bien y lo hizo a las mil maravillas, sin haberlo hecho nunca antes. Agustín llegó a tener mucha más amistad con Eliseo y Bella que con nosotros. Iba más de visita allá. Agustín nos visitaba a todos, pero a la casa de Bella era visita diaria. Todavía en casa de Eliseo hay cartas de Agustín en las que le dice a Bella: “Sobra Eliseo, mi novia”, jugando siempre.

Pensando en Agustín más de una vez he recordado un cuento de Hans Christian Andersen que le gustaba mucho a Eliseo, “El soldado y la viejecita”, creo que se llamaba así. La viejecita era un hada que fingía que estaba en una situación muy mala, muy mala, para saber si el soldado era una persona descuidada o si era realmente compasiva. Agustín también era misterioso y me recuerda lo que en ese cuento el hada decía: “¡Oh!, mi querido Agustín, todo se ha perdido al fin. El saco ya está raído, el bastón está perdido, ¡oh!, mi querido Agustín.”

A veces hablo con él y me acuerdo de eso y pienso y siempre me digo lo mismo: “¡Ah, mi querido Agustín, nada se ha perdido al fin!, ¡nada se ha perdido al fin!”. Porque el recuerdo que él nos deja es realmente inolvidable, para toda la vida, para toda la vida: “Querido Agustín, nada se ha perdido al fin”.

Cintio Vitier: Él era muy sencillo.

“¡Ah, mi querido Agustín, nada se ha perdido al fin!, ¡nada se ha perdido al fin!”.

Fina García-Marruz: Ya todo lo de nuestra familia origenista está expresado en el “¡Ah, que tú escapes!”, de Lezama, en la imposibilidad de definir lo inapresable, que también está en Luz, en lo de “lo más exacto, es lo que no puede definirse”.

Cuando Cintio se sintió un poco en la obligación de decir que “Él era sencillo”, pues aunque Eliseo jugaba con él poniéndole nombretes de “Sutilín” y “Profundol”, es juzgamiento también: lo “sencillo” —como sabía Martí—, es la sede de lo más profundo e insondable.

Era “sencillo”, como dice Cintio, pero era difícil y ¡rehusaba tanto que hablaran de él! Por eso creo que lo último que podíamos decirle a Agustín es: ¡perdónanos este homenaje!