Hotel Splendide

Santiago Gamboa
28/1/2016

Señor Presidente de la Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar

Señor director, Jorge Fornet

Colegas escritores, investigadores, jurados,

Lectores todos, señoras y señoras.

Muchas veces me han preguntado qué es escribir y, sobre todo, por qué lo hago. Por supuesto que sería indecoroso intentar una respuesta global, así que, generalmente, resuelvo el asunto con alguna respuesta aproximativa del tipo, “porque me gusta leer”, o “porque sería mucho peor si no lo hiciera”. Quienes escribimos, sabemos que escribir es la mejor manera de pensar. Lo que se escribe es siempre real y por supuesto verdadero ya que adquiere una forma y, en ocasiones, un soplo vital, a diferencia de lo “no escrito”, que es el extenso e infinito universo de lo no pensado, de lo que no existe aún ni tiene espacio en mente alguna.


Foto: Tomada de La Ventana

He ahí una verdadera línea divisoria: la que separa los libros que ya existen y se leen e incluso aquellos que no se leen más y ya han sido olvidados, del infinito y extraño territorio de lo « no escrito », ese banco de peces al que los escritores tiramos nuestros anzuelos y redes.

Lo que se escribe es siempre real y por supuesto verdadero ya que adquiere una forma y, en ocasiones, un soplo vital, a diferencia de lo “no escrito”, que es el extenso e infinito universo de lo no pensado, de lo que no existe aún ni tiene espacio en mente alguna.

Escribir puede ser, simplemente, llegar al Hotel Splendide y alojarse en una habitación con vista a la ciudad. Quedarse ahí hasta que algo se manifieste, sentarse a esperar incluso el fin del mundo o, por qué no, el fin de la poesía o el fin del amor entre todos los seres que pueblan este frío planeta. Porque el Hotel Splendide, como escribió Rimbaud, es el hotel de los poetas delirantes y fue construido en medio del caos de los hielos y la noche polar.

Escribir no es sólo mover los dedos con agilidad sobre un teclado y ver, al cabo de una jornada, que el número de páginas aumentó. Julio Ramón Ribeyro decía que aún acodado en el balcón de su casa, con una taza de café y fumando un cigarrillo, estaba escribiendo, pues pensaba con intensidad en el texto que tenía a medio hacer en el rodillo de su máquina. Pensar literariamente en algo ya es escribir.

En un momento bastante memorable del film Amadeus, de Milos Forman, el personaje de Salieri le pregunta a Mozart por una pieza musical que le encargó, y éste dice que ya está terminada. Cuando pregunta dónde la tiene, él simplemente responde: “aquí”, y se señala la cabeza. Luego agrega: “el resto son sólo garabatos”. Ese resto es la escritura musical, que contiene y transmite la música pero que no es la música, del mismo modo que en literatura el lenguaje escrito transmite la obra, pero no es la obra.

En el Hotel Splendide, cada escritor inventa de nuevo la escritura. Cada escritor es, de algún modo, el primer escritor, pues la materia sobre la cual trabaja no es en principio literaria, y por eso debe partir de cero.

En el Hotel Splendide, cada escritor inventa de nuevo la escritura. Cada escritor es, de algún modo, el primer escritor, pues la materia sobre la cual trabaja no es en principio literaria, y por eso debe partir de cero. Ni la realidad ni el lenguaje, en su origen, son literarios. Lo que es literario es el modo en que él los percibe, los piensa y, finalmente, los procesa para transformarlos en la obra.

El hecho de que el universo pueda expresarse en términos matemáticos no quiere decir que este sea matemático. Lo mismo sucede con la realidad y la literatura.

Frente a esto, el escritor está solo. Puede ver lo que otros han hecho a través de la lectura y establecer comparaciones, nutrirse de influencias y armar genealogías, pero nada más. Tiene la tradición, al interior de la cual hará lo que Juan Goytisolo llama su propio «árbol de las letras», su genealogía. Aprender a admirar es aprender a leer literariamente, y aprender a dar la vida por un libro, o incluso más: por un párrafo, un verso o una estrofa. Pero hay que tener cuidado con la admiración a la hora de escribir, para no transformarse en un copista. Ahí es mejor estar solo, porque lo que cada escritor debe crear es, sobre todo, su propia forma de ser escritor.

 Aprender a admirar es aprender a leer literariamente, y aprender a dar la vida por un libro, o incluso más: por un párrafo, un verso o una estrofa. 

Desear intensamente escribir una gran obra y desplegar los medios y la disciplina para lograrlo, no asegura nada. Esto es lo que se suele llamar “vocación”. La vocación sirve para acabar los trabajos iniciados, imponerse un horario, dotarse del espacio de concentración y soledad, pero no basta para lograr grandes obras. Para ellas se requiere además del talento, ese extraño factor que, felizmente, nadie ha logrado aislar ni describir.

Si se tiene talento, no es ni siquiera obligatorio conocer a fondo la literatura para escribir. Haber leído puede ayudar, por supuesto, pero no es definitivo. Hay muchos que lo han leído todo y no pueden escribir una línea que tenga el valor de lo que les gusta leer. Si no se tiene talento, todas las lecturas del mundo serán siempre insuficientes.

Si se tiene talento, no es ni siquiera obligatorio conocer a fondo la literatura para escribir. Haber leído puede ayudar, por supuesto, pero no es definitivo.

¿Qué es eso del talento? A veces lo imagino como una estatuilla de piedra guardada al fondo de esa “caja negra” que, también imagino, está al interior de cada ser humano. Si pudiéramos abrir varias de esas cajas veríamos que sólo en una o dos de cada cien, o de cada mil, encontramos esa anhelada estatuilla. No sabemos de dónde viene ni por qué unos la tienen y otros no, y mucho menos si es posible auto generarla o si puede desaparecer con el tiempo. Sólo sabemos que está allí y que en otros no está ni estará nunca.

Quien no tiene talento es mucho más consciente de él que quien sí lo tiene, y esto es normal. Igual que la salud o el dinero, son más conscientes de ellos quienes no los tienen.

Por eso el talento es antidemocrático, absolutista, despótico, egoísta. Puede concentrarse todo en una sola persona y desdeñar a miles que lo anhelan, que darían la vida por tenerlo.

Hay personas que tienen talento y no lo usan, y esto es también un misterio. Algunos por falta de disciplina, concentración, capacidad de realizar un esfuerzo sostenido. En suma, por falta de vocación. En estos casos, el talento solo tampoco es suficiente para crear una obra de arte.

El talento es un don de la naturaleza, pero es necesario ponerlo en práctica, usarlo para que exista. Implica una corresponsabilidad y, al igual que ciertos conceptos morales, está basado en el libre albedrío. En términos de Lezama: es un movimiento de fuerzas coincidentes, expresadas en dos frases: « Nos vienen a buscar », que debe ser completada con: « Salir al encuentro ». Por eso usar el propio talento implica un riesgo y es, a la vez, un logro.

Hay otras riquezas que no implican corresponsabilidad alguna y que son puramente naturales. Como la belleza en ciertas personas o el petróleo en algunos países: son simplemente un bien de la Naturaleza, no el resultado de un trabajo o una industria. Es un patrimonio que simplemente se tiene, sin haber hecho nada por él.

Cualquier riqueza o bien mengua con el uso, pues es imposible disfrutar de algo sin gastarlo y, si se derrocha, agotarlo. El talento, en cambio, es el único bien que se gasta al no usarlo.

En el Hotel Splendide, cada escritor, pues, es el primer escritor, y debe arreglárselas solo. Debe inventar para sí el fuego y la rueda, descubrir la ley de la gravitación universal y la penicilina. Su fuego, su gravitación universal, su penicilina.

Cualquier riqueza o bien mengua con el uso, pues es imposible disfrutar de algo sin gastarlo y, si se derrocha, agotarlo. El talento, en cambio, es el único bien que se gasta al no usarlo.

Para un escritor, pensar literariamente equivale al deseo de crear algo que aún no existe, y de hacerlo con una intención estética. Es la pulsión que obliga a la belleza, a la comprensión, al arte.

El escritor debe convencerse de que el mundo literario que percibe está ahí y existe. Debe verlo, sentir su olor, escuchar sus voces. En suma, vivir en él. Luego debe escribirlo para convencer a los demás de su existencia, y de su probable necesidad.

En el caso de la novela, la intención implica un ritmo especial, una prosodia que le es propia, con una intensidad muy diferente a la de la poesía. Como decía mi maestro Ribeyro, en la novela son necesarias las frases banales. Si cada una de las frases de una novela es bella en sí misma, es posible que el libro en su conjunto sea un fracaso. En literatura, no siempre el resultado final es igual a la suma de las partes (esto suele ocurrir con las novelas de poetas, aunque no es una regla general).

¿Qué determina que algo sea una novela? Supongo que la respuesta más sencilla es: la intención del autor. Hay novelas en verso, como Golden gate de Vikram Seth, o novelas que son una colección de biografías, como La literatura nazi en América, de Bolaño, o novelas que son ensayos, como algunas de Perec, o que son crónicas periodísticas, como Limónov, de Emanuel Carrère.

 En literatura, no siempre el resultado final es igual a la suma de las partes.

La crónica familiar y autobiográfica, por ejemplo, es uno de los tipos de novela más frecuente en los últimos años. Mencionaré algunas muy conocidas: El olvido que seremos, de Héctor Abad, Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel o Canción de tumba, de Julián Herbert. Estos autores narran sus infancias y la vida y a veces la muerte de sus padres, pero lo que las convierte en novelas es algo muy elemental: para contarlo, usan los procedimientos narrativos de la novela.

El verdadero tema de la novela es el paso del tiempo. La experiencia humana, de cualquier tipo, expuesta al paso del tiempo. A través de una historia real o de ficción, poco importa. Para hacerlo cada autor inventa sus técnicas, aunque hay otras que ya están inventadas y que pueden, simplemente, usarse.

Todo lo que sirva a sus propósitos es válido y es verdadero. Como decía el escritor R.H. Moreno Durán: cualquier método o medio está justificado por el fin, aunque carezca de principios. De ahí su máxima literaria: “El fin justifica los medios es una frase sin principios”. Esto solía decir este autor, caído en la batalla de la página en blanco. En la escritura las armas se miden por su efectividad, no por su verdad ni por su moral. El escritor es una especie de policía sin licencia que sólo se representa a sí mismo. Por eso escribe novelas que pueden ser clasificadas de mil modos: de ficción y autoficción, románticas, filosóficas, realistas, telquelistas o lacanianas, chavistas, macondianas. Hay de todo, que es como decir: todo se vale, porque el Hotel Splendide no pide antecedentes ni hoja de vida a sus huéspedes.

 En la escritura las armas se miden por su efectividad, no por su verdad ni por su moral.

Un cuento, en cambio, está limitado por la longitud. Un cuento que sobrepasa, por decir algo, las cien páginas, deja de ser un cuento. Su identidad se modifica. La novela puede tener muy pocas páginas o muchas sin dejar de serlo.

Escribir es hacerse partícipe de todo esto. Vivir en ese extraño mundo en el que estas cosas importan. Entrar a él por libre voluntad —no conozco un solo caso de alguien al que hayan obligado a ser escritor— y quedarse, probablemente para siempre. No por dejar de escribir un escritor deja de ser escritor; incluso los que no escriben y puede incluso que algunos que no escribieron nunca.

Como todo escritor es ante todo un experimentado lector, sabe que la intensidad debe ser dosificada para no caer en el virtuosismo infinito. Diez horas seguidas de Paganini serían insoportables incluso para el espíritu más refinado.

Como todo escritor es ante todo un experimentado lector, sabe que la intensidad debe ser dosificada para no caer en el virtuosismo infinito. 

Escribir es un acto voluntario, y su lectura también es voluntaria. Ser leído no es uno de los derechos humanos. Que alguien escriba una novela o un poemario no crea en los demás la obligación de leerlo.

Narrar, en realidad, no es necesariamente un arte. Lo artístico es el resultado de la narración. La acción o el acto de “narrar” es algo de lo más banal, incluso aterradoramente banal. Un hombre soñoliento, en bata y pantuflas, inclinado sobre un montón de papeles, con un bolígrafo en la mano, haciendo correcciones aquí y allá mientras bosteza o le da sorbos a una taza de café. Es una escena indecorosa, lo sé, pero el resultado puede ser una obra de arte. Entonces todo se transforma e incluso el acto de escribir esa obra se vuelve heroico. Nunca al revés. Los sufrimientos o penurias de un escritor sólo son interesantes cuando sus libros son importantes.

Narrar, también, consiste en establecer nuevas e inobservadas relaciones con lo ya escrito; iluminar con un argumento o un diálogo o un verso alguna verdad humana, olvidada o nueva. O algo aún más sencillo: unir palabras o ideas que desean estar juntas.

Narrar, también, consiste en establecer nuevas e inobservadas relaciones con lo ya escrito; iluminar con un argumento o un diálogo o un verso alguna verdad humana, olvidada o nueva. 

Hay un verso de Tagore que dice: “El agua tiene sed de ser bebida”. En la página escrita se celebran varios encuentros: la memoria y la imaginación, la tradición con lo nuevo y con la ruptura, la forma y los géneros con sus nebulosas fronteras y el modo de cruzarlas. Las palabras que lo conforman se encuentran en el texto y hay una cierta felicidad en ellas, una felicidad que desea ser transmitida. Podríamos decir, parafraseando a Tagore, que esas palabras tienen sed de ser leídas.

Es difícil para un lector definir por qué le gusta un libro o por qué lo considera importante. Simplemente lo sabe. Las palabras que usa para describir su entusiasmo, por lo general, sólo llegan a la periferia de su lectura, de esa profunda conmoción que nos sacude al darle vida, en nuestra imaginación, a una poderosa obra literaria.

A partir de ese momento la obra se integra a nuestra vida, a nuestros recuerdos y sensibilidad. No sólo es algo que uno ha leído, sino que le ha ocurrido. Por eso leer es un modo de multiplicar en el tiempo, en la geografía y la historia, la maravillosa sensación de estar vivos. Con los libros vamos hacia el pasado o el futuro, somos hombres o mujeres, asesinos y reyes. Nos transformamos incluso en ideas y en formas narrativas.

Se debe leer porque, al fin y al cabo, una vida es poca vida. Pero, ¿qué se busca al escribir? No conozco una respuesta mejor que la dada por Saúl Bellow al recibir el premio Nobel de Literatura, en 1976. El dijo: “Nosotros, los escritores, no representamos adecuadamente a la humanidad. El público inteligente espera oír del arte lo que no oye de la teología, la filosofía, la teoría social, y lo que no puede oír de la ciencia pura. Lo que se espera del arte es que encuentre e indique en el universo, en la materia y en los hechos de la vida, aquello que es fundamental, perdurable, esencial”.

Por eso, a la hora de escribir, conviene imaginar una novela descomunal, pues la escritura es también un proceso de pérdida: se sueña con una catedral y al final, con suerte, se logra una modesta iglesia de provincia.

Y un consejo suplementario, sobre todo para los más jóvenes, los que aspiran a una buhardilla en este delirante y cada vez más crepuscular Hotel Splendide: antes de escribir, para reunir fuerzas, se pueden decir en voz alta estos versos:

Prometo querer narrarlo todo y contra toda esperanza.

Prometo ser sincero en la verdad y en la mentira, y prometo contradecirme.

Prometo no ser tan “versátil” como algunos editores quisieran.

Prometo no ser nunca un escritor sin escritura.

Prometo reescribir, tachar, borrar y maldecir hasta quedar sin aliento.

Prometo todo esto, Señor, en nombre de tantos autores caídos en el campo de batalla de la página en blanco.

Prometo también algo muy sencillo.

Repetir cada mañana esta plegaria:

“Señor, no soy ávido,

sólo te pido 500 palabras”.

II.

Ahora veamos las cosas más de cerca, pues siempre que debo hablar de literatura me viene a la mente una vieja historia que escribí hace algunos años y que tiene que ver ya no con hoteles o albergues de paso, sino con algo tal vez más elevado, y es la profunda relación que hay entre literatura y aviación. No con la aviación comercial moderna ni con los aviones de reacción, mucho menos con los cohetes que salen de la atmósfera hacia el fondo del cielo, sino con los viejos bombarderos. Me explico. Hablar de ciertos objetos en desuso es como extraviarse por caminos que ya nadie recorre, que es una de las obligaciones de la escritura: ir allí donde nadie va, abrir los ojos en lo más negro del bosque y volver para contarlo.

 Me gusta pensar que escribo desde el rincón de un bar, al mediodía, cuyos clientes duermen sobre la barra, al lado de vasos pegajosos donde van a abrevar las moscas.

Por eso me gusta imaginar que escribo desde olvidadas autopistas desiertas, al amanecer. Desde hoteles de carretera semi abandonados, con piscinas sin agua en las que dormitan los perros, con un anciano sordo en la recepción y una princesa derrotada que vive en la habitación 306 y mira el mundo desde una solitaria botella de vodka. Me gusta pensar que escribo desde el rincón de un bar, al mediodía, cuyos clientes duermen sobre la barra, al lado de vasos pegajosos donde van a abrevar las moscas. O desde ese salón vacío en el que suena una pianola y una mujer canta, haciendo al final una aparatosa venia ante un público de fantasmas. Escribir como un acróbata caído de su alambre, pero antes de llegar al suelo.

Lo que intento ver desde allí es el mismo mundo en el que horas después otros se levantan, activos y enérgicos, para salir de sus casas y emprender la cotidiana lucha por la respetabilidad, que en el fondo es el combate más solitario de la modernidad, hoy, cuando los males que nos aquejan ya no son virales ni bacteriales, sino neuronales, pues vivimos inmersos en sociedades depresivas y nerviosas en donde el arma más aterradora es la mirada del otro. Narrar es también ver el mundo desde ciertas miradas turbias y escribir desde la total desesperanza.

Por eso la historia que me dispongo a contar es algo triste y, la verdad, ya ni siquiera sé por qué voy a contarla ahora y no, por decir algo, dentro de un mes o dentro de un año, o nunca. Supongo que lo hago por nostalgia de mi amigo el poeta portugués Ivo Machado, que es uno de los dos protagonistas, o tal vez porque acabo de comprar una pequeña avioneta de metal que ahora tengo en mi escritorio. Disculpen el tono personal. Terminaré esta conferencia con una historia excesivamente personal.

El protagonista número Uno es, como ya dije, el poeta Ivo Machado, nacido en las islas Azores, pero lo que nos importa es que en su identidad civil, la de todos los días, es controlador aéreo, una de esas personas que están en las torres de control de los aeropuertos y guían a los aviones a través de las rutas del cielo.

La historia es la siguiente: cuando Ivo era un joven de 25 años (a mediados de los 80) controlaba vuelos en el aeropuerto de la isla de Santa María, la más grande del archipiélago de las Azores, en mitad del Atlántico, equidistante de Europa y América del Norte. Una noche, al llegar a su trabajo, el jefe de control le dijo:

—Ivo, hoy dirigirás un solo avión.

Él se extrañó, pues lo normal era llevar el vuelo de una docena de aeronaves. Entonces el jefe le explicó:

—Es un caso especial. Se trata de un piloto inglés que lleva un bombardero británico de la Segunda Guerra Mundial hacia Florida, para entregarlo a un coleccionista de aviones que lo compró en una subasta en Londres. Hizo escala aquí y continuó hacia Canadá, pues tiene poca autonomía, pero lo sorprendió una tormenta, debió volar en zigzag y ahora le queda poca gasolina. No le alcanza para llegar a Canadá y tampoco para regresar. Caerá al mar.

Al decir esto le pasó los audífonos a Ivo.

—Debes tranquilizarlo, está muy nervioso. Dile que un destacamento de socorristas canadienses ya partió en lanchas y helicópteros hacia el lugar estimado de caída.

Ivo se puso los audífonos y empezó a hablar con el piloto, que en verdad estaba muy nervioso. Lo primero que éste quiso saber fue la temperatura del agua en el lugar donde iba a caer, y si había tiburones, pero Ivo lo tranquilizó al respecto. No había. Luego empezaron a hablar en tono personal, algo infrecuente entre una torre de control y un aviador. El inglés le preguntó a Ivo qué hacía en la vida, le pidió que le hablara de sus gustos y de sus sentimientos. Ivo dijo que era poeta y entonces el inglés pidió que recitara algo de memoria. Por suerte mi amigo recordaba algunos poemas de Walt Whitman y de Coleridge y de Emily Dickinson. Se los dijo y así pasaron un buen rato, comentando los sonetos de la vida y de la muerte y algunos pasajes de la Balada del viejo marinero, que Ivo recordaba, donde también un hombre batallaba contra la furia del mundo.

Pasó el tiempo y el aviador, ya más tranquilo, le pidió que recitara los suyos propios, y entonces Ivo, haciendo un esfuerzo, tradujo sus poemas al inglés para decírselos sólo a él, un piloto que luchaba en un viejo bombardero contra una violenta tempestad, en medio de la noche y sobre el océano, la imagen más nítida y aterradora de la soledad. “Noto una tristeza profunda, un cierto descreimiento”, le dijo el aviador, y hablaron de la vida y de los sueños y de la fragilidad de las cosas, y por supuesto del futuro, que no será de la poesía, hasta que llegó el temido momento en que la aguja de la gasolina sobrepasó el rojo y el bombardero cayó al mar.

Cuando esto sucedió el jefe de la torre de control le dijo a Ivo que se marchara a su casa. Después de una experiencia tan dura no era bueno que dirigiera y controlara a otras aeronaves.

Al día siguiente mi amigo supo el desenlace. Los socorristas canadienses encontraron el avión intacto, flotando sobre el oleaje, pero el piloto había muerto. Al chocar contra el agua una parte de la cabina se desprendió y lo golpeó en la nuca. “Ese hombre murió tranquilo”, me dice hoy Ivo, “y es por eso que sigo escribiendo poesía”. Meses después la IATA investigó el accidente e Ivo debió escuchar, ante un jurado, su conversación con el piloto. Lo felicitaron. Fue la única vez en la historia de la aviación en que las frecuencias de una torre de control estuvieron saturadas de versos. El hecho causó buena impresión y poco después Ivo fue trasladado al aeropuerto de Porto.

“Aún sueño con su voz”, me dice Ivo, y yo lo comprendo, y cada vez que evoco su extraño incidente pienso que siempre se debería escribir de ese modo: como si todas nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad”.

Muchas gracias.

Nota: El texto fue leído por su autor durante la inauguración del Premio Literario Casa de las Américas 2016.