Homenaje a Fina en la Biblioteca Nacional José Martí
Fina García Marruz cumplió el 28 de abril sus primeros cien años de vida y Cuba lo ha celebrado a lo largo y ancho del país como corresponde. Pero si hay un lugar donde esa celebración debía tener una significación especial es en la institución donde ella laboró por muchos años, al lado de su inseparable Cintio Vitier, y a la que aportó su talento, personalidad y sapiencia, la Biblioteca Nacional José Martí.
Para la Biblioteca Nacional José Martí este homenaje a Fina García Marruz era una obligación moral.
El homenaje tuvo lugar como parte de Biblioteca Abierta, espacio que se ha venido sistematizando en la institución y que se realiza desde hace más de un año los últimos sábados de cada mes. El tributo, dividido en varias partes, contó con un público que, si no muy numeroso debido a los problemas de transporte que afrontamos, estuvo integrado por personas muy interesadas.
La evocación comenzó al frente del cubículo donde trabajó Fina, con la lectura de unas palabras enviadas por Omar Valiño, director de la institución, quien no pudo asistir por problemas de trabajo, y siguió con la lectura de un poema escrito por Fina en 1966, cuando ella laboraba en el Departamento Colección Cubana. Con ese hermoso texto, la poetisa quiso gratificar a sus compañeros de trabajo de entonces, describiendo en versos a cada uno de ellos en una mañana cualquiera a la hora de comenzar la jornada laboral. Se trata de un poema inédito (ni José Adrián Vitier, su nieto, presente en el acto lo conocía), que había atesorado Araceli García Carranza (a ella y a su esposo está dedicado). El poema y una breve introducción se publicarán posteriormente en la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, pero queremos darlo a conocer en La Jiribilla, al final de este artículo.
Después, en el vestíbulo de la institución, Carlos Valenciaga, jefe de Colección Cubana, se refirió a la sintética muestra que se preparó en varias vitrinas con fotografías, libros y manuscritos de Fina. A continuación, comenzó a sesionar un panel integrado por Araceli García Carranza, principal bibliógrafa cubana, quien fuera jefa de Fina por los años sesenta y setenta del pasado siglo, cuando se gestó lo que después se consolidó, al cabo de los años, como Centro de Estudios Martianos, pero que tuvo su embrión en la Sala Martí de Colección Cubana. Le siguió el ensayista y poeta Roberto Méndez, miembro de la Academia Cubana de la Lengua y estudioso de los escritores integrantes del grupo Orígenes, y concluyó con la exposición del ensayista, poeta y traductor Jesús David Curbelo, profesor de literatura del Instituto Superior de Arte. Fue moderado por quien escribe.
Araceli se refirió a los años de laboreo de Fina y Cintio en la Biblioteca Nacional, a sus numerosas conferencias, a la inestimable ayuda que brindaron a los Seminarios Juveniles de Estudios Martianos y dio un repaso a su obra escrita por aquellos años, sus interesantes Temas Martianos, y otros textos que produjo durante su estancia en la institución. Araceli destacó la participación decisiva de Fina y Cintio en la forja de la génesis de la Sala Martí: “La Sala fue un verdadero santuario en el cual Fina, con sus magistrales visitas dirigidas, predicó el misterio del pensamiento del Apóstol. En aquella Sala se respiraba un ambiente de respeto tal que era como si allí hubiese estado Martí sentado en el sofá que ocupaba un lateral”. La bibliógrafa también habló de los temas inherentes a la personalidad de Fina y su convivencia y relaciones con los demás trabajadores.
“Fina es una literatura”.
Por su parte, Méndez disertó sobre la relación de las artes visuales cubanas con Fina, ella como modelo, y explicó antecedentes y pormenores de las fotografías que el reconocido artista del lente José López Berestein le realizó; centró sus palabras en el óleo sobre tela que el gran pintor Fidelio Ponce de León le dedicó y sobre el que muchos autores han escrito textos de diversa índole, según Eliseo Diego “La joven de la boina”, y de acuerdo a Cintio, “Retrato de Fina a sus quince años”. Recuerdo que Cintio me mostró la pieza en una de mis visitas a su apartamento vedadense y es un cuadro realmente hermoso, con el halo enigmático característico de Ponce.
Curbelo, a su vez, dibujó un vasto panorama de la obra escritural de Fina, de su poesía y ensayística y puso énfasis en los mejores momentos de la misma. Fue la intervención más enfocada en la producción literaria de García Marruz. Dijo, entre otras afirmaciones conceptuales, “Fina es una literatura”, ponderando la elevada calidad de su obra, la que situó entre las más relevantes de la literatura cubana, la continental y de la lengua en general.
Terminado el momento de los panelistas, José Adrián Vitier relató una interesante anécdota sobre sus abuelos y, finalmente, quien esto escribe recordó una anécdota personal con Fina y Cintio, reveladora del carácter de la homenajeada y dio las gracias a los ponentes y a los presentes.
El tributo de la Biblioteca Nacional no se detendrá con lo acontecido en esta edición de la Biblioteca Abierta, pues habrá otros homenajes, uno de ellos será el dossier que la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí prepara actualmente para su número enero-junio del presente año.
La inmensidad de la obra de Fina García Marruz merece que se le estudie con profundidad, algo en lo que los miembros del panel estuvieron contestes y este homenaje apuntó en esa dirección, en sistematizar el conocimiento y aprendizaje de su literatura. Para la Biblioteca Nacional José Martí este homenaje era una obligación moral.
Mis compañeros de trabajo[1]
Fina García Marruz
Qué asombroso es que María Luisa[3]
no sea nuestra tía,
la que nos lleva el café de la cocina
al cuarto, con una bata ancha
de estampación borrada.
Josefina,[4] esbelta palma criolla,
con ojos de gata y sonrisa de niña.
Araceli[5] me recuerda a esa dulce muchacha
que pastoreaba el ganado en la exquisita mantequilla
holandesa de la niñez: es celeste y pacífica.
Cuando sonríe, saluda como el rocío.
Eudoxia[6] se sienta en el portal
de la casa azul del pueblo.
Tiene hijos mayores. Y la blusa
con los dobleces de la plancha casera.
Juana,[7] la dama en el taller, susurra una cifra.
(Entra Juan,[8] vestido de anticuario,
de detective, de coleccionista.
Se atuza el bigote: no descubre
al descubierto: sólo la punta
de sus zapatos viejos de aristócrata
que no quiere usar los nuevos
que tiene en casa: mimado
en exceso, ama
lo raro en él: el pueblo,
la pesquisa del secreto que han resuelto
mejor que sus andanzas
de disfrazado sabio francés,
los bondadosos ojos azules).
Lo rodean, distantes y solícitas,
cual si fueran “la dolorosa y la métrica
expresión”, Aleida,[9] la niña
seria, que en el colegio
lo sabe todo, la que levanta
primero la mano, y Amalia,[10]
más risueña y criolla,
de la misma despensera
aplicada, mas familiona aprendiz.
Amalia, la de los ojos conyugales.
Luisa[11] habla de Catulo
y de su amigo Sergio Chaple,
cuenta los sucedidos de la noche anterior
dice: ho-rrii-ble,
separando mucho las sílabas.
(Acaso nos encuentra demasiado
anticuados, demasiado incapaces
de burlarnos con gracia de la algarabía
que arma para contar algo, modosa, Teresita,[12]
pero se nos acerca con simpatía
por ese viejo hábito adquirido en la Escuela
de acercarse a lo que aún no comprende).
Su frescura es resuelta, de secreto recato,
como la noche cayendo
en su parque viboreño de Córdoba.
Miguelina,[13] avispa, zunzún,
bambú fino, tobillos
que se quiebran de frágiles
mira con sus hermosos
ojos de pobre y apunta
palabras que son como los clamores
del coro griego: “oh infausta noche!
¡oh desventura!”, entreviendo la vida
como los pasos elásticos y lujosos
de los gatos: huidiza, impenetrable.
Renée[14] entra balanceándose
como una barcaza de río, achinados
los ojos sonrientes, pequeñitos,
que lo ven todo, todo, juguetones,
tristes: con ella entra un Vedado
que se fue, una Habana
Vieja de ventiladores
como aspas de molinos y de pastel francés,
y toda la política de los años
treinta y tres.
Entonces aparece
María Teresa[15] como sorprendida,
con su rostro de niña, en el parque
perdido, con malicia cortés,
y vedadenses arruguitas finas,
y su grueso tacón que afinca bien,
María Teresa, que oye todavía
los cuentos de risa de su padre
el General,[16] y dice, “pero, chica…”
como cuando estaba en el colegio,
cambiando su inocencia
por su elegancia, y luego, al revés.
Cierra Elena:[17] parece decir:
“todo marcha tranquilo y está bien”,
atravesando la calle
para marcar el reloj,
como el que atraviesa, sonriendo,
el ruido, la tempestad,
con un paquetico rosado
y una sombrilla blanca.
1966
Notas:
[1] Original mecanuscrito en poder de Araceli García-Carranza.
[2] Nota escrita con bolígrafo en la parte superior de la hoja.
[3] María Luisa Antuña Tavío: bibliotecaria y bibliógrafa.
[4] Josefina García-Carranza Basetti: referencista y bibliógrafa.
[5] Araceli García-Carranza Basetti: bibliógrafa y jefa entonces del Departamento Colección Cubana, donde todos los mencionados laboraban.
[6] Eudoxia Lage: estacionaria.
[7] Juana Zurbarán: referencista.
[8] Juan Pérez de la Riva: investigador, demógrafo e historiador. Entonces asesor de la doctora María Teresa Freyre de Andrade, directora de la BNJM y director de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí (1965-1977), cuya redacción se encontraba adscrita al Departamento Colección Cubana.
[9] Aleida Plasencia: bibliotecaria, bibliógrafa e historiadora.
[10] Amalia Rodríguez: bibliotecaria.
[11] Luisa Campuzano: investigadora, ensayista y jefa de redacción de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí.
[12] Teresita Batista: bibliotecaria.
[13] Miguelina Ponte: narradora, poeta y bibliotecaria.
[14] Renée Méndez Capote: escritora e investigadora literaria.
[15] María Teresa Freyre de Andrade, directora entonces de la Biblioteca Nacional José Martí.
[16] General Fernando Freyre de Andrade.
[17] Elena Giraldez, bibliotecaria.