Holguín: los orígenes
7/5/2020
Holguín: un momento de agradecimiento
Como ocurre con la mayoría de las ciudades y poblados cubanos, los interesados en el pasado han tenido exquisito cuidado en estudiar sus años fundacionales. No pocas veces más ligados a leyendas, tradiciones orales, que a la posibilidad de una objetiva demostración documental; pues no todo se llevó al papel y la tinta y, cuando se hizo, en ocasiones, tales manuscritos se perdieron o es posible que estén conservados en los archivos españoles, casi siempre inalcanzables para las modestas posibilidades de los estudiosos de esta Isla.
Casi por regla, los textos escritos giran en torno al conquistador o el colonizador hispano que fundó la Villa, que muchas veces le legó su apellido como ocurrió con Holguín.
En nuestro caso tiene la peculiaridad que García Holguín no fundó la ciudad, sino el hato donde muchos años después se creó esta. En este sentido, hemos sido respetuosos con aquel hispano en esta hazaña de la memoria. En este 300 aniversario de la fundación de la ciudad en el 2020, debemos tener un momento de agradecimiento hacia algunos fundadores poco recordados.
No podemos olvidar los holguineros que tenemos una gran deuda con una ciudad cercana: Bayamo. Este territorio durante siglos fue parte de ese municipio. Se le llamaba la costa norte de Bayamo. Muchos de sus pobladores eran originarios de la vecina población. Deberíamos acercarnos a nuestros orígenes y dedicar un día o una tarja que conmemore esa relación secular.
Fue, por cierto, un alcalde bayamés, el que dio el impulso inicial para la creación de esta plaza. Don Bartolomé Luis de Silva y Tamayo, en uno de los recorridos que debía hacer por las tierras de su jurisdicción, comprendió las posibilidades que existían en esta región para fundar un caserío. Los vecinos vivían dispersos en este inmenso territorio. Debió ser hombre no solo de autoridad, sino propietario del don del convencimiento, pues logró que los futuros holguineros llegaran a la comprensión de la fundación del poblado.
Seguramente influyeron en la decisión de escoger este lugar, todas las ventajas que presentaba por su situación. Bastante alejada de la costa para evitar, o por lo menos dificultar, la incursión de piratas y corsarios. Es cierto que ya en esta época estaban en franca decadencia, pero el océano es suficientemente grande para que cualquier guerra, alteraciones y crisis los hiciera reverdecer. Pero tampoco estaba tan alejada de estas para que no se beneficiara con las acciones marítimas que se desarrollarían en aquellas inmensas planicies acuosas.
El lugar escogido por su situación geográfica no podía ser mejor. Era aquel un pequeño valle de unos 12 kilómetros de extensión conocido como Cayo Llano. Estaba rodeado de pequeñas alturas, la mayor de ella de 375 metros sobre el nivel del mar.[1]
Aunque desde antes vivían en esta zona algunos vecinos, no podemos considerarlo como una población. Ya en 1704 aparece en un mapa la región con el nombre de Holguín.[2] Siguiendo los caminos de la tradición, se considera que la fundación del poblado se efectuó el 4 de abril de 1720 con una misa.
Otro asunto que debíamos los holguineros agradecer y recordar es que, al crearse la ciudad, se hizo en una estructura regular, en cuadrícula, según exigía la recopilación de las leyes de Indias de 1525, implantadas a partir de 1647, y las ordenanzas de Cáceres promulgadas en La Habana en 1641, las cuales rigieron en todos los pueblos de la Isla y exigían el modelo romano para la fundación de pueblos.[3]
Gracias a eso tenemos esta ciudad, por lo menos en su parte colonial, con sus calles rectas, los bellos parques y, en general, el orden urbanístico que heredamos. Aunque muy trasformado en el siglo XX en los nuevos barrios creados. Hay otros vecinos a los que también debemos un agradecimiento esencial: los primeros habitantes de esta tierra. El historiador Minervino Ochoa Carballosa hizo un análisis, en un texto aún inédito, del que nos autorizó a citar un fragmento y que, por medio de la definición del nombre que se le ha dado a aquellos primeros vecinos, nos sitúa en un grupo que ha evolucionado y ya no podemos llamar aborígenes:
“En este caso, se acepta la denominación de indios para diferenciarlos de los aborígenes que habitaban el archipiélago cubano antes de la llegada de los europeos y mantenían una pureza cultural. Ya estos habían perdido la castidad ante el embate, no solo guerrero, sino también cultural del europeo.
“En general, son los que mantienen vivo su origen étnico durante la etapa llamada de contacto y transculturación. Sus reminiscencias históricas se localizan hasta el siglo XVIII en la región holguinera”. Entre los que crearon esta ciudad, de seguro, se encontraban no pocos de los que el colega define como indios. Quizás imposible hoy determinar el número de ellos y sus descendientes entre aquellos primeros holguineros. Pero recuerdo y homenaje mayor les corresponde a los africanos y descendientes, los que llegaron bajo el yugo de la esclavitud y se convirtieron en grupo fundamental de nuestra nacionalidad. Las escasas fuentes disponibles de aquellos años fundacionales nos impiden determinar su número y menos su nombre. Los caminos de la Isla pasan por África, que ha dejado una huella fundamental, junto con la cultura española, en nuestro pasado y presente.
Todos parecen haber dado su aporte a la construcción de estas casas, calles y plazas que hoy conforman la ciudad de gente de orgullo sano y emprendedor.
Fundación de la ciudad de Holguín
La fundación de la ciudad de Holguín fue un proceso largo que se inició, prácticamente, con la conquista de la Isla y el establecimiento de los primeros españoles en el territorio del norte de Oriente. Bartolomé Bastidia fue uno de los primeros pobladores del territorio donde se fundara la ciudad muchos años después.
Luego vendió sus propiedades y la encomienda a Diego de Lorenzana y a García Holguín. Este último le dio nombre al territorio. La vida de García Holguín está más relacionada, respecto a su vinculación con la ciudad, con la leyenda que con la realidad. De Cuba se trasladó a México y tuvo un papel importante en la conquista del imperio azteca. En medio del despoblamiento de la isla de Cuba, los primeros colonizadores eran atraídos por la riqueza del continente. García Holguín retornó a su hato y dejó familia que lo heredó a su muerte. Por lo menos esto afirma la historiografía local.
Este es uno de los temas más debatidos por los historiadores. La suerte de este conquistador en nuestro criterio es poco importante, pues su aporte más significativo fue el de su apellido, con el cual se bautizó el territorio. Quizás también dio el primer sustento a la añoranza de los vecinos de esta tierra cuando, por diversas razones, se vieron obligados a emigrar dentro o fuera de la Isla. En caso de ser cierto su retorno, fue una fidelidad gigantesca, si tenemos en cuenta que cambió las esplendorosas tierras mexicanas con todas sus riquezas por su mísero hato cubano.
El territorio de lo que luego fue la ciudad y jurisdicción de Holguín, quedó enmarcado en el municipio de Bayamo. Tierras altas de Maniabón o costa norte de Bayamo fue llamado. El lento poblamiento de vecinos, llegados posiblemente de Bayamo, así como de aborígenes y algunos africanos, fue ocupando paulatinamente estas tierras. Ya en 1719 los vecinos de la región sumaban unos 450. La ganadería y luego el cultivo del tabaco, serían los principales renglones de la economía local. Se conformaron algunos caseríos insignificantes. En uno de ellos, el de Managuaco, se fundó una ermita, según la tradición, el 5 de octubre de 1692.
La construcción de esta ermita demuestra la existencia de una población de cierta relevancia en los parámetros de la época, que requería la atención de la iglesia. Los holguineros soñaban con la construcción de un pueblo.
Fue un bayamés, Bartolomé de Silva y Tamayo, alcalde ordinario de Bayamo, en una de las visitas a la que estaba obligado a realizar periódicamente al territorio bajo su jurisdicción, quien convenció a un grupo de vecinos para que formaran una población. Para esto se escogió el lugar donde actualmente se encuentra la ciudad. No existe una fecha exacta de la construcción del pueblo. Según el historiador José Novoa Betancourt, entre los años 1717 y 1719, se produjo la mudada y construcción del pueblo; mientras que en 1720 se oficializó este. En 1726 el caserío contaba con una iglesia y sesenta casas de guano, las que podían albergar alrededor de 300 personas.
El gobernador del departamento oriental aprobó en 1726 que se instituyera el cargo de teniente de justicia y capitán de guerra. En 1752 Holguín se constituyó en municipio. En aquellos momentos, en las tierras que estaban bajo la jurisdicción del municipio, residían 1291 personas. La ciudad irá creciendo paulatinamente hasta terminar convertida en una de las más pobladas de la Isla.
La ciudad en una Mesopotamia
Holguín es conocida como La Ciudad Cubana de los Parques: “Estos espacios urbanos están indisolublemente ligados al desarrollo histórico y social de la urbe, al extremo de afirmarse que la historia de Holguín es la de sus plazas”.[4] Aunque también podía llamarse la ciudad en una Mesopotamia. La población se formó entre dos ríos que parecen intentar abrazarla.
El valle de colinas suaves que dejan espacios suficientes para futuros caminos, fue la primera señal que debieron recibir quienes se iniciaban en el tránsito de conquistadores a colonizadores, en el siglo XVI cubano. Había llegado García Holguín en épocas tempranas, y luego de muchos avatares en el Nuevo Mundo, iba a establecer su hato en aquella tierra de tanto verdor que cansaba la vista. De seguro que entre tanto árbol no distinguió los ríos hasta que ya tropezó con la humedad. Lo atravesaron sin dificultad, pues había vado suficiente para ello. Fue exploración inicial hasta que descubrieron que se encontraban rodeados de agua. Estaban en una verdadera Mesopotamia. Aquellos ríos sin nombre fueron bautizados como Fernando e Isabel, recordando a los reyes españoles que habían apoyado la empresa del descubrimiento. Rodeado de indios y de seguro de otros hispanos, García Holguín inició el establecimiento de su hato. La tradición, más que la demostración histórica, sitúa el acontecimiento el 4 de abril de 1545.
El agua, que siempre ha sido difícil en la región, fue asunto de seguro a tener en cuenta a la hora de elegir un territorio para fundar la población en las primeras décadas del siglo XVIII. Se le llamó Holguín. No podía haber mejor asiento para el futuro desarrollo demográfico que el espacio sólido entre los dos ríos. Mucha llanura para trazar calles rectas y bastante agua para satisfacer la gran sed de la civilización.
La ciudad de Holguín, desde aquellos momentos, quedaría estrechamente ligada a ambos ríos. Muy pronto comenzaron a ser incluidos en la vida común. Los nombres resultaban demasiado lejanos para esta gente de acá que, paulatinamente, comenzaron a olvidar la península. Una decisión que hoy es anónima renovó el bautizo. Marañón fue designado uno de aquellos riachuelos, siguiendo el criterio de esos árboles frutales que debieron crecer en algunas de sus márgenes. Al otro se le designó como Jigüe, personaje de la mitología africana. De esa forma se incluía por decisión popular a esa cultura tan importante para el cubano.
Los ríos eran los límites lejanos de la población. La ciudad crecía despacio como si temiera llegar a aquellas fronteras húmedas de su feudo. Se situó el cementerio del otro lado del Jigüe. Traspasar los ríos era sinónimo de lo distante. Del otro lado del Marañón debía ser símbolo de lo desconocido para los más cautos en el andar. Los vados se mostraban demasiados inseguros en tiempo de lluvia, por lo que se recurrió a los puentes. Rústicos y de madera inicialmente, de arcadas y de materiales más sólidos los que los sustituyeron. La ciudad comenzó a rebasar los límites del río.
Las calles que morían en la hierba y las arboledas fueron avanzando paulatinamente hasta situar sus extremas vanguardias en los ríos. Luego fue el salto de la ciudad, que incursionó en las otras márgenes. La ciudad, que había vivido en buena armonía con los ríos, se volvió glotona. Sus vecinos comenzaron a construir sus casas muy cerca de las márgenes. Era como si no se quisiera dejar los marcos de la Mesopotamia. Por último, los más arriesgados arrinconaron a los arroyos nobles ocupando sus desagües naturales. En ocasiones el Jigüe y el Marañón llegan reclamando lo que justamente es de ellos. Pero en lugar de prados por donde se fuguen sus aguas, encuentra muros, puertas, ventanas, techos… Las aguas sorprendidas por el inesperado descubrimiento realizan una protesta salvaje, penetrando por cuanta rendija encuentran a su paso, confiscando muebles y televisores, radios y refrigeradores que van aguas abajo en demostración de que la naturaleza tiene fronteras inviolables Pero luego los ríos vuelven a su cauce. Se recogen sobre sí con cierta timidez, no siempre comprendida. Los vecinos de la ciudad, como si quisieran vengarse de sus furias, los han convertido en cloaca abominable. Viven los ríos muy tristes. Los nobles que brindaron sus aguas y frescuras a sus vecinos y que han hecho esta tierra fértil para que cada patio conserve un breve esbozo de bosque, han sido ofendidos y humillados en su esencia.
Hoy la ciudad necesita no ir a los tiempos iniciales de tanta furia humana, sino retomar el sentido de la civilización de convivir con la naturaleza, y hacer del Jigüe y el Marañón lo que fueron y deben ser los viejos amigos de la ciudad.