La filmografía japonesa popularizó mundialmente el personaje del samurái, aportó a uno de los actores de mayor reconocimiento universal, Toshiro Mifune, e igualmente a un director hoy día icónico por la calidad de sus producciones: Akira Kurosawa. A estas dos personalidades del cine mundial debemos los cubanos, en mayor o menor medida, el “descubrimiento” y el interés cada vez mayor —incluida mucha admiración— por la cultura japonesa, sus costumbres, modo de vestir y hasta el idioma.

Descubrimos los cubanos que con los japoneses compartimos además la afición por las artes marciales, el voleibol, el beisbol (¡la pelota!). Y para cerrar nos gusta el sushi y a ellos el congrí.

Pero esta historia, su génesis al menos, se remonta a cuatro siglos y una década atrás, o sea, al verano del año de 1614, cuando nuestra ciudad de San Cristóbal de La Habana no pasaba de ser un centenar de casas y establecimientos comerciales para la distracción de los marinos que tocaban tierra en tránsito por el Caribe.

En el mes de julio de aquel ya distante año desembarcó en La Habana un señor de aspecto singular, ataviado con sandalias y kimono, a quien acompañaban varios frailes franciscanos y que despertó el interés de las autoridades coloniales con las que seguramente se entrevistó.

El personaje se nombraba Hasekura Rokuemon Tsunenaga, de nacionalidad japonesa y era un samurai de verdad, es decir, un hombre al servicio de un señor feudal de la ciudad de Sendai que deseaba establecer los primeros vínculos comerciales entre el distante Japón y el Nuevo Mundo.

Aquel peregrino de nombre tan complicado vino a ser algo así como el primer contacto oficial entre Japón y Cuba, o sea, el pionero de las relaciones entre dos archipiélagos que hoy mantienen nexos en muchas áreas del comercio, el deporte, la técnica y la cultura.

En julio de 1614 desembarcó en La Habana un señor de aspecto singular, ataviado con sandalias y kimono, que despertó el interés de las autoridades coloniales con las que seguramente se entrevistó.

El peregrino (porque en efecto tenía algo de tal) había salido de Japón en la nave San Juan Bautista, atravesó el Pacífico, cruzó México, salió a Veracruz y desde allí llegó por mar a La Habana, al cabo de un periplo grande. Luego, de aquí, siguió camino hacia España, donde fue recibido por el rey Felipe III. En la Península también fue bautizado con el nombre de Felipe Francisco de Fachicura y a continuación prosiguió su peregrinaje hasta Roma, donde el Papa Paulo V lo acogió. ¡Vaya largo andar el del señor Hasekura!

El Santo Padre le confirió honores, lo albergó durante tres meses y le dio el título de “patricio romano”. Hasekura se cristianizó, lo cual le trajo contratiempos pues la religión cristiana estaba proscrita en Japón, país al cual regresó después de su extenso viaje de más de siete años alrededor del mundo. Por último, nuestro personaje murió en agosto de 1622.

La historia y el personaje tal parecen de ficción, pero ya sabemos cómo la realidad suele irse por delante a los relatos puramente imaginados. Y tal es el caso.  

Monumento a Hasekura Rokuemon Tsunenaga emplazado en La Habana, obra del escultor japonés Tsuchiya Mizuho.

El 26 de abril del 2001 se inauguró en la Avenida del Puerto de La Habana un monumento en honor de Hasekura Tsunenaga que recoge su figura de cuerpo entero. Una tarja en idiomas español y japonés expresa los motivos históricos que justifican dicho monumento.

A la ceremonia de inauguración asistió también un descendiente del célebre viajero, de quien se afirma que tenía gran parecido con su antecesor.

Es una pena que no lleguemos a saber las impresiones que nuestra ciudad de La Habana dejó en la memoria del viajero, aunque pensamos que debió marcharse sorprendido de la belleza de la bahía y de la hospitalidad de sus moradores. Así pues, vaya desde aquí el recuerdo para tan ilustre visitante.