Hart: El fundador

Juan Nicolás Padrón
29/11/2017

Lógica, coherente y justa fue la decisión del presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Fidel Castro, después del I Congreso del Partido Comunista de Cuba celebrado en diciembre de 1975, de designar a Armando Hart como primer ministro de Cultura, función ejercida desde 1976 hasta 1997, cuando emprendió otra labor fundadora: la creación de la Oficina del Programa Martiano. Hart ya había sido el primer ministro de Educación del gobierno revolucionario, entre 1959 y 1965, también designado por Fidel, entonces primer ministro, y estuvo al frente de la epopeya de la Campaña de Alfabetización de 1961, que liquidó prácticamente el analfabetismo en la Isla; posteriormente, de acuerdo con la estrategia del jefe de la Revolución expresada en “Palabras a los intelectuales”, continuó su labor educativa con el “Seguimiento” hasta 1965, pues no bastaba aprender a leer, escribir y contar, sino que era esencial potenciar la cultura el pueblo, elemento imprescindible para consolidar la Revolución. Recuerdo que una vez Hart nos dijo que Fidel creía firmemente que la educación era el medio para llegar a la cultura, entendida esta como el conocimiento de todas las disciplinas del arte, la literatura, la ciencia y la técnica, objetivo y plataforma determinante para el sostenimiento del proyecto revolucionario, porque “ser culto es el único modo de ser libres”.

No resultaba nada sencillo emprender la tarea encomendada por Fidel a Hart en el terreno cultural. El balance a partir de 1968 era negativo, pues prevalecían errores, conflictos y recelos dejados por el Consejo Nacional de Cultura. Hart tenía que crear instituciones en que se reconociera, estimulara y promoviera de manera activa y sistemática la labor de artistas y escritores; establecer la ejecución de una política cultural basada en el respeto hacia los creadores y que delimitara de manera lúcida y de acuerdo con las circunstancias de ese momento, las diferencias entre política y estética; rechazar el dogmatismo y el sectarismo, desmanes de la “política cultural” entronizada anteriormente; propiciar un clima de confianza y diálogo entre las autoridades gubernamentales y la intelectualidad, e incentivar espacios de investigación y experimentación, junto a la crítica y el debate en torno al papel de la cultura en la sociedad: Hart debía convertirse en el ejecutor principal para desactivar la pésima herencia del Consejo Nacional de Cultura.

Algunos aspectos parecían prioritarios, como la voluntad política explícita de organizar la atención legal y sistemática del patrimonio y los monumentos de la nación cubana, en la cual el nuevo ministro trabajó de inmediato para convertirla en ley; el otro asunto que también le llevó mucho esfuerzo y persistencia fue la redacción y promulgación de la Ley de Derecho de Autor. Estos asuntos habían sido enfatizados en los documentos del Partido, en cuyas Tesis sobre la Cultura Artística y Literaria se lee un párrafo que hoy, con las actualizaciones que demandan los nuevos tiempos, se puede sostener intacto: “En las circunstancias actuales del desarrollo de nuestro país, se presentan las condiciones para estudiar formas y mecanismos que propicien el trabajo estable y sistemático de escritores y artistas, que incluyen el reconocimiento de la propiedad intelectual y la protección de los derechos de autor dentro de la jurisdicción nacional, así como un sistema de remuneración del trabajo intelectual y artístico que permita la utilización más adecuada de los recursos materiales y humanos disponibles y signifique un aumento de la cantidad y calidad de la producción intelectual”.
 

 
 Hart debía convertirse en el ejecutor principal para desactivar la pésima herencia del
Consejo Nacional de Cultura. Foto: Internet
 

Nadie se crea que por haber sido aprobada como Tesis del PCC, fue fácil su implementación práctica. A finales de los años 80 participé en la elaboración de otro documento legal impulsado por Hart para garantizar el estatus legal del creador, así como modificaciones a la primera Ley de Derecho de Autor de 1977. Con el siempre decidido apoyo de Abel Prieto, entonces presidente de la UNEAC, y sus colaboradores, se redactó la propuesta, que después de discusiones y rectificaciones fue circulada en el Consejo de Ministros. Lo formulado a iniciativa de Hart, con la ayuda de abogados y asesores, impulsaría definitivamente la cultura literaria y artística, en un momento en que la condición de escritor no estaba concebida como una “ocupación”. Doy fe de algunas respuestas que revelaron la ignorancia y los prejuicios, el pensamiento dogmático y burocrático de algunos por esta época, que objetaban este estratégico empeño; hoy parecen descabelladas sus argumentaciones, pero en aquellos momentos fueron muy difíciles de responder, por tratarse de personas con cargos de cierta importancia.

Hart, martiano radical, siempre comprendió la estrategia cultural diseñada por Fidel; en uno de sus primeros discursos como ministro (29 de diciembre de 1976), dirigido a los trabajadores del sector teatral ─posiblemente uno de los más golpeados por la “mala hora” de los 70─, expresaba: “Por principio, por método y por formación política, los compañeros que damos los primeros pasos en la organización del Ministerio de Cultura, hemos de trabajar oyendo los criterios de todos los interesados en cada una de sus ramas, y propiciando y alentando su participación en la aplicación de la política, e incluso de algunas medidas concretas que resulten importantes para esa rama. Este principio, válido para cualquier actividad del Estado, lo es de manera especial para la actividad de carácter cultural. Nosotros particularmente no sabemos trabajar de otra forma, y si intentáramos hacerlo de otra manera, estaríamos seguros de que no podríamos cumplir con la responsabilidad que nos ha otorgado la dirección del Partido y la Asamblea Nacional; pero este método de trabajo es, además, el que nos ha enseñado el Partido, y el que hemos aprendido de Fidel”.

Por su convicción democrática y capacidad para persuadir, y también para ser persuadido, Hart lograba consenso. Siempre tuvo una cristalina fidelidad a Fidel, y también tuvo algunos enemigos con poder, detractores, e incluso, personas cercanas que no mantuvieron una posición diáfana con él. Nunca ocultó sus intenciones políticas ─recuerdo que acostumbraba a decir que él era, sobre todo, un político, rehuyendo cualquier postura demagógica─ y bajo ese principio mantuvo una estrecha coordinación con la Uneac ─especialmente en la preparación de sus Congresos─ y con la UJC ─con la atención permanente a la Brigada Hermanos Saíz, posteriormente convertida en Asociación, y a la Raúl Gómez García─, se acercó a los Sindicatos, a la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños y a otras organizaciones; asimismo propició la creación de consejos asesores que no pertenecían al cuerpo administrativo de institutos y consejos del Ministerio, integrados por creadores y especialistas de prestigio y nivel, para la elaboración de propuestas; jerarquizó el proceso cultural con un sistema de premios, festivales, concursos, ferias…, y creó y mantuvo, hasta donde pudo, un ejercicio programático para establecer relaciones de trabajo con organismos fuera del Ministerio que por su función debían cohesionarse en la estrategia cultural de la Revolución.

En varias reuniones presencié sus intentos por conciliar diversas posiciones de algunos dirigentes de la radio y la televisión con las del Ministerio de Cultura; comprendía que el volumen de producción y la naturaleza del lenguaje de esos medios, exigía de ellos un enorme esfuerzo para mantener una programación radial y televisiva que respondiera a los intereses estratégicos de la política cultural revolucionaria, pero también se preguntaba por qué no contaban más con los artistas y escritores, no promovían de manera frecuente obras teatrales en la televisión, no había un espacio permanente para adaptaciones de cuentos cubanos o por qué no se exhibían películas de nuestros cineastas. En la temprana fecha del 6 de septiembre de 1977, en la clausura del Primer Congreso del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Cultura, saludaba la integración sindical de trabajadores de la cultura y la prensa: “Salta a la vista que acaba de integrarse una organización sindical que, por primera vez, agrupa a los trabajadores del arte y del periodismo, es decir, se integran en un solo haz de organización sindical los que laboran para el arte, los que laboran para la prensa, para los medios masivos de difusión, y que puede concretarse, haciendo una síntesis, en la expresión: ‘trabajadores del arte y del periodismo’”.

Uno de los intereses permanentes de Hart, del que también fui testigo en numerosas reuniones, fue lograr un diálogo cercano con los jóvenes, que pasaba por el logro de relaciones más estrechas entre el Ministerio de Cultura y el de Educación. Nuestro primer ministro de cultura, con su temperamento apasionado y audaz, se sentía responsable del futuro de los jóvenes; las primeras investigaciones que promovió fueron las relacionadas con el uso culto del tiempo libre entre los jóvenes, y en varias ocasiones repetía que no podíamos culpar a la juventud por consumir productos “enlatados” sin valor cultural, porque los primeros responsables de que ellos fueran de una forma u otra éramos nosotros, que no habíamos sido capaces de complementar su educación con una cultura de valores, no solo artísticos y literarios, sino civiles, éticos, históricos… Constantemente se reunía con los jóvenes; no pocas veces preparé diálogos con escritores jóvenes de todo el país y agendas consensuadas por ellos mismos.

La batalla cultural de Hart desde el Ministerio, en sus inicios, resultó compleja. En algunas facultades universitarias se graduaban egresados con conocimientos alejados del trabajo que habrían de desempeñar en las dependencias del Ministerio. Una vez le escuché decir que deberíamos dejar a un lado la mitificación de que el arte no tiene que ver con la alegría o con la felicidad de las personas, o que el trabajo cultural era cuestión de elegidos bajo presupuestos elitistas. Por otra parte, había funcionarios en el país que reducían o simplificaban la cultura a cierta música popular y cerveza, con el propósito de satisfacer cierta demanda. El ministro insistía en la educación del gusto, en el imperativo de ampliarlo y diversificarlo, como construcción difícil pero necesaria, en un programa estratégico enriquecedor. Oportunistas, demagogos y burócratas celosos de su parcela de poder, creían que las instituciones culturales deberían subordinarse cómodamente al “gusto del pueblo trabajador”. Hart, con la misma intensidad y perseverancia, combatió el elitismo y el populismo desde su trinchera.

Trabajé más cercanamente con el ministro a finales de los años 80 y principios de los 90, cuando implosionaba el socialismo en la URSS y Europa Oriental. Fidel, adelantado a esta caída, orientó descentralizar. Hart y un grupo de compañeros del Instituto Cubano del Libro, dirigido por Pablo Pacheco, creamos los Centros Provinciales del Libro y la Literatura, con cuatro funciones básicas: promoción, publicación, información e investigación. El propósito era que cada territorio asumiera las decisiones culturales, con sus correspondientes recursos, que hasta ese momento se localizaban casi en su totalidad en la capital. Se materializaba un anhelo del ministro de Cultura en su lucha contra el “habanocentrismo”, para favorecer a talentos literarios de cada territorio; sin embargo, aquí la lucha fue más difícil, pues en algunas provincias se hizo una resistencia descomunal y no entendían por qué transformar las “empresas del libro” en centros culturales; en ocasiones no aparecían locales ni cuadros idóneos para editar las publicaciones que desde este momento comenzaron a tener una presencia sistemática en el país, aun sin condiciones técnicas ni tecnológicas.

Participé con Hart en reuniones de carácter conceptual y práctico, con temas como el diálogo intergeneracional, la dimensión cultural del desarrollo, la enseñanza artística, el desarrollo de los espacios de crítica, la promoción nacional e internacional de la literatura cubana, el sistema de información de la literatura y el libro, el desarrollo de la lectura, la traducción literaria, la atención a la literatura infantil y juvenil, la autoridad y el prestigio del editor, el fortalecimiento de las bibliotecas, la discusión de la identidad y el cosmopolitismo en la literatura cubana, la distinción de las prioridades en el sector del libro y la literatura, la identificación de lo importante y lo esencial en la atención a la promoción literaria, las relaciones entre ética y cultura, los vínculos entre cultura y política, el papel de los talleres literarios, la formación de los escritores ─todavía no estaba creado el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso─, el tiempo para escribir, las pautas para la comercialización de los libros, la caracterización y ajuste de los concursos literarios, el otorgamiento de becas, la atención a personalidades, las relaciones de Literatura e Historia… Siempre me impresionaron su incansable búsqueda de la unidad entre los revolucionarios y el propósito de alcanzar el mejor servicio público a la cultura, su vastísima cultura, su disposición a asimilar lo nuevo, su condición de “animal político” y el ejercicio natural ─casi fisiológico─ de la política que implicaba el diálogo constante, la capacidad para escuchar, para convencer y ser convencido, la ausencia de soberbia, prepotencia o vanidad en su comportamiento, y, en especial, su ética. Ahora que ya no está, prefiero recordarlo, sobre todo, como un político y un hombre decente, a tiempo completo.