Ha muerto una de las figuras más brillantes de la intelectualidad cubana de todos los tiempos
Ha muerto Rufo Caballero. Era mi amigo. Y me queda la conciencia culpable de que se murió esperando mi reseña sobre su último libro publicado, Agua bendita. Rufo no tuvo suerte conmigo en ese sentido, pues tampoco pude escribir sobre su cuento finalista en el Cortázar, una intervención en la novela y el filme Los puentes de Madison que me interesó supremamente. Hice apenas unas cuartillas y la desgracia familiar me apartó de la literatura y de la crítica.
“Rufo tenía clase, clase de criollo legítimo”.
No me interesa hacer el saldo de su inmensa cultura ni de sus rutilantes doctorados; aún menos polemizar con sus muchos detractores de dentro y fuera de Cuba, pues sé muy bien que los seres como Rufo, esas inteligencias tan lúcidas, potentes e incisivas, jamás pasan por la existencia sin dejar tras sí una estela de amores y de odios. Rufo siempre será, en mi opinión, el mejor pensador de nuestra generación, y puede que de las últimas generaciones de cubanos. Rufo poseía esa rara cualidad que es una inteligencia integradora; diseccionaba un fenómeno hasta sus últimas consecuencias y después lo rearmaba para ubicarlo en el contexto universal. Reparaba en aspectos de las cosas que permanecían invisibles para casi todo el mundo, y se atrevía a hablar abiertamente sobre cualquier tópico con el desenfado que le era característico, que muchos calificaron de cursilería; pero yo creo que Rufo tenía un registro muy amplio en su discurso, y estaba tan seguro de sí mismo que le importaba poco ir de un extremo a otro, porque no sentía que estuviera en la necesidad de demostrar su valía, como desgraciadamente ocurre a muchos de nosotros. Rufo simplemente quería sentirse cómodo a su manera, era un alma libre que nunca se sintió sometida al escrutinio perenne de una comisión evaluadora que da y quita puntos invisibles, según nos comportemos. Él se sabía por encima del bien y del mal y no temía. Porque Rufo no era un cobarde.
Le gustaba conversar, disfrutaba las conversaciones sabrosas con el mismo espíritu con que lo hacía Lezama, y siempre me pareció que algo lezamiano había en su espíritu y en su sensibilidad, en cuanto a la percepción sensorial de la vida. Muy comprensivo, en la amistad trataba siempre con gran tacto a los demás, y era conciliador. Su polemismo era solo intelectual. Su trato, delicado y considerado. Un caballero en toda la extensión de la palabra, campechano, mas jamás grosero ni vulgar. Porque Rufo tenía clase, clase de criollo legítimo.
Rufo tenía un sentido peculiar del humor, pero no era adicto a burlarse de sus semejantes. A veces, cuando estaba entre sus íntimos, se contentaba con deformarles el nombre a sus detractores con aquella su gracia temible que oscilaba entre lo culterano y el grotesque más ingenioso. Defendía sus ideas con transparencia, con total limpidez. Era, en ocasiones, un poco ingenuo, tal vez cándido, con los leves matices de diferencia que nuestro idioma posee para estos dos adjetivos. Tenía algo de niño.
“Siempre me pareció que algo lezamiano había en su espíritu y en su sensibilidad, en cuanto a la percepción sensorial de la vida”.
Será muy difícil llenar el vacío que la partida de Rufo deja entre nosotros. Para quienes le queríamos y reconocíamos como un ser superior, queda el recuerdo del hombre, pero también el silencio de su ausencia definitiva, y esto va a ser muy doloroso, tal vez nunca lo superemos. Una vida que termina mucho antes de su fin natural. ¡Cuánto debía dar Rufo todavía a la cultura cubana! ¡Cuánta falta nos va a hacer en la batalla contra el margen que se volvió centro, una de sus frases favoritas, y tan lúcida! Rufo Caballero era y será siempre indispensable. Será insustituible.
Quiero darte mi último adiós, mi amigo Rufi. Quiero decirte que sigo pensando que Francesca no tenía un alma pequeña, que sí amaba al fotógrafo, pero que un hombre que carece de raíces como el viento de las praderas, no puede anclar a una mujer. Nunca me voy a conformar con que no aparezcan ya más en mi bandeja tus mensajes del sobrino cubano de Scorsese, o las reflexiones a medio camino entre Iciar Bollain y alguien más. Que voy a echar mucho de menos el modo tan original con que tu contestadora anunciaba al solicitante el arribo a una metáfora celeste. Y que no haber escrito a tiempo lo que tú querías me va a doler como una herida de esas que no se cierran nunca. ¡Tengo el ánima quebrada, Rufi, como un ala rota!
“Él se sabía por encima del bien y del mal y no temía. Porque Rufo no era un cobarde”.
Yo creo en Dios, Rufi, tú lo sabes, y en Dios espero que la Muerte te franquee el paso a alguna de sus salas, donde haya una inmensa pantalla de proyecciones que nunca cese de reflejar escenas de filmes, y cuelguen de las paredes muchos óleos, acuarelas, grabados, y serigrafías que esperan ser interpretados. Y ruego a Dios porque estés a gusto allí, con tu credencial brillándote sobre el pecho, tu gorra pintoresca y tus humildes tenis de lona, tu sonrisa bonachona y pícara, tu fealdad luminosa y tu alma de niño genial. Yo digo que te has despedido del mundo con la misma mueca con que el mimo de Muerte en Venecia saltó la verja y se perdió en la oscuridad.
Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en la Revista Cine Cubano 179.