La Buzuki, su guitarra de sol, se quedó muda, el acero fino de sus cuerdas que hicieron soñar y bailar a mi generación, a los adolescentes que subíamos las faldas de las montañas buscando por el olor la huella de los guerrilleros del alba, a los que seguimos soñando a pesar del tiempo y sus heridas.
Nos ha dejado un hombre que fue consecuente hasta el momento en que se detuvo el movimiento de sus ojos; ojos que vieron el dolor, que tocaron la esperanza, que tenían esa misteriosa capacidad de descubrir, a través de la niebla fomentada por el odio, el color y la temperatura de la utopía. Ha muerto Mikis Theodorakis y el Canto General hizo una pausa, Neruda guardó silencio, puso su mano sobre el barro elemental de los orígenes y sintió el temblor de una época.
Murió Theodorakis, pero las cenizas no podrán borrar las cicatrices de 1943, esas heridas que el fascismo tatuó en su piel y en lo más hondo, rajaduras que le hicieron crecer, que blindaron sus huesos contra los Coroneles de colmillos curvos, contra todas las tempestades nacidas en el Norte.
“Murió Mikis Theodorakis y todos quedamos definitivamente huérfanos”.
Ahora, cuando escribo estas palabras. Ahora, en este mismo instante, alguien me dice que partió Enrique Molina, el hermano, el actor que vi nacer en las altas calles de Santiago de Cuba y que no se borró nunca, supo siempre que el fin no era solo tocarlo sino perseguir el sueño, sin importar el gesto de las espaldas que se alejan. Recuerdas, Molina, ese día que insiste en buscar acomodo en la memoria, esa tarde perdida, donde tú y yo, junto a Pomares, jugábamos a reproducir la danza inmortal de Zorba el griego. Nos faltaba la guitarra de sol, el nácar impoluto de su tapa, el mástil estirándose para tocar las estrellas, el bronce sonoro de sus trastes, los tres pares de cuerdas donde habitaba toda la música, las vibraciones más hondas de la sangre, el pelo suelto de las mujeres de las islas griegas y la indomable voluntad de los hombres.
Murió Mikis Theodorakis y todos quedamos definitivamente huérfanos.