Guarapo y raspadura
17/4/2020
A la memoria de Onelio Jorge Cardoso, quien lo contó primero.
A Ricardo Riverón, maestro del género.
No sé si sea justo que yo firme esta crónica. Por una parte, el núcleo de la historia no me pertenece, pero por otra lo que cuento no es una simple transcripción, sino que elaboro a partir de una anécdota contada por un Maestro y que me quedó en la memoria. Y si he tardado tanto para escribirla ha sido casi por pudor, ya que no sentía que fuera mía en lo absoluto. Lo que me decidió a hacerlo fue la memoria de mi mentor, quien me dio la materia prima, y, además, como aprendí también de él, la literatura (o lo que pase como tal sin llegar a serlo, como quizás sea este caso), trasciende el tema original. Pero, al transcribirlo y reformularlo, puede que el recuerdo me traicione, o lo que aporto para vestir la anécdota desnuda desmejore lo contado originalmente. Eso nunca se sabrá.
La historia que da pie a este texto se remonta a 1970, más específicamente a la Zafra de los 10 Millones, aquel inconmensurable esfuerzo que iba a ser el despegue definitivo de la economía cubana. Pero en realidad comienza tres o cuatro años antes, cuando por esos misterios que hacen que un hombre vea caballos bajo el agua conocí a Onelio Jorge Cardoso. Fue por un acto de generosidad de Onelio, uno de muchos. Yo había publicado por primera vez, en la revista Bohemia, un cuento titulado “Jacinto”, acerca de un marciano que llega accidentalmente a un pueblo perdido en las montañas y los lugareños lo asumen como propio, y pensé que era una broma cuando alguien me dijo: “Onelio escribió de ti en el periódico El Mundo”.
No lo podía creer. Onelio había leído el cuento y lo había elogiado en una reseña periodística, dándole así un espaldarazo a un joven y desconocido aspirante a escritor. No sé cuántas veces leí aquel texto, bebiéndome cada palabra del Maestro, tratando de desentrañar la fortuna de haber sido enaltecido por uno de los dioses del Olimpo. Y un día, después de haber podido digerir tanto honor, me fui a la Uneac a tratar de conocer a Onelio.
Llegué a la imponente reja de la antigua mansión del banquero Gelats. Dentro, en una silla recostada a la pared junto a la puerta, estaba un custodio con aspecto de no estar muy interesado en el mundo artístico (posiblemente no supiera de la existencia del mundo artístico). Pregunté por Onelio, suponiendo que a lo mejor me preguntaba si tenía cita con el Cuentero Mayor. El hombre, desde su mínimo cargo, me miró con cara de custodio, se encogió de hombros y me dio su respuesta sibilina, con cara de no saber de quién yo hablaba: “Mira a ver en la cafetería”.
Por aquellos años la supuesta cafetería era solo, a pesar de ya haber sido bautizada con su histórico nombre de El Hurón Azul, un local con varias mesas donde a menudo había café y no faltaba el ron. Efectivamente, en una de ellas, en un rincón, con una taza vacía ante sí y leyendo un libro, estaba Onelio Jorge Cardoso. Me acerqué con cautela y humildad y me quedé inmóvil ante él, sin atreverme a hablar, en espera de algún milagro de no sé qué tipo y pensando si no sería mejor dar media vuelta y huir de la presencia mayestática de Onelio.
Él levantó la vista y me vio parado, mudo e indeciso, tragando en seco, los ojos bien abiertos. Me sonrió.
―¿Qué tal?―, me saludó, mientras ampliaba su sonrisa ancha de bienvenida.
―Ahí―, respondí de manera indudablemente aclaratoria.
―Qué bien―, dijo Onelio.
Y se quedó mirándome, seguramente en espera de una respuesta.
Decidí jugarme el todo por el todo, abrí la boca para declamar el discurso cuidadosamente preparado y, como si alguien borrara el guion establecido y hablara por mí, dije solamente mi nombre.
Fue como si dijera “¡Ábrete, sésamo!”, o alguna otra frase mágica que liberara al genio de la botella, porque Onelio, sonriéndome aún más, se puso de pie, dio dos pasos hacia mí y me dio un abrazo.
―Qué gusto conocerte―, me dijo con entusiasmo.
Y una vez más la sarta de elogios a mi cuento, apabullándome con su proverbial amabilidad. Por pudor, no contaré lo que me dijo. Eso lo atesoro de manera indeleble entre mis recuerdos más entrañables y por siempre inéditos. Tuve, además, la enorme fortuna de que, desde aquel día, naciera una amistad que nunca dejó de sorprenderme.
Onelio me trataba como a un igual, visitaba mi casa, conoció a mis hijas, aún pequeñas, y las embrujó con palabras encantadas, contándoles historias de sus libros, como “El cangrejo volador”. Parecía un niño más, sentado en el piso junto a ellas y llenando la salita de lechuzas, cigarras, tojosas, flores de vicaria y sinsontes. Fue, además, mi amigo.
Y llegó la Zafra del 70 y Onelio, como muchos escritores convocados por la Uneac, se unió con toda modestia a una brigada de cortadores de caña, en su caso el Batallón de las 500, en la provincia de Matanzas, para cronicar las hazañas de los macheteros. Yo aún era estudiante de Periodismo en la Universidad de La Habana y me asignaron otras tareas. Seguía visitando la Uneac, pero me faltaban las largas conversaciones con él en los portales de la gran casona.
Y terminó aquella hazaña, que a pesar de tener los visos de una derrota fue motivo de orgullo para el país. No contaré pormenores conocidos, ni de aquel desgarrador discurso de Fidel culpándose a sí mismo de que no llegáramos a los diez millones de toneladas de azúcar. La intensa vida del país, poco a poco, volvió a tomar su curso persiguiendo sueños.
Onelio regresó, quemado por el sol y lleno de historias. Muchas de ellas las leí en la prensa de la época y las recuerdo como una gran lección de periodismo literario. Pero hubo una que, para mi sorpresa, nunca publicó. Y era una historia hecha a la medida de Onelio. Me la contó una tarde, sentados ambos en los criollos sillones de la Uneac, y todavía resuenan sus primeras palabras al narrarla.
Decía Onelio que en la brigada había un cuentacuentos émulo de El Cuentero, al que todos decían “Macho”, veterano machetero que había sufrido en el pasado muchas zafras y tiempos muertos entre una y otra. “Ahora, sentenciaba, la zafra es mía”.
Cada noche, al apagarse los faroles y chismosas en el albergue, iniciaba una nueva narración con una frase que atrapaba a los macheteros voluntarios y hasta a alguna que otra rata que se balanceaba en los horcones. Era todo un ritual. Macho pronunciaba unas palabras y alguien hacía la pregunta de rigor.
―Pobrecito Juan José―, se oyó en una ocasión en medio del silencio y la oscuridad.
(“Eso es el inicio de un cuento tuyo”, le dije a Onelio, de quien aprendí que las primeras una o dos líneas de una narración eran tan importantes como las finales. “Te juro que no”, me aseguró. “Así mismo lo contó”).
―¿Y por qué pobrecito?―, se escuchó una voz anónima como si fuera un guion preconcebido. Era el pie que el narrador esperaba, como siempre, para contar su historia. Esta es mi versión.
Juan José era machetero, a pesar de su cuerpo flaco subalimentado, tenía cuatro hijos, y en tiempo muerto poco o ningún trabajo. La mayor parte de su vida, el hambre fue una amiga cercana de la familia, cuando no un miembro más. Una tarde, después de la habitual e infructuosa búsqueda de chapea, limpieza, desmonte, cualquier cosa con tal de llevar dos pesetas para la casa, Juan José llegó al parque del pueblo. Deambuló de un lado a otro, los ojos escudriñando una oportunidad que le permitiera hacer cualquier cosa, hasta que llegó a la guarapera frente al parque. Algo lo atrajo. Se acercó por curiosidad, o el destino lo empujó a encontrar su salvación. Un grupo discutía acerca de la proeza anunciada en una pizarra: “HAQI ERMENEJIRDO SE TOMO HALLER 9 VASO DE GUARAPO”.
Algunos decían que no podía ser. Otros juraban haber sido testigos. Un personaje permanecía en silencio hasta que habló para dominar la discusión. Era el alcalde del pueblo, también mayor colono de la zona, vestido de guayabera de lino, pantalón de dril y sombrero de jipi: uniforme de gente poderosa. En la calle, junto a la acera, estaba parqueado en zona prohibida un Cadillac con chofer.
―No hay quien se tome esa cantidad de guarapo―, sentenció desde su autoridad. ―No puede ser.
Y un policía a su lado, que lo acompañaba o custodiaba, negaba enfáticamente con la cabeza para subrayar las palabras de su jefe.
Nadie se atrevió a discutirle al alcalde. Ni los testigos presenciales de la hazaña.
Hizo una pausa. Puso cara de incredulidad, resopló un par de veces y habló de nuevo.
―Miren, si alguien se atreve y se los toma, le doy cinco pesos. Y pago el guarapo―, prometió generosamente.
Juan José abrió bien los ojos y las entendederas. “¡Cinco pesos!”, se dijo. “¡Cuánta comida pa’ los vejigos!”.
Se abrió paso entre los que rodeaban a distancia respetuosa al político y se le plantó delante.
―Señor alcalde―, dijo en tono cuidadoso, mientras se quitaba el raído sombrero de yarey. ―Si me da diez pesos me tomo diez vasos.
―¿Diez pesos? Eso es mucho dinero―, respondió el político. ―Además, no te caben diez vasos en esa caja del cuerpo tan revigía.
―Diez vasos de a medio, no de tres kilos―, dijo Juan José, subiendo la parada.
Se escuchó un ahogado jadeo colectivo de los presentes. El vaso de a medio, a diferencia del habitual de tres centavos en el que cabían seis onzas, era una enormidad de vidrio en la que se servía el agua en la fonda del pueblo. Un cubo insondable. Un recipiente de aquellos y un pan con timba lo mantenían a uno el día entero. ¡Diez vasos de a medio!
Pero la sorpresa dio paso a la carcajada de todos.
No puede ser. Estás loco. Te revientas si te tomas cinco de los grandes.
El alcalde miró a Juan José de arriba a abajo y le midió mentalmente la capacidad estomacal.
―Diez pesos es mucho dinero―, volvió a decir. ―Y de todas maneras no vas a poder.
Juan José pensó que se le escapaba la oportunidad. Su ambición lo derrotaba. Si se hubiera quedado en los diez vasos de tres kilos a lo mejor hubiera atrapado el interés del alcalde. Tenía que hacer algo. Tomó una decisión heroica.
―Diez vasos de a medio―, repitió. Se llenó el pechito de aire. Y soltó la bomba.
―Y además una raspadura de esas―, y señaló para la melaza endurecida, un obelisco de más de una cuarta envuelto en yagua y que se elevaba como un monumento en la vidriera.
―Pero por diez pesos.
Se hizo un silencio de convento de monjes mudos. Hasta las sempiternas moscas de la guarapera bajaron planeando sin mover un ala. Se posaron inmóviles en el mostrador y ni siquiera se frotaban las patas.
―Diez vasos de a medio y una raspadura. ¿Estás seguro? —le preguntó el alcalde.
―Como que me llamo Juan José.
El alcalde lo miró seriamente. Pensó que si aquel hombrecito cumplía su palabra él quedaría en ridículo. Por otra parte, el ridículo sería mayor si se retiraba de la apuesta. “No va a poder”, pensó, y decidió aceptar.
―Arriba, Venancio, pon los vasos y empieza a moler―, ordenó con toda su autoridad de funcionario menor.
―Alcalde, yo no tengo vasos de a medio. Aquí nadie los pide.
La guayabera de lino con sombrero de jipi se viró y dijo a los primeros en que posó los ojos:
―Ustedes dos, anden a la fonda y pidan diez vasos. Que se los den de parte mía―, dijo pomposamente.
Mientras llegaban los vasos, Venancio arrancó el trapiche. Entre los presentes se empezaron a hacer apuestas.
―Un peso a que no puede―, ofreció el barbero.
―Dos pesos a que sí―, aseguró el dueño de la carnicería.
Empezaron a aparecer billetes y también monedas (pesetas, reales, medios y hasta algunos kilos prietos en apuestas de menor monta).
Juan José se ajustó el sombrero, movió los hombros y los brazos como un boxeador flexionando músculos antes de la pelea, y esperó con toda paciencia.
Llegaron los vasos y Venancio los alineó en fila recta sobre el mostrador.
―Oye, Venancio, dice el chino de la fonda que se los cuides, que ya no tiene más y ahorita abre pa’l almuerzo.
O el guarapero se hizo el sordo o estaba concentrado en el ruido del trapiche y el guarapo que fluía hacia la jarra.
―¿Quieres hielo y limón?—, preguntó como siempre hacía a los clientes.
―Oye, para ahí―, dijo el alcalde. ―Nada de eso, que ocupa espacio. Él dijo que diez vasos y diez vasos tienen que ser. Si le echas hielo es menos guarapo. Arriba, empieza a servir.
Venancio tomó la jarra en la boca del trapiche por donde salía el jugo de la caña y puso otra en su lugar.
―Nilo―, dijo al empleado, ―sigue moliendo.
Y luego, lentamente y por temor al alcalde, empezó a llenar los gigantescos vasos, inclinando cada uno un tanto mientras servía, para que no hubiera espuma.
Juan José veía caer el guarapo en aquellas vasijas gigantescas. Lo envolvía el aroma dulzón liberado en el trapiche y no pudo evitar que la boca se le llenara de saliva, no de gusto, sino de rechazo. Él, que hasta el café lo tomaba sin azúcar, estaba a punto de sumergirse en aquel mar de melaza.
Venancio terminó de servir. Los diez vasos, uno junto al otro, como soldados enemigos que retaban a Juan José, esperaban amenazantes.
Él sintió un ligero temblor en la mano derecha y apretó el puño para dominarlo. No podía mostrar debilidad en aquel momento que parecía convertirse en el más importante de su vida. Si cumplía su promesa, no solo tendría el dinero para la familia, sino que su nombre aparecería en la pizarra como recuerdo de la hazaña. Y al hacerse famoso, le sería más fácil encontrar trabajo. Dominó el espasmo y extendió la mano hacia el primer vaso. Sintió bien tibio el vidrio al tocarlo. “El cabrón de Venancio deja la caña al sol para sacarle más guarapo”, se dijo.
A pesar de su tamaño, el vaso no parecía tan grande en el agarre de Juan José. Él podía ser flaco, pero el machete, dicen algunos entendidos, te hace crecer la mano. Levantó el recipiente y lo mostró a todos a su alrededor, como en un brindis o una despedida. Lo llevó a sus labios y, despacio, pero sin una pausa, con toda su pachorra, bebió todo el contenido.
―Uno―, dijo Venancio, como si un árbitro le contara a un boxeador caído.
Estiró el brazo, dejó el vacío en el mostrador. Venancio fue a retirarlo, pero Juan José lo sujetó con mano recia y le dijo:
―Déjalo ahí. Que todos vean los vasos vacíos. Hasta el último.
Cogió el segundo, lleno hasta el tope como el primero, y cuidando de no derramar ni una gota, para que el alcalde no lo acusara de hacer trampa, se lo tomó a borbotones. Y no digo que de una vez, aunque así lo pareciera, porque habría que tener garguero y sed de camello para beberse aquella enormidad de un trago.
El tercero fue más pausado, así como los dos siguientes. Pero al llegar al sexto, Juan José hizo un alto a medio vaso. Lo puso sobre el mostrador y respiró ancho, como un corredor de larga distancia que busca un segundo aire. Los presentes exhalaron un suspiro casi inaudible y el alcalde sonrió.
“Este guajiro no va a poder. Si pasa de este no llega a siete”, se dijo.
Ni hablar. A Juan José se le había ocurrido, sin que nadie se lo hubiera enseñado, crear un poco de tensión. No es que él supiera lo que era eso, pero se imaginó que podría hacer igual que Ricardito, aquel improvisador que, en medio de una controversia, se quedaba pensativo a propósito y con cara de angustia, un poeta sin inspiración, y luego soltaba una décima impecable que arrasaba con el contrincante. Terminó el vaso seis.
El próximo, el otro y el siguiente se los tomó seguido, no como los primeros, pero sí a un ritmo parejo (cierto, cada vez más lento en cada vaso), con toda paciencia, desde el primer hasta el último trago.
Quedaba el último.
Juan José lo miró. Le pareció inexpugnable como un castillo de los cuentos y, por un instante, imbebible. Sintió la avasalladora dulzura del guarapo. Hasta aquel momento había luchado contra la sensación, tratando de olvidar y derrotar el asco que sentía.
“Déjate de pendejadas y echa pa’lante, que esto es por la mujer y los vejigos”, se dijo.
Miró al alcalde y vio su expresión de desprecio, mezclada con algo de temor ante la imponencia de la hazaña de Juan José. Fue un acicate.
Estiró la mano, agarró el vaso y lo elevó a la altura de los ojos mientras seguía con la mirada aquella turbiedad azucarada y repugnante que lo retaba en un duelo a muerte. Subió más el brazo en un último brindis. Y se lo bebió como el primero, casi de un golpe. Colocó el vaso despacito sobre el mostrador y miró al alcalde a los ojos.
―Coñó―, dijo uno de los espectadores, ―se metió los diez. Y ya alguno empezaba a reclamar el pago de su apuesta cuando el alcalde habló de manera apresurada.
―Un momento. Nadie cante victoria―, dijo el alcalde. ―Le falta la raspadura―, y lanzó una mirada de puñales en dirección a Juan José.
Así era. En el fragor de la batalla contra el guarapo, todos habían olvidado la segunda parte, hasta Juan José. Por un instante dudó de su capacidad de sacrificio por la familia, pero sabía que podía arriesgar cualquier cosa por ellos. Y estaba, además, un afán por borrar del alcalde las miradas de desdén y acentuar aquella sombra de miedo que le había visto.
―Carijo―, exclamó. ―Oye, tú, saca la raspadura.
Venancio no sabía si respetar más al alcalde o al guajiro. Se inclinó. Todos vieron a través del vidrio del mostrador cómo sacaba aquella exageración envuelta en yagua y la colocaba al alcance de Juan José. Era imponente, desde su ancha base que se iba estrechando hasta el final en punta.
Había un silencio como el del central en tiempo muerto.
Venancio quiso hacerse el obsequioso y trató de desatar el nudo del envase. Estaba hecho un nervio puro, sentía las manos de mantequilla y que la tira de yagua era de acero. Por arriba, por abajo, por los costados. Nada. Un Nudo Gordiano.
Y entonces Juan José sacó el machete que brilló de filoso. El alcalde dio un paso atrás, cagado de miedo. Se escuchó un colectivo ¡Ah! de asombro, pero él no se inmutó. Estiró el brazo, le quitó a Venancio la raspadura de las manos y de dos cortes limpios con el machete dejó el dulce al descubierto. Le pidió al guarapero un trozo de papel, acostó la raspadura y con dos secos golpes la picó en tres.
“Como la caña”, pensó. “A tres trozos”.
Luego cogió el más grande, el de la base, y lo cortó en dos. Esos serían los primeros en comerse. Si podía con ellos, el resto se iba como nada.
Sin pensarlo, abstrayéndose de todo, se metió el primer pedazo en la boca y comenzó a masticar, sintiendo un diluvio salivoso de rechazo.
“No importa”, se dijo. “Así no trago en seco”.
Terminó con el primero, luego el segundo y después el tercero hasta que quedó uno solo, el más pequeño, el de la punta de aquel obelisco monumental.
Lo tomó con dos dedos y, como si fuera un mago de circo a punto de realizar su mejor truco, levantó las manos y se lo enseñó a todos.
Y entonces sucedió. En el preciso momento en que iba a comerse el trozo más pequeño, el último, el que lo separaba de la victoria y de los diez pesos del alcalde, sintió un rumor en el estómago, luego un tumulto que amenazaba con escapar, una mezcla de guarapo medio digerido con los trozos aún enteros de la raspadura. Juan José flaqueó. Cerró la boca y tuvo que apoyarse en el mostrador, con aquel menudo pedacito que apenas podía sostener con dos dedos, mientras lo demolían oleadas de nausea.
Mucho tiempo después, en el barracón cañero, Juan José recordó aquella remota tarde en que estuvo a punto de humillar al alcalde, de abofetearlo a guarapazos y raspadura, y de inscribir su nombre en la gloria de la pizarra. En vez de eso, tuvo primero una arqueada, luego otra y, finalmente, hizo erupción un chorro incontenible de guarapo fermentado con pedazos de raspadura como perdigones. Él juraba que no fue intencional, pero lo cierto es que el alcalde terminó con la guayabera de hilo empapada con la esencia de la apuesta. Y Juan José, con la cabeza todavía dándole vueltas, se desmayó.
El alcalde, acompañado de todos los presentes, quedó congelado. Y hasta el guarapo que Venancio servía en un vaso permaneció en el aire sin acabar de llenarlo ni de vaciar la jarra.
El primero en reaccionar fue el político. Quiso sacar el revolver 45 que llevaba debajo de la guayabera, pero el asco al tocarla se lo impidió. De todas maneras, gritó, con el mismo volumen con que decía sus discursos en mítines electorales, o cuando vociferaba consignas en apoyo a representantes y senadores de su partido.
―Lo mato, coño, le parto los cojones―, pero sin moverse de su sitio. Tirado en el piso en su propio vómito, Juan José seguía imponiendo respeto al alcalde. El policía había desaparecido.
Envalentonados por ese respeto, todos, tanto los que apostaron a favor como en contra, rodearon a Juan José.
―Deje eso, alcalde. No se desgracie, alcalde. Ese guajiro no vale la pena, alcalde. Es un perdedor, alcalde. Y además, alcalde, usted ganó la apuesta. Demostró que es hombre guapo.
El alcalde se dejó convencer poco a poco, aunque de vez en cuando hacía su conato de protesta, cada vez más débil.
―Bueno, primero voy a cambiarme de ropa. Pero lo hago por ustedes. Ese guajiro animal me la paga. Tiene que haber alguien que sepa quién es este desgraciado y donde vive. Más nunca va a tener trabajo por aquí.
Dio media vuelta y se montó en el Cadillac del año que arrancó con su ronroneo de motor nuevecito.
Un largo rato después Juan José despertó en el puesto sanitario, que por suerte estaba abierto como no era habitual. No había médico, pero el guardajurado, que por llevar años allí se las daba de conocedor, hacía como si supiera y le dio a oler sales aromáticas. Juan José se sentó de un respingo, aunque todavía el cuarto donde estaba navegaba incontrolado, y escuchó el recuento de lo que sucedió a partir de su desmayo.
El guardajurado vio como perdía protagonismo y quiso seguir con su impostura.
―Un momento. Tengo la solución―, y fue a la cocinita donde hacía café.
Volvió a los pocos minutos. En la mano traía un vaso con un agua turbia.
―Este hombre seguro es diabético y le voy a dar agua con azúcar prieta―, dijo a los demás. Y a Juan José: ―Mire, tómese esto. Se va a sentir bien enseguida.
Juan José vomitó otra vez, ahora encima del guardajurado.
Hubo silencio en el albergue cañero. Todo el mundo sentía como propia la derrota de Juan José, machetero como ellos, gente de pueblo como ellos.
―Pobrecito Juan José―, sentenció Macho como al inicio del cuento.
Se acercaba el desenlace y, como me había enseñado Onelio, yo esperaba las dos líneas del cierre. Volví a pensar que la historia era suya, pero no se lo repetí.
―Sí, claro—, dijo alguien en la oscuridad, ―se quedó sin los diez pesos.
―Y quedó como un comemierda delante de toda la gente. Y del alcalde. Eso es importante.
―A nada de eso Juan José le daba importancia. Estaba acostumbrado a perder y a que el alcalde u otro parecido siempre ganaran. Eso no fue lo peor.
―¿Peor que todo eso, Macho? ¿Qué más pasó?
Hizo una pausa de narrador inteligente. El silencio se podía cortar con un cuchillo romo. Estaba esperando la pregunta.
―¿Peor que no ganarse los diez pesos y que el alcalde lo humillara, aunque no fuera la primera vez? ¿Qué puede haber sido peor, Macho?
Y dijo las líneas finales de su historia, lo que confirmó mis sospechas acerca de la autoría.
―Pobrecito Juan José. Desde entonces, y todavía hasta hoy, cada vez que oye el pito del central le dan arqueadas.