Géricault, caballista, bello y necrófilo
Tal vez no se alcance a imaginar del todo la relación de Théodore Géricault con los caballos. Pero la imaginación es inconforme y desbordante. ¿Domador, arriero o siquiera jinete en esa Francia de guerras napoleónicas —donde presenció la restauración de la monarquía borbónica— como bien lo enmarca Louis Aragón en su pesada novela La semana santa (1958)? En rigor, Géricault era un caballista. Basta con repasar “Oficial de cazadores a la carga”, “Coracero herido”, “Carrera de caballos libres”, “Hombre y caballo de carreras”, “Derbi en Epsom”, “La fábrica de cal”, “Caballo asustado por un rayo”… Hay que ver sus litografías argentinas donde contempla al general San Martín. ¿Cómo podía ser dramático y épico, salirse de los confines del dibujo preciso, apostar por una pincelada destemplada y figurar como uno de los grandes pintores románticos?
“En rigor, Géricault era un caballista”.
Prerromántico y romántico, la gran representación de la naturaleza, la fuerza que ella supone ya era contenida por los propios caballos, a los que Géricault se encargaría con frecuencia de pintar. A su lozanía física y a la ambivalencia de su talento, vivió el francés exageradamente como si compitiera con la pujanza y belleza de lo natural. En 1819, al realizar su imponente “La balsa de la Medusa” enalteció, acaso muy a su pesar, el poderío de la naturaleza. Pues antes del propio claroscuro del hombre, a la naturaleza le es innato presentarse contrastante, violenta y opresora. No es suficiente que la subjetividad sea expresada a través de rostros, posturas y emociones desde figuras humanas. La naturaleza concede el privilegio del paisaje, pero lo dignifica tanto o más que la presencia de caballistas, desequilibrados y supervivientes. Los románticos recuerdan que la naturaleza parece liberar al hombre —de alguna manera lo hace— pero es una liberación fugaz, como si tratara de echar en cara quien manda de verdad para perdurar incluso cuando una vida sea borrada. El arte intenta ser tropiezo para el olvido.
Más que un pintor de caballos —hay que decirlo— la obra de Géricault se centra en el par vida/muerte. Esa coloración sobria y supuestamente empañada confirma el regusto del artista por escenas realistas cobijadas por la imaginación. En la obra de este romántico no se pretende esconder su abrazo por complementar una visión unitaria de la realidad. Mas para ello es capital que su creación sepa comprometer ética con estética. Pues el mayor trato con la verdad depende de cómo sabe gestionar con la imaginación. Lo que no le impidió visitar —como lo hizo Tintoretto en su tiempo— morgues e incluso pedir prestado recortes de cadáveres o para decirlo de manera eufemística: piezas anatómicas. Las que aprovechó para algunos momentos de su célebre “La balsa de la Medusa”. Aquí se valió de varios modelos e incluso convenció a un joven Delacroix para representarlo bello y exhausto, moribundo. Se sabe que quiso dramatizar con más crudeza la supervivencia de los navegantes. Pintarlos flacos y feos como la situación lo ameritaba. Pero, para no incomodar más de lo previsto, tuvo que hacer concesión estética. Entonces resolvió con agonizantes musculosos. La muerte se volvió erótica, pero las oposiciones entre vivos y muertos son evidentes. Se advierte el hambre, la desesperación, cuerpos corroídos, pero también una junta hermosa en todo ese caos. Basado en un hecho histórico, la escena no dejaría de ser escandalosa y por consiguiente fue rechazada hasta una posterior reconsideración.
No hay Géricault sin Caravaggio, como no lo hay sin antes pasar por sus maestros Carle Vernet y Pierre−Narcisse Guérin. No hay Géricault sin la influencia de Goya, ambos conectados con los horrores de la guerra de Rubens. Pero el pintor de “El cleptómano” era partidario de la búsqueda de la originalidad. Le parecía que no era necesario para un estudiante pasar más de un año en Italia. No obstante, había que aprender de Miguel Ángel y luego del flamenco Rubens. Criticó a Francia por fundar escuelas públicas de dibujo. Abogaba por la obra que no redundara en lo evidente del tema, sino que privilegiara la oposición de emociones que para él, en el caso de los ingleses, sí sabían cómo hacerlo. En resumen expresó: “(…) cada año vemos sin interés diez o doce composiciones ejecutadas aproximadamente de la misma manera, pintadas de un cabo al otro con desalentadora perfección y desprovistas del menor indicio de originalidad”.
Queriendo demostrar más ímpetu que los caballos que pudo montar, probablemente se vio afectado por cáncer de huesos. No fueron pocas las caídas de los corceles. Su amigo Ary Scheffer lo retrató en su lecho de muerte. Se aprecia a un personaje que, sentado, se lamenta. ¿Delacroix? En cama y ya cadáver, Géricault luce macilento pero sigue siendo bello. Tenía solo 32 años. Era 1824. Delacroix dijo: “Hay que colocar entre las más grandes desgracias que el arte ha podido experimentar la muerte del admirable Géricault”.
Referencia
El arte y los artistas, prólogo de Manuel López Oliva, Editorial de Arte y Literatura, 1986, p.195.