Francia y Cuba: la cultura como puente de amistad
El papel de Francia en la cultura universal ha sido, durante siglos, uno de los más transcendentes en los más diversos campos, entre ellos la ciencia, el arte, la literatura y el deporte. La reciente celebración de los XXXIII Juegos Olímpicos, con sede en París, ha dado prueba de la fortaleza de esas manifestaciones en la Gala Inaugural que tuvo lugar el pasado 26 de julio. Fue emocionante ver al elenco de la Ópera de París (surgida en 1661 como Academia Real de la Danza), portando la llama olímpica y ofrecer algunas muestras masivas de su histórico quehacer escénico.
En la esfera de las artes, junto a la música, la plástica y el teatro, la danza ocupa un lugar de especial relevancia en la historia gala, de manera especial en todo lo referente al ballet, forma de la danza espectacular a cuyo desarrollo ha contribuido de manera decisiva. Si bien es cierto que el ballet tuvo sus orígenes en la Italia renacentista, período en el cual los maestros de danza fueron capaces de crear ese nuevo género a partir de la herencia del baile popular acumulado durante toda la Edad Media, sería Francia el lugar donde esos espectáculos alcanzarían la categoría de arte profesional.
“El papel de Francia en la cultura universal ha sido, durante siglos, uno de los más transcendentes en los más diversos campos, entre ellos la ciencia, el arte, la literatura y el deporte”.
Llevado a la capital francesa por la florentina Catalina de Médicis, reina de ese país luego de contraer matrimonio con Enrique II, el balletto italiano devino ballet francés, luego del apoyo decisivo que recibiera del Rey Luis XIV, quien creó la Academia Real de la Danza, primera institución dedicada a formar bailarines profesionales en el mundo occidental. En ella el maestro Pierre Beauchamp, no solo la reglamentó, sino que le dio nomenclatura a los pasos y poses, además estableció las cinco posiciones básicas para los brazos y piernas vigentes en el mundo hasta hoy día.
De esa Academia, devenida Ópera de París a partir de 1713, surgieron dos grandes géneros y estilos que florecieron en los siglos siguientes: el ballet de acción y el romanticismo, que encontraron campo fértil en los más diversos parajes de la tierra.
La danza académica tuvo su primer registro en Cuba en 1800, cuando el Papel Periódico de La Havana, en su edición del 10 de julio de ese año, dio a conocer la presencia en la Isla del Jean Guillet, primer maestro que enseñó las reglas de la danza académica en la entonces colonia española, en un modesto teatro de madera y guano, edificado en el espacio que hoy ocupa nuestro Capitolio Nacional.
Poco tiempo después, comenzaron a llegar a Cuba obras, figuras y agrupaciones portadoras de lo mejor del quehacer coreográfico francés, entre las cuales merecen citarse los estrenos de obras de Noverre y Jean Dauberval, representativas del ballet de acción, realizados en 1803 en el Teatro Principal, en la Alameda de Paula, por la compañía de Jean Baptiste Francisqui.
En 1816, se produjo el estreno en Cuba de una obra tan transcendental como La fille mal gardée, de Jean Dauberval, una de las más antiguas de cuantas figuran en el repertorio de las compañías mundiales y primera en mostrar en escena las diferencias de clases. Dicha actuación estuvo a cargo de la compañía local del maestro y coreógrafo Joaquín González.
Luego de su inauguración, en 1838, el Gran Teatro Tacón fue la sede donde actuaron las principales compañías y figuras que visitaron la isla a partir de entonces, muchas de ellas francesas. En 1839, lo haría la Compañía Ravel- Lecomte, la cual presentó obras de coreógrafos franceses, tan relevantes como La tarántula, de Jean Coralli; La sonámbula, de Jean Aumer y La bayadera de Filippo Taglioni.
En 1841-1842, la gran bailarina austriaca Fanny Elssler, una de las más célebres figuras del ballet del siglo XIX y estrella de la Ópera de París entre 1834 y 1840, dio a conocer en sus dos visitas La sílfide de Taglioni, obra que dio inicio al estilo romántico, así como otros trabajos de coreógrafos franceses como Jean Coralli, Jean Aumer, Joseph Mazilier y del propio Taglioni quien, aunque italiano de nacimiento, es reconocido como la máxima figura creadora en el romanticismo del ballet francés.
En 1843, la Compañía Francesa de Ópera y Ballet, encabezada por sus estrellas Pauline Desjardins y Phillipe Hazard, alcanzaron en La Habana grandes éxitos con dos famosas coreografías creadas por Taglioni para el repertorio de la Ópera de París: Roberto el Diablo y El Dios y la Bayadera.
Cinco años después, en 1848, llegaría a Cuba la máxima figura masculina extranjera del ballet que nos visitara en el siglo XIX, Hippolite Monplaisir, etoile de la Ópera de París y partenaire de la más excelsa figura femenina del romanticismo, María Taglioni. Acompañado de su esposa Adele Bartholomin y de un conjunto de bailarines franceses y cubanos, estrenaron Las ilusiones de un pintor, de Jules Perrot y el pas de deux del II acto de Giselle, obra magistral del período, que al paso de los años tendría especial relieve en la historia del ballet cubano.
Giselle, en su versión completa, llegaría al público cubano el 14 de febrero de 1849, escenificada por Los Ravel, compañía que actuó en la Isla desde 1838 hasta 1865. Durante sus visitas, que incluyeron no solamente La Habana, sino también a las ciudades de Cienfuegos, Trinidad y Camagüey, mostraron un amplio y novedoso repertorio que incluyó, entre otras muchas coreografías francesas, títulos tan famosos como Esmeralda, El juicio de París y Ondina de Perrot, Paquita de Mazilier y El diablo enamorado de Coralli.
Cerrando el ciclo de esa colaboración en la etapa colonial, en 1852, la Compañía de Bailes Franceses de la Familia Rousset, estrenó en Cuba Catalina, la reina de los bandidos, de Perrot; El diablo a cuatro, de Mazilier y La Vivandíere, de Arthur Saint-León.
Luego de casi cuatro décadas de receso por la crisis que el arte del ballet sufrió en Europa tras el esplendor del romanticismo y los treinta años de guerra que Cuba libró por lograr su independencia de España, el ballet volvió a representarse, ya en la Cuba republicana, con un buen nivel, a partir de 1904, año en que se produjeron las actuaciones de la Compañía de Aldo Barilli, en el Teatro Albisu, de La Habana.
Aunque el conjunto estaba integrado totalmente por bailarinas italianas, el repertorio escogido fue Coppelia, de Saint-León, obra cumbre en el período que media entre el final del romanticismo y el estallido del estilo clásico en Rusia, estrenada en la Ópera de París el 25 de mayo de 1870. Los nuevos aportes de Francia al arte del ballet serían conocidos por el público cubano en el siglo XX gracias a la gran bailarina rusa Ana Pavlova, quien, durante sus actuaciones, entre 1915 y 1919, en los teatros Payret y Nacional, en La Habana; en el Sauto de Matanzas, el Luisa Martínez Casado, de Cienfuegos y el Oriente, de Santiago de Cuba, dio a conocer fragmentos de obras maestras del francés Marius Petipa, como Raymonda y La bella durmiente, ejemplos puros del clasicismo balletístico.
En 1947, el conjunto Les Etoiles de París, encabezado por ex figuras de la Ópera, como Serge Peretti, ofreció presentaciones en los teatros habaneros Auditórium, La Comedia y América, con un repertorio basado en coreografías de Serge Lifar y música de compositores franceses tan renombrados como Debussy, Ravel, Saint-Saens y Poulenc.
Invitados por el Ballet Alicia Alonso, en 1951 actuarían en Cuba dos de las estrellas francesas más cotizadas en ese momento: Nathalie Phillipart y Jean Babilée, quienes realizaron el estreno en Cuba de El joven y la muerte, considerado una joya dentro del quehacer coreográfico de Roland Petit, uno de los más célebres coreógrafos galos.
En 1959, la célebre Yvette Chauviré, máxima figura de la Ópera de París, presentó sus Recitales de Ballet en el Teatro Auditórium, en el que figuraron títulos con música de Saint-Saens, Daniel Auber y la Suite en blanc, afamada coreografía de Lifar sobre una partitura de Edouard Lalo. Ese propio año actuarían en Cuba Los Ballets 1959 de París, encabezado por el famoso bailarín Milorad Miskovitch.
Otro relevante acontecimiento fue la visita a Cuba, en 1968, del marsellés Maurice Béjart y su Ballet del Siglo XX, oportunidad que permitió al público cubano tener su primer contacto con la obra de tan relevante coreógrafo francés quien, desde la escena del hoy Gran Teatro de La Habana, mostró, entre otras, sus afamadas versiones de El rito de la primavera, Bakti y Bolero, con música de Ravel.
En 1970, las relaciones franco-cubanas en el campo del ballet se estrecharon con la visita a La Habana del Grand Ballet Clásico de Francia, encabezado por la ex etoile de la Ópera, Lyane Daydé, el cual presentó al público en el hoy Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso”, un repertorio integrado básicamente por obras de Serge Lifar, figura cimera, como bailarín, coreógrafo y director de la Ópera de París durante varias décadas.
Las raíces primeras de un ballet cubano hay que encontrarlas en el quehacer de la Escuela de la Sociedad Pro-Arte Musical, fundada en 1931 sin ánimo de formar bailarines profesionales, pero de la cual surgiría la tríada fundacional del hoy Ballet Nacional de Cuba: Alicia, Alberto y Fernando Alonso. El 29 de diciembre de ese año la legendaria bailarina cubana hizo su debut escénico en el Gran Vals de La bella durmiente, versionada coreográficamente del original de Petipa por su maestro Nikolai Yavorski.
Su vínculo con la coreografía francesa se extendería con su interpretación de Coppelia, en 1935 y en El lago de los cisnes, en 1937. Sin embargo, ese lazo indisoluble de la Alonso con el ballet francés tendría su punto culminante el 2 de noviembre de 1943, cuando asumió el rol principal del ballet Giselle, fruto del trabajo de cuatro grandes creadores galos: los coreógrafos Jules Perrot y Jean Coralli; el compositor Adolphe Adam y los libretistas Theofile Gautier y Vernoy de Saint Georges, con el cual la prima ballerina cubana, durante seis décadas, recibió la aclamación mundial.
Alicia Alonso, quien había actuado en París en 1950 y 1953, como estrella máxima del Ballet Theatre de New York, revivió sus triunfos en la escena francesa en 1966, cuando junto al Ballet Nacional de Cuba se hizo acreedora en el IV Festival Internacional de Danza de París, del Gran Prix de la Ville, por su versión coreográfica e interpretación personal del ballet Giselle, triunfo que repetirían en 1970, en el mismo evento, con el II acto de El lago de los cisnes, de Petipa-Ivanov.
El conjunto cubano, único en obtener en dos ocasiones el máximo galardón del evento, fue premiado por la crítica y la Universidad de la Danza de París en los reconocimientos dados también a Aurora Bosch por su desempeño en el rol de la Reina de las Willis, en Giselle, y a los bailarines Josefina Méndez, Mirta Pla, Loipa Araújo y Marta García, por el Grand pas de quatre, de Perrot, con el cual obtuvieron el Premio Estrella de Oro, en 1970.
Pero sin lugar a dudas el hito mayor en estas relaciones lo constituyó el montaje de la versión coreográfica de Giselle, realizada e interpretada por la Alonso en la Opera de París, el mismo teatro donde fuera estrenada la obra en 1841. El 24 de febrero de 1972, la legendaria bailarina cubana devolvió la obra a su cuna “desprovista del polvo del tiempo” y “como hubiese querido verla Theopile Gautier”, según afirmaron los críticos entonces.
Como símbolo de esos nexos cubano-galos, el danseur etoile Cyril Atanassoff sería el partenaire de la Alonso y de Josefina Méndez, quien también interpretó el rol protagónico, junto al elenco de la Ópera de París. Otras relevantes colaboraciones con la Ópera han sido el montaje por la Alonso del Grand pas de quatre, de Perrot, con Josefina Méndez en el rol de Taglioni, en 1973, y el de La bella durmiente, en 1974, centralizada por las célebres estrellas francesas Noelia Pontois y Cyril Atanassoff.
El gobierno de la República Francesa ha honrado a Alicia Alonso con la Orden de las Artes y las Letras en Grado de Comendador (1998) y con la Orden Nacional de la Legión de Honor en Grado de Oficial (2003), galardón conferido también en Grado de Caballero a Josefina Méndez (2007) Post Mortem y a Loipa Araújo en el 2010.
Otras figuras cubanas reconocidas por el ballet francés han sido: Carlos Acosta (1990) y Rolando Sarabia (1998), merecedores del Grand Prix del Concurso de la Bienal de Danza de París.
Maestros como Fernando Alonso y Loipa Araújo, han sido maîtres invitados de la Ópera, donde han dado a conocer su gran valía, así como los basamentos técnicos y estéticos de la Escuela Cubana de Ballet.
En el período que media entre 1966 y el 2017, el Ballet Nacional de Cuba ha realizado 15 giras por Francia, que han incluido actuaciones en 45 de sus ciudades, en las cuales se ha hecho acreedor de numerosas e importantes distinciones.
En este reencuentro de las relaciones entre Francia y el ballet cubano ocupan un lugar especial los estrechos lazos forjados con la presencia de bailarines, coreógrafos y personalidades de ese país en las diferentes celebraciones del Festival Internacional de Ballet de La Habana.
En esa relación, iniciada en 1967 por la pareja integrada por Claire Sombert y Michel Bruel con su exitoso desempeño en el Grand pas classique, figuran también un grupo de las más rutilantes estrellas de la Ópera, entre las que sobresalen Noella Pontois, Christianne Vlassi, Francesca Zumbo, Ghislaine Thesmar, Sylvie Guillem, Monique Loudieres, Wilfride Piollet, Agnes Letestu, Patrice Bart, Jean–Ives Lormeau, Michel Denard, Jean Guiserix, Atilio Labis, Manuel Legris y Erick Vu –An.
En diferentes festivales han participado también el Ballet del Rhin, el Ballet de Dominique Petit, Ris et Danseries, el Ballet Temps Presents y el Ballet de Biarritz, así como personalidades de la talla de la crítico Irene Lidova, y los coreógrafos Pierre Lacotte, Michel Descombey y Thierry Malandain.
Figuras cubanas como Jorge Lefebre, Menia Martínez, Loipa Araújo, Catherine Zuaznábal y Julio Arozarena, han trabajado bajo la guía del gran Maurice Béjart; Carlos Acosta ha sido aclamado en la Ópera de París, durante sus actuaciones en Espartaco, realizadas como estrella invitada del Ballet Bolshoi de Moscú, al igual que Osiel Gouneo en Romeo y Julieta, en la versión de Rudolf Nureyev.
En las últimas décadas muchos bailarines cubanos han integrado los elencos de varios conjuntos danzarios de Francia, como los Ballets de Marsella de Roland Petit, el Ballet de Biarritz, el Ballet de Nancy, el Ballet de Lyon y el Ballet de Toulouse.
A esta rica historia, se suman los lazos establecidos por nuestros deportistas, iniciados por nuestro gran esgrimista Ramón Fonst en las modalidades de Espada y Florete, quien conquistó medallas de oro y plata en Espada Profesional y Amateur Individual masculino en los Juegos Olímpicos del año 1900.
A partir de entonces, nuestras más insignes figuras del deporte, no solo se han hecho acreedores de las más altas distinciones en eventos competitivos celebradas en la capital de Francia, sino que han contribuido, mediante el lenguaje sin palabras del movimiento a estrechar un puente de amistad entre los pueblos de Cuba y Francia.