“Fragmento”, un nombre, pero con la fuerza de un verbo, sin embargo ausente: rotura, rastros sin restos, la interrupción como habla, cuando la detención de la intermitencia no detiene el devenir, sino que, por el contrario, lo provoca en la ruptura que le pertenece. Quien dice fragmento no sólo debe decir fragmentación de una realidad ya existente, o momento de un conjunto aún por venir.
Maurice Blanchot
En occidente la cicatriz se niega, es impúdica. La ignoramos. Marcar el cuerpo, aun con el “arte corporal”, es maniobra de ocultamiento —no poética— porque se derrumba ante el rasguño alcanzando únicamente lo decorativo. Artificio y exterioridad.
Los poetas, sin embargo, muestran la herida. Son incómodos. Del fracaso, y pretender aprehender la Palabra es el mayor, saltan a la emoción y el forcejeo renunciando al Tiempo, colocando ante el ojo y el oído el Silencio, que es resonancia de infinito, de espacio que pulsa. Puerta de Luz, que abre y cierra, fragmenta, cansa y se derrumba como estrategia ascensional.
La ruta del poeta es “música callada”.
Por los lados del levante otro es el cantar. Un maestro zen indica a su discípulo hacer el jardín. Camino de meditación. Este se afana y traza círculos, líneas exactas. Se deshace de la imperfección. Pero cuando el sensei contempla, efectúa una maniobra que descoloca al aprendiz: toma pétalos de una flor, hojas secas y las lanza, desfigurando la simetría. Rompe la línea. Es que para ellos la cicatriz expresa orden sagrado.
“Kintsugi (Ediciones La Luz, 2025) de Nelson Simón suma al río cubano aguas de rumorosa poesía en un libro que habrá de leerse también en lo porvenir”.
Sin el zen, no podríamos explicarnos esa cultura ni sus rituales, como la ceremonia del té o los jardines de piedra sin pulir. Tampoco el valor que se da al fragmento o su certeza de que en él está el Todo o que el Todo es una habitación de fragmentos, de cicatrices. Quizás una de las expresiones más notables de esa forma de ser y de estar sea el Kintsugi o Kintsukuroi. Arte de juntar fragmentos de vasijas rellenando las grietas o más bien iluminándolas con pasta de oro. No es solo decorado o austeridad. Es una manera de hacer evidente la dignidad del fracaso, de lo roto, la posibilidad de que a partir de la herida se puedan alcanzar brillos que solo ella es capaz de albergar.

Desde José de la Luz y el Padre Varela sabemos que el signo de lo cubano alcanza sentido en la elección, en la capacidad de escogencia y apropiación. La filosofía insular, el pensar, hasta las sencillas costumbres o la fiesta popular aquí son frutos de hibridación. Cosa de gentes para las que el horizonte es patria celeste. Por eso tropezarnos con un poemario que invoca la cicatriz, mostrada y vuelta a componer con el oro de la memoria, no asusta, sino que engolosina. Kintsugi (Ediciones La Luz, 2025) de Nelson Simón suma al río cubano aguas de rumorosa poesía en un libro que habrá de leerse también en lo porvenir.
El autor, uno de los escritores de mayor presencia de la generación fragmentada, asume la cicatriz como estandarte y liberación. Viniendo de la revuelta ante la horma coloquial, incluso del coloquialismo lírico, sin renunciar a esas vetas, pronto impone el retorno del yo herido ante el nosotros triunfante. Por cierto, poco queda de ese “hablar cotidiano” que nunca fue aceptado por su manera hipostasiada de sonar, siempre como de trompeta en sordina y redoblante, excluyendo al lamento, el hastío y la culpa.
“El autor, uno de los escritores de mayor presencia de la generación fragmentada, asume la cicatriz como estandarte y liberación”.
El poemario deja ver la grieta, el balanceo entre la armonía y lo asimétrico, moviéndose siempre en el orden de la emoción y la potencia de la carne, haciendo del oro, de ese que amalgama componiendo, un elemento menos brillante porque para el autor la pudorosa desmesura está en el equilibrio entre lo dicho, lo no dicho y lo insinuado. Tampoco renuncia a equilibrar imperfección (impermanencia) con la cicatriz (puerta, límite).
Como en el arte japonés, Simón, compone y reconstruye a un tiempo y para hacerlo muestra lo roto, lo fragmentado, la grieta, sin abandonar la emoción que le permite reconstruir los paisajes con fruición.