Formando lectores: algunos desafíos

Dolores Prades
15/1/2016

La razón de este texto es compartir algunos elementos que considero fundamentales para entender mejor lo que se produce actualmente en este segmento del mercado editorial dedicado a los niños y jóvenes. Para ello debemos, en primer lugar, lanzar una mirada al cómo se desarrolla actualmente este mercado en muchos de los países de América Latina.

Es necesario definir que esta mirada se acerca al mercado desde el punto de vista de una editora, que es la labor que, realizada durante años, avala mi experiencia en las primeras etapas de la cadena del libro. Como se sabe, corresponde a los editores la responsabilidad de la puesta en el mercado de tal o cual autor, de tal o cual título. Asimismo, a ellos les corresponde la definición de “la cara” de cada libro —de su formato y hasta de la decisión del grupo etario al que esté dirigido. E incluso, el trabajo de transformar textos que no han sido escritos para niños en libros de éxito para lectores pequeños y jóvenes.

Siempre es importante subrayar ese hecho para no olvidar la dimensión del poder y de la responsabilidad que corresponde a cada uno de los que se involucran en ese proceso: autores, ilustradores, editores, libreros, mediadores, etc.Aquellos para quienes se escribe, se edita, se ilustra y se divulga no tienen autonomía para elegir o decidir. Somos los adultos quienes definimos qué es lo que el niño e incluso los jóvenes (por ejemplo, en la escuela) pueden o no pueden, deben o no deben leer; lo que sí pueden entender o no; lo que es mejor y más adecuado para ellos.

Todos sabemos que, a diferencia de otros sectores editoriales, el libro para niños y jóvenes se caracteriza por una relación cada vez más indirecta y desigual con los supuestos lectores potenciales. Aquellos para quienes se escribe, se edita, se ilustra y se divulga no tienen autonomía para elegir o decidir. Somos los adultos quienes definimos qué es lo que el niño e incluso los jóvenes (por ejemplo, en la escuela) pueden o no pueden, deben o no deben leer; lo que sí pueden entender o no; lo que es mejor y más adecuado para ellos.

Confieso que siempre me asusto con ese poder que los adultos ejercen en el caso de la lectura y de los libros para niños y jóvenes, ese terreno resbaladizo, orientado por nuestras convicciones, ideologías y creencias sobre el mundo, la moral, la infancia y la lectura. Después de todo, son nuestros valores los que guían nuestras decisiones y determinan aquello que se puede o no se puede. Una censura que aunque guiada por las “mejores intenciones” no siempre se corresponde con una postura más abierta a la formación y desarrollo de, un sentido más amplio, autónomo y crítico.

Muchas de nuestras prácticas cotidianas, incluso la del editor, alejan nuestras miradas de una visión más general y, a la vez, cercana de dónde estamos insertados y de cómo nos movemos. Pensar un poco en ese entorno ayuda a situarnos de una manera más consciente y crítica, porque, después de todo, el mundo del libro y de la lectura, así como el de cualquier otra manifestación cultural, se definen por las fuerzas del mercado. Un mercado que hoy día es global y que nivela todo por el consumo fácil y transitorio, destructivo, borrando las huellas de todo lo que no se ajuste a su velocidad y a sus necesidades de reponerse todos los días.

Empecemos por un diagnóstico rápido de ese mercadoHistorias de dependencia, la cultura como un privilegio de las élites y la exclusión de la gran mayoría de la población de la cultura letrada, son aspectos comunes que, pese a las diferencias de trayectoria, nos hermanan en lo mejor y lo peor de nuestras realidades.

Tomaré como ejemplo la realidad brasileña, considerando que hay algunos puntos en común con otros mercados, muy afectados y marcados por modelos externos y por el fuerte peso de los grandes grupos editoriales internacionales. Historias de dependencia, la cultura como un privilegio de las élites y la exclusión de la gran mayoría de la población de la cultura letrada, son aspectos comunes que, pese a las diferencias de trayectoria, nos hermanan en lo mejor y lo peor de nuestras realidades.

Hasta hace unos años, podíamos organizar visitas sistemáticas a nuestra librería favorita para mantenernos al día con el mercado y con las novedades, pero hoy se ha tornado impracticable la posibilidad de hacerlo semanalmente, de estar atentos no solo a las nuevas publicaciones, sino también a las nuevas editoriales que nacen y se multiplican más y más cada día.

Y aun así, no lograríamos enterarnos de todo debido a la gran cantidad de productos, géneros y planteamientos existentes en el mercado. Solo para tener dar una idea, basta observar la infinitud de segmentos que conforman hoy lo que se llama Literatura Infantil Juvenil (LIJ):

– Libros para bebés

– Libros juguete

– Álbumes ilustrados

– Libros ilustrados

– Libros juveniles

– Libros informativos

– Pop-ups

– Libros de artista

– Libros sin palabras

Y estos solo señalan los más visibles. Según los datos de 2013, en Brasil se publicaron alrededor de dos mil nuevos títulos solo en ese segmento, es decir, un promedio de cinco nuevos títulos cada día.

Sabemos que en las librerías, que de hecho son muy pocas en Brasil, siguen siendo reducidos, y vemos un exceso de libros cuya exposición de destaque, cuando la hay, dura unos pocos días.

Esto hace que muchas librerías se transformen en simples puntos de venta. Simples inventarios de libros que dejan al margen lo que debería ser su gran propósito y ventaja: la realización de un trabajo de selección, de curaduría, puesto que el librero es parte de la cadena de distribución de libros y es, como el editor o el maestro, un mediador clave en el proceso de formación de los futuros lectores. Las excepciones, excepciones al fin, son raras, pero existen.

Pero, al hablar de las librerías, ya sean especializadas o no, tropezamos con uno de los mayores problemas de la cadena del libro en América Latina: la distribución. Tal y como dice María Osorio, una de las editoras y libreras más importantes de Colombia, “las dificultades de distribución hacen que el Estado sea el mayor recolector y distribuidor de libros en América Latina” [1].

Para entender el papel del Estado como comprador es fundamental conocer que él es uno de los principales engranajes que mueve el mercado y define sus tendencias, crea criterios e influye en la selección de los mediadores. El primero en asumir ese papel fue México, le siguió Brasil y ahora sucede igual en otros países latinoamericanos: el Estado es el mayor comprador de libros: para bien y para mal.

¿Para bien? Porque en países como los nuestros, alejados de una tradición lectora, es la escuela el primer espacio de acceso a los libros y a la lectura de muchos niños y jóvenes. Y si observamos atentamente las bibliotecas de las escuelas públicas en todos esos países, ¿qué encontramos? Libros, muchos libros, incluyendo libros de calidad.

Si estos libros se utilizan, se leen, se trabaja con ellos, ese es otro tema. En Brasil también se vive el drama de que muchos de los libros que se distribuyen ni siquiera salen de las cajas, por miedo a que los niños los estropeen o, sencillamente, porque los maestros no saben qué hacer con ellos. De tal modo, lo que hay son libros y muchos. En las escuelas públicas, en las librerías, en algunas bibliotecas…Si hasta hace poco las editoriales lucharon por mantener la calidad de sus publicaciones, esa atención parece estar desapareciendo ante una apuesta sin límites por encontrar novedades.

¿Para mal? Porque el intenso crecimiento de este segmento en muchos países es el resultado casi exclusivo del incremento y de la diversificación de los programas de compras públicas e institucionales. Si hasta hace poco las editoriales lucharon por mantener la calidad de sus publicaciones, esa atención parece estar desapareciendo ante una apuesta sin límites por encontrar novedades.

Más libros es igual a más posibilidades de ventas. Esto es un tema de progresión aritmética. A esta cantidad cada vez más expansiva de publicaciones corresponde inevitablemente una disminución de la calidad, hoy evidente en las estanterías abarrotadas de los puntos de venta.

Este escenario expresa la existencia de un mercado, sin duda creciente, pero inestable, hinchado, cuya responsabilidad por la calidad de lo que se lee —una preocupación minoritaria— se pierde en el eslabón final de la cadena, en la lucha por una porción de un pastel cada vez más pequeño. Se pierde en las ventas gubernamentales e institucionales. 

Vivimos en una burbuja sostenida en un frágil equilibrio. El crecimiento del mercado en sí mismo no sería un problema. El problema aparece cuando no hay correspondencia con el crecimiento de los canales de distribución, de los puntos de venta directos (para asegurar la exposición y divulgación de publicaciones), así como del acceso a los libros, con la creación y actualización de las bibliotecas. Añádase a esto lo que me parece más importante: el fomento de una política de formación de los mediadores.

Ante esta situación, llegamos a uno de los grandes temas que afectan a todos los mediadores y que se resume en cómo separar el grano de la paja, cómo situarse ante esa avalancha de nuevas publicaciones, cómo identificar un lastre de calidad en esa profusión de libros. O cómo defenderse ante las políticas de divulgación de las grandes editoriales que, con sus ejércitos de promotores, para cada nuevo catálogo, elaborado por el equipo de marketing, nos quieren vender “lo más novedoso”, el mejor autor.

Libros de calidad, transformadores, atrevidos, libros que requieren un poco más de los lectores, que dejan marcas y no se acaban en una única temporada, desaparecen en medio de las publicaciones fáciles, pasajeras, de las licencias, de los productos (películas, juegos, programas de televisión, camisetas y todo tipo de parafernalia).

Resulta difícil orientarse en una situación como esta, en que hay poca información y crítica; en que la reflexión sobre la lectura y los lectores no pertenece todavía a la mayoría de los mediadores en muchos de nuestros países.

En el contramano de la falta de espacio en los grandes medios, surgen algunos espacios independientes, la mayor parte en línea, que con más o menos posibilidades, han desarrollado un trabajo en una dirección más crítica [2]. Todo ese esfuerzo hace la diferencia, pero es insuficiente para satisfacer las necesidades de formación de nuestros mediadores, que afecta a todas las etapas de la cadena del libro: desde el autor, pasando por el editor, hasta alcanzar el librero y el mediador.

Creo que el avance en esa dirección presupone pensar acerca de la lectura, su papel, los lectores, los libros, e ir a fondo en una reflexión que pone ante nosotros un vasto campo de referencias y contextos.

En medios menos unívocos, es común decir que el libro y la cultura no son, en sí mismos, moralmente valiosos. Esta proposición radical polemiza contenidos actuales que son transmitidos en torno al tema de la lectura y su promoción:

– La lectura como un valor universal y abstracto, responsable por un tono romántico, mítico y trascendente que tiene como resultado la afirmación de que “la lectura salva.”

– La lectura y los lectores como realidades cerradas en sí mismas y sin contacto o conexión con el contexto histórico y social más amplio. Como si la lectura se desarrollara en paralelo a todo y a toda la crisis de nuestro tiempo.

-La lectura no como un acto, sino un hábito. Tal y como escuché recientemente: “si el hábito no hace al monje” seguramente tampoco hará al lector.

– La lectura como mero placer, como entretenimiento, como algo cómodo en contraposición a la fruición que el arte verdadero provoca.

– “La lectura (leer) es un viaje”, haciendo hincapié en el carácter de escape del texto, en lugar de búsqueda o encuentro.

Una de las razones para esa mistificación, ciertamente, deriva del uso de conceptos y categorías estáticas en el análisis o la descripción de una actividad compleja, dinámica e histórica. Pero no se trata solo de pensar nuevas terminologías, sino de buscar una nueva manera de pensar que rompa con las fórmulas, en mi opinión, ya gastadas.

Es necesario cuestionar y repensar la construcción de los lectores y los conceptos y categorías en vigor a su alrededor. Una mayor profundización en torno a algunas cuestiones tales como la lectura, los lectores, la literatura, que indican la diversidad de significados que coexisten al hablar de un mismo fenómeno.

Por ejemplo, ¿qué es lo que queremos decir cuando nos referimos al lector? ¿Cuántas concepciones existen alrededor de esa idea? ¿Hay una única idea de lector?

El término lector abarca y se utiliza para describir una gran variedad de lectores. Desde un lector estudiante que solo lee y garabatea el libro para cumplimentar un contenido disciplinar, hasta una persona para quien la lectura es una actividad esencial de la vida. Pasando por el lector funcional que utiliza la lectura a diario y el lector técnico.

Históricamente, la lectura y la escritura siempre han sido predios de pocos. Las élites políticas y religiosas han compartido esos privilegios durante siglos. Solo muy recientemente la lectura se convirtió en un derecho de muchos gracias al derecho universal a la educación. La idea de un solo lector, silencioso, inmerso en su lectura es una figura históricamente determinada cada vez más distante de la realidad de hoy. Lo que hace que sea difícil en la actualidad definir un modelo universal del hombre alfabetizado.Hace falta contextualizar nuestro tiempo: vivimos en un mundo donde el poder de la cultura se pierde en un creciente proceso de homogeneización promovido por el mercado. Por primera vez en la historia, la mayoría de los bienes e informaciones que una nación recibe no se se produjeron en su propio territorio. El fenómeno de la globalización tapa con la sombra de sus alas de manera uniforme todo el planeta.

Hace falta contextualizar nuestro tiempo: vivimos en un mundo donde el poder de la cultura se pierde en un creciente proceso de homogeneización promovido por el mercado. Por primera vez en la historia, la mayoría de los bienes e informaciones que una nación recibe no se se produjeron en su propio territorio. El fenómeno de la globalización tapa con la sombra de sus alas de manera uniforme todo el planeta.

Por otro lado, nunca antes el patrimonio cultural fue tan accesible a todos gracias a la informatización de la vida y a la enseñanza obligatoria en países como el nuestro. Lo que, sin duda, amplía las posibilidades de mayores segmentos sociales que siempre estuvieron al margen del mercado. Pero no se puede perder de vista la contradicción generada por la fuerza de la globalización y del sentido y función social que genera.

Tomemos como ejemplo la lectura. Hoy en día se publican más libros y hay una mayor cantidad de personas capaces de leerlos que en cualquier momento anterior de la historia. El número de usuarios de la cultura escrita nunca fue tan significativo. Sin embargo, el modelo lector que se tenía en mente ha cambiado. Hoy en día los estímulos van en contra de los requisitos básicos necesarios para la formación de un lector modelo. Pensando en ellos: la concentración —una de las condiciones básicas de la lectura— se sustituye por el acceso ilimitado a la información; el retiro para disfrutar de la lectura se convierte en la exposición sin límites en las redes sociales. Las habilidades cambian históricamente y como consiguiente los perfiles de los lectores también.

Muchos han tenido acceso a la producción cultural, pero, a la vez, se han convertido en el principal objetivo del mercado. De ahí la gran transformación, en todas las artes, que conduce a la convivencia, siempre desigual, entre una producción orientada al consumo de masas y la que quiere resistirse. 

El lector no se forma solamente en la interacción con las páginas de los libros. Si eso fuera así, quizá la transmisión por ósmosis fuera posible y todo sería más fácil. Pero la lectura y la escritura son siempre un hecho social, históricamente determinado, que se inscribe profundamente en la biografía afectiva de cada lector, en aquello que llamamos nuestras historias lectoras, nuestras ideologías, nuestros valores. Detrás de cada lector hay personas, presencias y ausencias que son reemplazadas o recordadas por los libros. Personas, cuerpos, gestos, modulaciones de voz, palabras e imágenes… personas que interactúan con otras personas.

En ese sentido, hablar de los lectores en general, hablar de la construcción de los lectores se vuelve una declaración vacía que necesita ser desplegada para que se pueda entender qué es lo que estamos tratando de hacer. El proceso que se propone para la formación de lectores supone que, por medio de la lectura, se producirá un cambio en las personas, pues la misma, y especialmente la lectura literaria, proporcionaría un beneficio ético y social.

Sin embargo, no es cierto que la lectura siempre transforme al sujeto que lee. Y tampoco es cierto que la buena literatura siempre convierta a sus lectores en personas más justas y tolerantes. En el campo de la lectura proliferan supuestos, buenas intenciones, y declaraciones pomposas sobre su poder. Hoy tenemos un número creciente de lectores partidarios de la lectura-consumo, del ocio o del entretenimiento —lo que se comprueba al echar un vistazo a la lista de best-sellers— donde los libros de autoayuda y de una literatura fácil y descartable se destacan de todo lo demás.

La pregunta es: ¿Transforma al sujeto lector ese tipo de lectura? O, desde otro punto de vista: ¿Serían esos lectores menos lectores?

Resulta cada vez más difícil definir un modelo universal del hombre alfabetizado. El mercado se adjudica a sí mismo la producción cultural, que hasta hace muy poco estaba en el margen. Estamos frente a una realidad donde una multitud de plataformas, de lecturas y de lectores conviven y se transforman.

Tal y como dice la escritora argentina Graciela Montes, “la lectura ha perdido su antiguo significado social y todavía no ha terminado de construir uno nuevo, que correspondería al mundo contemporáneo”.

Estamos ante una realidad en la cual el concepto de lector abarca una zona más amplia que la del sujeto que lee y en la cual no puede soslayarse que tanto su biografía, sensibilidad e ideología, como su quehacer cotidiano están social e históricamente determinadas.

Así, uno de los temas claves a considerar, es el referido a la distancia cada vez más vertiginosa entre los mediadores y los jóvenes lectores, consecuencia de una mayor familiaridad con el mundo digital. Los requisitos previos y las competencias lectoras ya no son las mismas, y quienes leen y escriben, tampoco.

Hoy nos enfrentamos a una enorme discrepancia entre las prácticas y discursos en torno a lectura y a la insistencia en campañas de formación de lectores ineficiente. El consenso en favor de la lectura, que hemos presenciado hoy día, tiene muchos significados y razones. Sin embargo, tan pronto se supera el nivel más epidérmico de esa aparente conciliación, se muestran las distinciones y la disidencia. En una gama que va desde el más genuino compromiso con la formación de los lectores hasta las iniciativas de marketing únicamente destinadas a promover imágenes institucionales.

Para ubicarse en ese vasto mundo de intereses (en el ámbito nacional e internacional), es esencial profundizar en las propuestas, saber quiénes están promoviendo qué cosas, y lo que es más importante: buscar coherencia en las acciones de los que están patrocinando las campañas, en la historia de cada institución, etc.

Problematizar esta visión desconcertante, redentora de la lectura y de los lectores, que promueve la fetichización de ambos, es algo necesario, no para que se niegue la lectura, pero sí para que se pueda avanzar en las formas de promoverla. Comprender esta complejidad nos lleva a insertar y a contraponer categorías y conceptos, utilizando como punto de partida un conjunto de prácticas sociales diversas que viabilicen la comprensión de lectores y lecturas en su naturaleza dinámica e histórica.

Pensar la formación de lectores solo tiene sentido cuando se concibe insertada en el mundo contradictorio que vivimos. Esta consideración facilita el camino de recuperación del efecto civilizador de la escritura y la lectura. De aquella lectura que implica beneficios para el lector, donde se encuentra la apuesta con la esperanza de hacer un mundo más habitable, justo y mejor.

Notas:

1.- Osório, María, “Tengo un sueño… una visión hacia el futuro de los libros infantiles en América Latina”, in Revista Emília http://www.revistaemilia.com.br/mostra.php?id=457
2.- Ejemplos: Imaginaria en Argentina, Revista Emilia en Brasil, Había una vez en Chile, además de muchos blogs que se han dedicado a difundir y criticar la producción actual. Eventos como Conversas ao Pé de Página en Brasil hace cinco años se dedica a este tipo de trabajo de formación.