―Deténgase, deténgase ahora mismo…

El taxista frenó y salí despedido hacia aquel cementerio, hacia aquel panteón, como suelen decir los lugareños. Allí sonaba de todo: una tuba, unos platillos, un guitarrón. Quería ver con mis propios ojos lo que me habían contado…

Alguien cantaba una vieja canción, de esas del tiempo del cine mexicano, el de oro, el que tanto gustaba a mis abuelos y padres. El de María Félix y Negrete, el de Pedro Infante y Dolores del Río. Había adornos florales naturales y artificiales. Pétalos y papel. Rojo y azul, y amarillo, y verde.  Fiesta. Una verdadera fiesta.

Acaso la “florida muerte”, como escribiera Nezahualcóyotl.

Estamos en Villa de Álvarez, Colima, México, en uno de los estados más pequeños de este inmenso país. Una geografía exuberante ―volcanes incluidos, con costas al Océano Pacífico―,  que he visitado por obra del milagro, por obra de la poesía.

Cualquier esquina se decora para festejar el Día de Muertos en Colima. Fotos: Reinaldo Cedeño

Para un cubano, la celebración del Día de Muertos en México en el estreno de noviembre es puro surrealismo. Es entrar en una película. Es la vida donde está la muerte. Es una paradoja insólita, única.

Es la primera vez que escribo del tema, porque he tenido que procesar todo lo visto. He llorado mucho frente a la tumba de mis seres queridos en Cuba y; sin embargo, aquí veo como alguien derrama con abundancia cerveza sobre la losa, como resuenan los metales, como la tumba se convierte en mesa para comer.

“El Festival del Caribe en Santiago de Cuba, del 3 al 9 de julio, tiene una dedicatoria especial para este diálogo infinito de México con la muerte”.

Comer con los muertos, comer por los muertos, comer lo que comían los muertos.

Del asombro, con todo respeto, me dirigí hacia aquella familia. “Estamos aquí, compartiendo todo aquello que le gustaba. Él era nuestro abuelo y lo recordamos mucho”, me dice una señora, ataviada para la ocasión, con una blusa primorosamente bordada con motivos florales.

En una celebración como esta, no falta el llamado pan de muertos. Pan redondeado, dorado, adornado con figuras alargadas (“huesitos”) que se cruzan en la superficie de la masa. Pan de ofrenda para el Altar de Muertos, donde están las fotos de los que han partido primero. Pan para la fiesta. Pan dulce, azucarado, espolvoreado con ajonjolí.

Me sobrecoge probar este pan de muertos.

Una variante tradicional del pan de muertos. Ofrendas frente a una iglesia en Colima.

Por las calles, veo desfilar a personas de todas las edades con disfraces, a jóvenes con los huesos pintados sobre sus extremidades, el rostro maquillado, Catrinas vivas. “¿Por qué lo haces?”, le pregunto a uno de ellos. Su respuesta es simple, es directa: “Porque me gusta, porque es una manera de conectar, de divertirse, de burlarse de la muerte, de no tomarla demasiado en serio”.

El escritor mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura en 1990, escribió en El Laberinto de la soledad: “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida”.

La flor de Cempasúchil

Me susurran, me cuentan despacio la leyenda de la flor de Cempasúchil (Tagetes erecta), que veo en todas partes, en los altares, en la tumbas, en las ofrendas, en las esquinas. Sus pétalos apretados, color naranja, color del sol.

La mítica flor de Cempasúchil.

Xóchitl y Huitzilin crecen juntos. El amor se derrama y Tonatiuh, dios del sol, bendice esa unión.  Desafortunadamente, el joven fallece en una batalla y ella ya no será más que puro dolor. Rogó entonces unirse a él y Tonatiuh la convierte en una hermosa flor; pero con sus pétalos cerrados, hasta que un buen día, un colibrí llega y la flor de veinte pétalos se abrió en todo su esplendor. Era Huitzilin, su amado, que se había transformado en colibrí…

Mientras exista la flor de Cempasúchil, mientas haya colibríes en los campos, el amor será eterno.

Es mágico, no hay otra palabra.

El color ilumina los cementerios.

Lo que no logro entender entonces, lo completaré en el estreno de la cinta Coco, un animado de Pixar distribuido por Walt Disney que explica la tradición mexicana de la muerte. Estoy entrando en una sala de la cadena Cinépolis de manos de Gilda Callejas, mi anfitriona de la Universidad de Colima. Electrónicamente escojo donde sentarme. Finiquita el 2017. 

Y aparece ante mí, un poco en broma y mucho en serio, toda la cosmovisión, desmenuzada y animada, el sustrato de estos festejos. Los pétalos de la flor de Cempasúchil, son el puente, la senda iluminada y mítica que comunica a los vivos y a los muertos.

A la salida del cine, la gente llora. Y me voy repitiendo un pedazo del tema “Recuérdame”.

Música, bebida y comida en los cementerios de Colima.

El Festival del Caribe en Santiago de Cuba, del 3 al 9 de julio, tiene una dedicatoria especial para este diálogo infinito de México con la muerte.

El festejo tradicional de raíces prehispánicas fue declarado por la Unesco en 2003, como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, por considerar que “ese encuentro anual entre las personas que lo celebran y sus antepasados, desempeña una función social que recuerda el lugar del individuo en el seno del grupo y contribuye a la reafirmación de su identidad”.

La Fiesta de Muertos en México es el apego irrenunciable a los ancestros, a los suyos. Y es, sobre todo, el festejo infinito de la vida.

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