Uno de los mayores placeres que experimentó, y mantuvo, Fidel a lo largo de su prolífica vida política e intelectual fue, sin discusión alguna, el hábito perenne de la lectura. Los orígenes por dicho disfrute se remontan a su niñez. Tanto en Birán, como más tarde en Santiago de Cuba y La Habana, a su paso por cada institución educativa, diversas en cuanto a la metodología mediante las que fomentaban el proceso docente, Fidel se labró un camino de estudiante destacado.
En el selecto Colegio de Belén capitalino llegó incluso a cotas de excelencia, despertando el respeto de un claustro jesuita caracterizado por sus altos niveles de exigencia. No en balde la famosa “premonición” del padre Llorente sobre “(…) que llenará con páginas brillantes el libro de su vida”; valoración que, a la larga, reflejaba el talento, y la ascendencia, de un joven que comenzaba a llamar la atención, por donde quiera que anduviera.
Esos resultados, en importante medida, estuvieron cimentados por lo que ya entonces era una práctica habitual: leer incansablemente, sin desechar ningún texto que cayera en sus manos. Para esa fecha lo apasionaban los libros de aventuras, viajes, relatos épicos y las temáticas históricas; aderezados con la creciente necesidad, que no se detendría nunca, de seguir por los periódicos, y la radio, los principales acontecimientos de Cuba y el mundo. Se movía así entre devorar las páginas de Emilio Salgari, Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Mark Twain, y no perder los detalles de lo que ocurría con la República Española, o las enconadas batallas durante la Segunda Guerra Mundial.
En septiembre de 1945, recién cumplidos los 19 años, ingresó a la Universidad de La Habana. La historia ulterior es harto conocida. En la Colina, como el mismo reveló en un caluroso acto en el Aula Magna, cincuenta años después de que ascendiera aquellos peldaños —que no olvidamos los estudiantes que esa tarde quedamos imantados por su relato—, el 4 de septiembre de 1995, no solo se hizo revolucionario, sino que intensificó su vocación invariable de sumergirse en la travesía cautivante de la lectura.
Más de una vez dijo que, fuera por los rigores que imponían los estudios a este nivel o porque iba encontrando respuestas a sus innumerables interrogantes en los clásicos del marxismo, a quienes arribó luego de un breve tránsito por los socialistas utópicos, cuando se adentraba en una obra se quedaba leyendo durante horas, sin que nada lo apartara de su concentración.
Conocí a Fidel, personalmente, el 25 de agosto de 1993. Fue en un acto organizado en el parque frente a la entonces Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana, para rendir homenaje a una de las caravanas de los Pastores por la Paz, que con el inolvidable reverendo Lucius Walker al frente, realizaba lo indecible por romper el bloqueo y traer a Cuba materiales educativos y para la salud.
Llegó sonriendo, comenzaba a caer la noche, y bromeó con varios de los dirigentes estudiantiles y juveniles que allí nos encontrábamos. A partir de ese día no recuerdo una jornada, de las que tuve el inmenso honor de estar a su lado durante varios años, en la que, de una u otra forma, la lectura, y los libros, no emergieran como telón de fondo dentro de las múltiples acciones que concibió, como parte de un despliegue integral en el terreno de las ideas.
“Era un lujo para quienes lo escuchábamos ver cómo evocaba lo mismo el contexto en qué leyó a Juan Cristóbal, de Romain Rolland; las biografías de Stefan Zweig, o cuando muchos años más tarde lo hizo con El perfume, aquel best seller que el alemán Patrick Süskind publicó en 1985”.
Cada encuentro de trabajo comenzaba con el análisis sobre las opiniones emitidas de manera espontánea por el pueblo, las que más de una vez el mismo leyó en voz alta. El cauce, ritmo y final de los mismos era impredecible, fundamentalmente por la impronta que le insuflaba su conductor, quien estaba seguro de las potencialidades ilimitadas del arte de pensar y generar proposiciones. Parte inseparable de esas noches y madrugadas fascinantes transcurrieron, teniendo como detonantes situaciones insospechadas, entre el recuerdo de sus lecturas y lo que estas le aportaron.
Esa sed inacabable por el conocimiento, no como erudición estéril sino como fuente nutricia para las acciones emancipatorias en beneficio de su patria, y la humanidad toda, pudo saciarla, en gran medida, a través de la relación que estableció con los libros.
Era un lujo para quienes lo escuchábamos ver cómo evocaba lo mismo el contexto en qué leyó a Juan Cristóbal, de Romain Rolland; las biografías de Stefan Zweig, o cuando muchos años más tarde lo hizo con El perfume, aquel best seller que el alemán Patrick Süskind publicó en 1985. Asimismo, el escenario, casi fílmico, que encontró en Las lanzas coloradas, del venezolano Arturo Uslar Pietri, donde su autor describía el “tronar” de la caballería de Boves avanzando por los llanos. En esa línea sus múltiples alusiones a Hemingway, resaltando el realismo de lo que escribía. Ello le permitía tener, de lo narrado por el autor de El viejo y el mar, un recuerdo nítido; casi como si hubiera vivido lo que el afamado Premio Nobel de Literatura plasmaba en sus páginas.
“García Márquez elogiaba la destreza de Fidel para detectar gazapos, y corregir errores que permanecían invisibles para editores avezados”.
De igual forma oírle sobre cómo les pidió a los compañeros del equipo de Servicios de Traducción e Intérpretes (ESTI) que tradujeran el libro autobiográfico de Colin Power, que apareciera en 1995. Con esa memoria fabulosa de la que siempre hizo gala, contaba con orgullo que, sin descansar, 46 especialistas de la institución cumplieron con esa encomienda en solo 4 días, sin reparar en que se trataba de una obra de más de 500 páginas. Añadía que le despertaba un interés político y humano conocer las reflexiones de dicha figura (no olvido que resaltaba lo impactante que resultó para él que la esposa del ex general, Alma, le había planteado a este que su vida podría correr peligro si aspiraba a la presidencia de ese país) y bromeaba que, aunque no se le publicaría en Cuba, le habíamos hecho la primera traducción al español y estaba dispuesto a facilitarle esos materiales.
En varias oportunidades nos dijo que sobre dos temas —las guerras de independencia libradas por nuestro país, y lo concerniente a la agricultura— había leído la inmensa mayoría de los libros publicados. Era, sin embargo, una afirmación inexacta. Fidel estudió con tesón sobre innumerables asuntos. Esa sed inacabable por el conocimiento, no como erudición estéril sino como fuente nutricia para las acciones emancipatorias en beneficio de su patria, y la humanidad toda, pudo saciarla, en gran medida, a través de la relación que estableció con los libros.
“Las personalidades y delegaciones con las que Fidel departió, durante décadas, quedaban irremisiblemente atraídas por su manera de dialogar”.
García Márquez elogiaba la destreza de Fidel para detectar gazapos, y corregir errores que permanecían invisibles para editores avezados. Esa habilidad la aplicaba a cuanto material impreso tenía ante sus ojos, en particular la avalancha de informaciones que circulaban a cada instante. En lo personal, me sonreía a lo interno cuando bien entrada la madrugada —y en incontables ocasiones ya en el amanecer—, justo cuando parecía estábamos en el epílogo de la agotadora faena, nos decía a jóvenes con cincuenta años menos de edad, que él aún no había concluido, pues debía terminar de leer los despachos de las agencias cablegráficas de esa fecha. Eran materiales encuadernados, sobre todo tipo de temáticas, con más de 200 cuartillas.
Las personalidades y delegaciones con las que Fidel departió, durante décadas, quedaban irremisiblemente atraídas por su manera de dialogar. Ese encanto, entre muchos atributos, partía de los conocimientos que exhibía, en cuya adquisición tuvo la lectura papel preponderante.
Lo mismo con la nadadora australiana Susie Maroney, que con el actor estadounidense Kevin Costner, que con los presidentes Abdelaziz Bouteflika y Bashar al-Ásad, de Argelia y Siria respectivamente, y el primer ministro de Malasia Mahathir Mohamad, los cuales presencié, por solo citar algunos ejemplos, el Comandante en Jefe impresionaba por su amplio espectro de dominio, precisamente ante interlocutores de excelencia en sus campos. Al hablar sobre la Crisis de Octubre, la construcción de la Torres Petronas, en Kuala Lumpur, o de Saladino, en la mismísima Mezquita de los Omeyas de Damasco, como de tantos asuntos humanos y divinos, mostraba, sin arrogancia alguna, uno de los sentidos de su vida: aprender para servir, desde la utilidad de la virtud.
En Fidel nada fue epidérmico. Contrario a la usanza de los políticos tradicionales que, telepronter por medio, se limitan a las minutas que elaboran sus asesores, en él existió un sumun, una enorme cantidad de conocimientos sedimentados, que emergían con naturalidad cada vez que era necesario. Los libros, nadie podría objetarlo, tuvieron gran responsabilidad en dicha virtud.
“Fomentar la lectura como piedra angular para adquirir conocimientos, en tanto se levantaba como la mejor rampa de lanzamiento de cara a una sociedad portadora de una sólida cultura general e integral, fue uno de sus grandes desvelos”.
El reclamo por el retorno de Elián González devino en el análisis exhaustivo de nuestras más variadas problemáticas y, lo que es más importante aún, en el diseño de alrededor de 200 programas a través de los cuales se propuso encontrarle solución a las mismas, y relanzar la epopeya revolucionaria hacia nuevas dimensiones. Eso fue, en apretada síntesis, la denominada Batalla de Ideas, a la que, durante el 40 aniversario de la UJC, el 4 de abril del 2002, definió no solo como el “arte de la réplica y la contrarréplica” sino, esencialmente, como “hechos y realizaciones concretas”.
La cultura se erigió en uno de los pilares de dicho quehacer. Fomentar la lectura como piedra angular para adquirir conocimientos, en tanto se levantaba como la mejor rampa de lanzamiento de cara a una sociedad portadora de una sólida cultura general e integral, fue uno de sus grandes desvelos.
En el plano fáctico, y en el simbólico, los libros se resignificaron como grandes tesoros. Ahí están las imágenes de su primer encuentro con Elián, el 14 de julio del 2000, luego de que concluyera su primer grado (el niño había regresado a Cuba junto a su padre el miércoles 28 de junio) en el que le dedicaba La Edad de Oro, además de regalarle una caja de bombones.
Durante aquellos años las graduaciones de las distintas enseñanzas tenían como premio añadido la entrega de un libro, acorde con la edad de los que finalizaban el nivel correspondiente. Fue así, por ejemplo, que una nueva edición del Diario del Che en Bolivia se colocó en las manos de miles de jóvenes, con la intención de que conocieran, en toda su magnitud, la heroicidad del paradigmático revolucionario argentino y cubano, y el resto de sus compañeros de lucha en la nación andina.
De cada libro obsequiado emanaba el mensaje de la necesidad impostergable, todavía más en el nuevo milenio que mostraba su rostro, de pertrecharse de argumentos de la más variada naturaleza. De ahí la prolongación de esta idea no solo hacia los jóvenes sino dirigida a toda la población, mediante ese proyecto osado de dotar a los hogares cubanos de varios de los libros más preciados del devenir humano, en cualquier latitud.
Nació así la Biblioteca Familiar, desde hechuras más accesibles para todo tipo de viviendas, con el propósito de que esas obras cimeras estuvieran a la mano de la población. Es difícil encontrar alguna geografía universal en que se hubiera intentado siquiera una gesta de esas proporciones, evidencia nítida, de igual manera, de la extraordinaria sensibilidad que distinguió a Fidel.
“De cada libro obsequiado emanaba el mensaje de la necesidad impostergable (…) de pertrecharse de argumentos de la más variada naturaleza”.
La primigenia idea de que la “Revolución no te dice cree, te dice lee”, se redimensionó así en toda su riqueza. Horcón, a la vez, desde la certeza martiana que siempre lo acompañó vinculada a los nexos entre cultura y libertad; la cual complementó con su convicción de que, en la contemporaneidad, “sin cultura no hay libertad posible”.
Con los estudiantes universitarios, en particular, también son múltiples las vivencias en torno a la importancia de leer, estudiar, analizar, pensar y encontrar soluciones. No es posible abordar en estas breves líneas cada una de ellas. Baste el recuerdo, como botón de muestra, de su empeño para que grandes colecciones editoriales, como la Porrúa y Ayacucho, arribaran a los centros de la educación superior.
A un grupo de los miembros de la dirección nacional de la FEU y la FEEM, que vivíamos becados en la entrañable Casa Kholy, que también él le entregó décadas atrás a esas organizaciones y la UJC, nos preguntaba constantemente en cada una de sus visitas sobre qué nuevo texto de las mismas habíamos leído. Él había estimulado antes que en esa casa se acondicionara un local, como biblioteca, y que dichos libros estuvieran allí. Fidel fue también un genio para cultivar los detalles, lo mismo cuando se reunía con estadistas, intelectuales y grandes personalidades, de los más variados ámbitos, que cuando intercambiaba con niños, trabajadores, jóvenes o campesinos.
El clímax de todo ese quehacer fue la conversión de la otrora Feria Internacional del Libro de La Habana, en una verdadera fiesta de las letras no solo en los recintos habaneros sino en los más sorprendentes rincones del país. A partir de ese momento se multiplicó la realidad tangible de disfrutar de libros y autores, en el diálogo permanente que dicho festín de la cultura desató por todo el archipiélago. Era un hervidero, en los más diversos espacios creativos, y de la producción, que hizo posible que clásicos de siempre, y lo más relevante asociado al panorama de las letras en el país, estuviera al acceso de cualquier persona.
“El clímax de todo ese quehacer fue la conversión de la otrora Feria Internacional del Libro de La Habana, en una verdadera fiesta de las letras no solo en los recintos habaneros sino en los más sorprendentes rincones del país”.
Otro hito es la creación de Universidad para Todos, también un motor que propulsó la lectura, y la publicación de un elevado número de títulos, en disímiles formatos, que permitieron dar continuidad a las materias trasmitidas por televisión. Fidel comprendía que dicho medio, y las nuevas tecnologías de la información en general, tenían vigor para transportar a dimensiones siderales los esfuerzos que se desplegaban en las aulas. El basamento para ello fue su cosmovisión de que el genio y el talento eran fenómenos de masas y que Cuba debía convertirse en una “gigantesca universidad”, donde se desbordaran los circuitos académicos heredados desde el medioevo.
Fidel, en resumen, tuvo plena conciencia desde las edades más tempranas, la cual fortaleció a partir de la experiencia acumulada en el fragor de la lucha, de que la lectura es un vehículo insustituible en el afán de formar a ciudadanos comprometidos, con su tiempo histórico, y con el futuro de sus pueblos. Apreció, con nitidez, que ella es irremplazable en el largo peregrinar para transformarnos en mejores seres humanos. No por gusto decía que un analfabeto, quien estaba impedido de leer y escribir, sufría más en el mundo del presente —triste realidad todavía para más de 800 millones de personas en todo el orbe— que los esclavos en la época grecolatina.
A Fidel tenemos infinitas maneras de recordarlo. Una de las que sin dudas él preferiría, en tanto exhortación a recorrer ese sendero, aún en las más complejas circunstancias, es desde su condición de lector agudo y comprometido. Invitarnos a descubrir y desandar entre la magia de los libros, de la que es imposible desprenderse una vez irrumpe, es igualmente uno de sus grandes legados.
⃰ Este artículo fue escrito para el libro Fidel y la industria editorial cubana: una revolución desde las letras (Francisca López Civeira y Fabio Enrique Fernández Batista), Editorial Letras Cubanas, 2023.