Entre los días 5 y 9 de marzo se llevó a cabo la Feria del Libro de esa ciudad encantadora llamada Matanzas. Entre los invitados al evento, además de Virgilio López Lemus, uno de los intelectuales a quien se dedica la feria a nivel nacional, fuimos invitados un grupo integrado por poetas, narradores orales y escritos, ensayistas, pintores, cronistas, de varias provincias. Ya mis colegas Arístides Vega Chapú y Lidia Meriño han escrito crónicas al respecto. Solo intentaré insistir en el excelente trato que recibimos por parte de los anfitriones, y en algún detalle que puede y debe ser corregido.
Nos alojaron en el motel Canimao, confortable, y muy importante: con disponibilidad de planta generadora de electricidad, de modo que los apagones resultaron soportables, sobre todo en las noches. En ómnibus nos llevaban y traían a y desde la ciudad tres veces por día, donde se celebraba la feria. A pesar de no disponer de corriente eléctrica ni de conectividad la inmensa mayoría del tiempo, absolutamente todo el programa se cumplió. Lecturas de poesía, de narraciones, de crónicas, de evocaciones, firma de libros, coloquios donde la figura principal, el sitio de honor le correspondió al dramaturgo y escritor matancero Ulises Rodríguez Febles, verdadero artista multifacético y a quien se debe la creación del Archivo de la Memoria Escénica, actividades como El sombrero de Zequeira y El café mezclao (de este último hablaré más adelante), tradiciones matanceras en las cuales he tenido la dicha de participar en ocasiones anteriores, se realizaron gracias al esfuerzo de los organizadores, quienes no escatimaron ni entusiasmo ni soluciones para que todo fluyera.
“… sentir el latido de una cultura que no decae a pesar de las adversidades”.
El director del Libro de Matanzas, Efraín, nos ayudó mucho, nos acompañó e hizo posible la logística de varias de nuestras actividades; Manuel Espino, presidente de la Uneac de la provincia fue igualmente solícito, y permitió que los predios de su institución fueran invadidos por nuestra delegación, y en cuyo salón principal logró el montaje y exhibición de una preciosa colección de obras del pintor santaclareño Mario Fabelo, además de los principales lanzamientos de libros. Sin lugar a dudas, fue Alfredo Zaldívar (poeta, narrador, promotor cultural, Premio Nacional de Edición, creador de maravillas como Ediciones Vigía, actual director de Ediciones Matanzas y de la revista homónima) quien se lleva las palmas en términos de lo que pudiéramos llamar “la anfitrionidad”. No solo estuvo todo el tiempo con nosotros, sino que su equipo de trabajo, donde sobresale la carismática Maylan Álvarez, sino que durante las oscuras noches (la oscuridad natural y la forzada por la falta de electricidad) garantizó, a fuerza de voluntad invencible, y de pedir favores como si se tratara de algo personal, que pudieran realizarse las actividades nocturnas. Luego de la primera jornada inaugural, ya no hubo fluido eléctrico ninguna otra noche.
“Fue una feria (…) hecha a pulmón que es decir con todo el amor, el empeño y el cariño que merecen la cultura, nuestro patrimonio, la esencia de la cubanía”.
Para celebrar los 25 años de las SET (Sistema de Ediciones Territoriales) hubo de solicitar la ayuda del director del libro ya mencionado para que nos permitieran entrar en uno de los dos hoteles de la ciudad que estaban alumbrados (donde no nos querían las autoridades correspondientes, so pretexto de que molestábamos a los huéspedes), y la próxima noche, cuando necesitábamos rendir homenaje a la mujer (era 8 de marzo) en su “Café mezclao”, Zaldívar encontró la única posibilidad factible: el patio del museo farmacéutico Triolet, cuya directora accedió a petición suya (de Zaldívar, obviamente), y fue así que logramos cumplir con el programa que tan amorosamente habían elaborado los matanceros.
No quiero parecer quejumbrosa sino todo lo contrario: fue una feria (como ya señaló mi colega Lidia Meriño) hecha a pulmón que es decir con todo el amor, el empeño y el cariño que merecen la cultura, nuestro patrimonio, la esencia de la cubanía. El balance es altamente grato. Compartir con colegas de distintas localidades, visitar al inmenso artista Manuel Hernández, acreedor AL FIN del Premio Nacional de Artes Plásticas, visitar las márgenes del rio San Juan, del rio Canímar, estar en la plaza Vigía, en el palacio Junco, en la sala de conciertos José White, en la casona de la Uneac, en el parque la Libertad, recorrer el paseo Narváez, contemplar el paisaje fabuloso de la ciudad de los puentes, y sentir el latido de una cultura que no decae a pesar de las adversidades, compensa el inexplicable rechazo de ciertas instalaciones hoteleras (El Louvre y el Versalles), cuyos gerentes parecen haber olvidado que son entidades también del pueblo. De esa ciudad espléndida a quien tanto debemos los cubanos, nos llevamos el dulce sabor de jornadas sencillamente inolvidables. Gracias, Matanzas.